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El “Padre de los pueblos”
ОглавлениеEn los años de posguerra, Stalin, en la cúspide de su prestigio, acumuló las funciones de secretario general del Partido, presidente del Consejo de Ministros, mariscal, generalísimo y comandante en jefe de las fuerzas armadas. Durante esos años llegó a su apogeo el “culto a la personalidad”, especialmente en ocasión de su 70º cumpleaños, en diciembre de 1949. A pesar de las innumerables manifestaciones de idolatría y los conciertos de elogios a la gloria del “Padre de los pueblos”, el dictador se retraía cada vez más en un aislamiento receloso, eludía ceremonias y recepciones, solo conocía de la vida del país las imágenes embellecidas de los informes oficiales. Sus últimos años en el poder estuvieron marcados por un fuerte endurecimiento ideológico, después de la relativa liberalización y del relajamiento de los controles sobre la sociedad durante la guerra. A partir de 1946, se desarrolló una vasta ofensiva contra toda creación intelectual o artística que denotara presuntas influencias extranjeras, contra el “individualismo pequeñoburgués”, el “formalismo” y el “cosmopolitismo”. Muy pronto, la condena al “cosmopolitismo” tomó un giro cada vez más abiertamente antisemita: miles de judíos fueron arrestados o echados de su trabajo, sobre todo los que se desempeñaban en los medios de prensa, en la universidad o en la medicina. Aunque uno de los más próximos colaboradores de Stalin, que ingresó a fines de los años 30 al “primer círculo”, Andréi Zhdánov, aparecía como el principal responsable de ese endurecimiento ideológico, comúnmente llamado Zhdanovschina, en realidad fue Stalin quien dirigió esa campaña. Stalin impuso también, en contra de la opinión de los genetistas, las “teorías” de un charlatán, Lysenko, que llevó hasta la caricatura las concepciones deterministas, afirmando la impostura de las leyes de Mendel y proclamando la herencia de los caracteres adquiridos.
Detrás de la aparente unanimidad, el viejo dictador maniobraba hábilmente, reafirmando permanentemente su poder, arbitrando e instrumentalizando los conflictos latentes que se desarrollaban entre los herederos a su sucesión. Desde el final de la guerra, apartó de la vida pública y de toda actividad política a los principales jefes militares, que gozaban del prestigio de la victoria, y en especial al mariscal Zhúkov, el “vencedor de Berlín”, pues temía que le hiciera sombra. En 1948-1949, Stalin dirigió una gran operación de purga contra la dirección del Gosplan y del aparato del Partido Comunista de Leningrado. El “Asunto de Leningrado” les costó la vida a centenares de cuadros del Partido, acusados de “complotar con los titistas para derrocar al poder soviético”.
Cada vez más desconfiado, Stalin acusó públicamente, en el XIX Congreso del Partido que se reunió en octubre de 1952 (trece años y medio después del XVIII), a sus más cercanos colaboradores, Mólotov, Mikoyán y Voroshílov, de “desviacionismo derechista” y de “sumisión servil a los Estados Unidos”. En ese clima deletéreo de final de reinado, estalló, en enero de 1953, el caso del Complot de los Médicos. Acusaron a un grupo de médicos judíos del Kremlin de intentar envenenar a dirigentes soviéticos. Como en el momento del Gran Terror de 1936-1938, se organizaron miles de mítines para exigir el castigo de los culpables y el regreso de una verdadera “vigilancia bolchevique”. Ese complot marcó, al mismo tiempo, el coronamiento de la campaña “anticosmopolita” iniciada cuatro años antes y el probable esbozo de una nueva purga general, que solo su muerte permitiría evitar. A estas dos dimensiones se añadió una tercera: la lucha entre las diferentes facciones de los ministerios del Interior y de Seguridad de Estado, sometidos a constantes reformas por Stalin, que siempre consideró a la policía política como el recurso absoluto, el único cuerpo del Estado-Partido realmente seguro para apoyar su poder personal. Como lo muestran sus anotaciones de las actas de los “médicos asesinos”, el tirano siguió muy de cerca, hasta su último día de actividad, el 28 de febrero de 1953, antes de ser abatido por un ataque cerebral, ese asunto que revelaba su creciente paranoia.
Apenas algunos meses después de su fallecimiento, el nombre de Stalin desapareció casi completamente de la prensa soviética. En febrero de 1956, en su “Informe Secreto”, Nikita Jruschov, uno de los más fieles estalinistas, denunció el “culto a la personalidad” de su antiguo jefe, sus múltiples “errores”, “excesos” y “abusos”, destruyendo el ícono del “Padre de los pueblos” para salvaguardar –por algunas décadas más– la imagen del Partido. En la Rusia de hoy, el comunismo ha sido arrojado “al desván de la Historia”. Paradójicamente, Stalin sigue siendo popular y se le erigen nuevas estatuas. Para la generación poscomunista, él no es ni el secretario general del Partido, ni el que ordenó los crímenes de masas del Gran Terror, ni el responsable de las grandes hambrunas de principios de los años 30. En la memoria colectiva, permanece como el vencedor de Stalingrado, el hombre que hizo ingresar a Rusia a cierta modernidad, que supo preservar el Imperio y llevar a su punto máximo el poderío y el prestigio internacional de su país.