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Un ascenso fulgurante

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A fines de 1919, el oficial le había encargado, en efecto, a su informante que se infiltrara en un grupúsculo ultranacionalista que escapaba a su control: el DAP, Deutsche Arbeiterpartei, el Partido de los Trabajadores Alemanes. Su líder, Anton Drexler, tenía opiniones similares a las de Hitler, pero padecía de una evidente falta de carisma. Y, además, al no haber sido soldado, se reducía su audiencia entre ex combatientes impacientes por vengar la humillación del Tratado de Versalles. Subyugado por su asistente, Drexler le dejó las riendas del movimiento. Y en febrero de 1920, bajo la influencia de Hitler, el DAP cambió de nombre para convertirse en el NSDAP (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei: Partido Nacionalsocialista de Trabajadores Alemanes). La excepcional elocuencia del austríaco hizo el resto y, en abril de 1921, este excluyó a Drexler y se convirtió en Führer (“guía”) de la nueva formación. El nazismo se identificó de inmediato con un culto absoluto a la personalidad. A partir de ese momento, centenares y pronto miles de bávaros acudieron a sus reuniones. Rápidamente, su público se extendió a la burguesía y también a los medios financieros. Entre estos, dos hombres desempeñaron un papel decisivo: el germano-norteamericano Ernst Hanfstaengl, que le entregó los fondos necesarios para imprimir su diario, el Völkischer Beobachter (El Observador del Pueblo), y lo puso en relación con los periodistas más influyentes de la prensa anglosajona, y Hermann Goering, antiguo as de la escuadrilla von Richthofen y vinculado familiarmente con varios representantes de la industria pesada.

El 8 de noviembre de 1923, Hitler se creyó lo bastante fuerte como para intentar un putsch. Solo apuntó al gobierno regional de Baviera, pero estaba seguro de que su éxito le abriría de inmediato el camino a Berlín, basándose en el modelo de la marcha sobre Roma que había llevado a Mussolini al poder trece meses antes. Sobre todo, el jefe del NSDAP subvirtió al general Erich Ludendorff, ex número 2 del Gran Estado Mayor entre 1914 y 1918, que consiguió del general von Seeckt, su antiguo subordinado convertido en jefe de estado mayor de la Reichswehr, que esta se mantuviera con las armas listas. No contaban con la policía de Múnich, que seguía fiel al gobierno. El 9 de noviembre, en la Odeonplatz, la policía disparó contra los rebeldes. Saldo: dieciséis muertos y centenares de detenidos, entre ellos, Hitler y Ludendorff, mientras que Goering, gravemente herido, logró huir. Hitler fue condenado el 1º de abril de 1924 a cinco años de prisión, tras un juicio que lo hizo famoso en toda Alemania y por primera vez en Europa, pero solo permaneció trece meses en total detrás de las rejas. Alojado en condiciones excepcionales de confort en la prisión de Landsberg, aprovechó para escribir Mein Kampf, con la ayuda de su secretario Rudolf Hess. Y también para decidir que nunca más intentaría tomar el poder por la fuerza. Pero de este compromiso no hay que inferir “que estaba dispuesto a aceptar la legalidad como una barrera inviolable, sino solamente que estaba decidido a desarrollar la ilegalidad al amparo de la legalidad”, escribió Joachim Fest, uno de los principales biógrafos de Hitler.

Es conocida su marcha hacia el poder, que se hizo inevitable al estallar la crisis económica de 1929. Después de un período de calma, que correspondió al retorno de la prosperidad en Alemania,21 la aplanadora hitleriana se puso en marcha. En las elecciones legis­lativas de septiembre de 1930, el Partido Nazi llegó al 18,3% de los votos posibilitando la entrada de 107 diputados al Reichstag: esto lo convirtió, de hecho, en la segunda fuerza política de Alemania detrás de los socialdemócratas del SPD (24,5%) y delante del Partido Comunista (13%).

En 1931, el desempleo afectó a 5 millones de personas y Ale­mania, como en 1923, declaró que no estaba en condiciones de pagar las reparaciones impuestas por el Tratado de Versalles. ¿La opinión pública estaba madura para el gran salto? No del todo. Recientemente naturalizado alemán, Hitler, cuyo partido tenía ya más de 400.000 miembros, se presentó a la elección presidencial de marzo de 1932 contra el mariscal Paul von Hindenburg, de ochenta y cuatro años, que presidía Alemania desde 1925. Resultado: 13,4 millones de votos (36,8%) para Hitler en la segunda vuelta. Victorioso, pero imposibilitado de constituir una coalición, Hindenburg disolvió el Reichstag. En las legislativas del 31 de julio, el NSDAP se convirtió en el primer partido de Alemania, con el 37,2% de los votos y 230 escaños. No fue suficiente, sin embargo, para obtener la mayoría. Pero Hitler se negó a participar en un gobierno del que no sería el jefe. Privado de una coalición para gobernar, el mariscal volvió a disolver el Reichstag. En las elecciones del 6 de noviembre, los nazis perdieron 2 millones de votos, pero seguían siendo el primer partido del Reichstag. El 3 de diciembre de 1932, Hindenburg convocó al general Kurt von Schleicher para la Cancillería. Pero esta última maniobra fracasó como todas las demás. Porque para salir de ese punto muerto, Schleicher había reclamado plenos poderes. Como el presidente se los negó, el 28 de enero de 1933, presentó la renuncia. Y el 30 de enero, Hitler, de cuarenta y tres años, se convirtió en jefe del gobierno. Esa noche, las SA (Sturmabteilung) desfilaron con antorchas bajo las ventanas de la Cancillería: había nacido el Tercer Reich. El nuevo amo de Alemania le dijo a su amigo Goering, delante de varios testigos: “De aquí solo nos sacarán con los pies para adelante”. Cumplió su promesa.

El siglo de los dictadores

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