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¿El fascismo fue un mussolinismo?
Оглавление¿El movimiento se reducía a su jefe, se parecía a un feudalismo? En lo que concierne a sus comienzos, como vimos, la respuesta es claramente negativa, si vemos cómo los ras defendían con uñas y dientes su autonomía. Mussolini estableció su autoridad sobre el fascismo en forma progresiva. El culto a la personalidad que instituyó en su beneficio hizo que su figura fuera omnipresente: pinturas, esculturas, fotografías, eslóganes y discursos inundaban el espacio público y entraban al hogar de cada italiano. La concentración de los poderes del Estado y del PNF en sus manos era el núcleo de la toma de decisiones. Al marginar a sus rivales, ninguna cabeza sobrepasaba la suya. En ese contexto, el cuerpo de Mussolini y el fascismo terminaron por fusionarse. Esta realidad incontestable planteaba la cuestión más tabú del régimen: la de la sucesión. A partir de 1936, su yerno Ciano, que era bien visto en la Corte y estaba cerca de los medios conservadores anglófilos, aparecía como su delfín, aunque el dictador no había dicho ni una palabra en ese sentido y los otros grandes jerarcas tampoco se habían pronunciado sobre ese asunto que les interesaba sobremanera.
Sin embargo, existió un mussolinismo, curioso sincretismo de ideología sin contacto con la realidad y de pragmatismo político lindante con el cinismo. Es cierto que el Duce nunca se sintió demasiado cómodo con las cuestiones de doctrina: eso favoreció su trayectoria sinuosa y le permitió adaptarse a las circunstancias con una facilidad desconcertante, como lo mostró en 1922 su posicionamiento en una línea de equilibrio entre las diferentes facciones de su movimiento en realidad muy heterogéneo. De hecho, siempre existió una oposición interna muy fuerte en las corrientes más izquierdistas del PNF, que alegaba una traición de los ideales de San Sepolcro,8 erigidos al rango de mitos. Esta ala radical le disputaba incesantemente la madera de la Vera Cruz, lo impulsaba a poner fin a los equívocos y a los compromisos, y a destruir por fin el antiguo mundo burgués. Sin embargo, esta sorda ira nunca se tradujo en una rebelión abierta, prohibida por la naturaleza misma del régimen. La revolución solo podía provenir de él. Ni siquiera Farinacci, con sus posturas de antipapa que lo exasperaban, cruzó nunca el Rubicón.
El Duce sabía manejar con su proverbial habilidad a esos guardias negros de la revolución, halagarlos cuando los necesitaba y sujetarlos cuando iban demasiado lejos. Hay que señalar, sin embargo, que el régimen mostró un aumento de su impronta totalitaria, que demostraba los propósitos antropológicos del dictador. Pero él conocía también el peso y la influencia de los tres contrapoderes que paradójicamente lo apoyaban: la Iglesia, la Corona y los grandes industriales. Un paso en falso y todo podía desmoronarse.
¿Fue admirado por los italianos? Sin ninguna duda. ¿Fue amado? Seguro. “Contemplar ese rostro –escribió una joven de Padua que fue a escucharlo en 1938– es sentirse dispuesto a todo, a todo sacrificio, a todo combate”. Fue en realidad esta convergencia permanente hacia su persona lo que le dio al fascismo las características de un cesarismo totalitario, como lo definió el historiador italiano Emilio Gentile. La fuerza del sistema se basaba en las cualidades políticas de su líder. Pero esto fue también su debilidad, porque cuando arrestaron al Duce el 25 de julio de 1943, cuando desapareció el que era al mismo tiempo el capitán y el timón, la nave se hundió en un día.