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1 Lenin, el profeta del totalitarismo Stéphane Courtois

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En aquel frío enero de 1886, en la pequeña ciudad de Simbirsk, situada sobre el Volga y perdida en el fondo de la inmensidad rusa, a 1500 kilómetros de la capital San Petersburgo, una procesión se dirigía hacia la catedral ortodoxa. Los notables y jóvenes maestros acompañaban los restos de Iliá Uliánov, inspector regional de escuelas, ennoblecido por el zar, que había fallecido a los cincuenta y tres años de un ataque cerebral, delante de su esposa y de sus hi­jos aterrados. Como lo dictaba la costumbre, y en ausencia de los hermanos mayores que estudiaban en la capital, llevaba el ataúd Vladímir Ilich, un adolescente de quince años y medio que, detrás de la máscara impasible forjada por una educación estricta, estaba totalmente conmocionado.

La familia, muy afectada, debió vivir de una pequeña pensión y subalquilar algunas habitaciones de su gran vivienda. Y Vladímir –Volodia para los íntimos– tuvo que desempeñar el papel de jefe de familia mientras completaba su escolaridad, en la que siem­pre obtuvo la “medalla de oro”. De pronto, otro trueno sacudió ese cielo ya agitado: su hermano mayor Alexander fue arrestado por la Ojrana, la policía secreta zarista. Inspirado por los revolucionarios terroristas de la Naródnaya Volia [Voluntad del Pueblo], que habían asesinado en 1881 al zar Alejandro II, el joven estaba preparando un atentado contra Alejandro III. Su madre, desesperada, intentó salvarlo por todos los medios. Pero fue en vano. El orgulloso estudiante de química reivindicó la preparación de las bombas y, tras ser conde­nado, se negó a pedir gracia. Lo colgaron el 8 de mayo de 1887.

Volodia, que había nacido el 10 de abril de 1870, acababa de perder en condiciones trágicas a la figura tutelar de su padre y a la figura idolatrada de su hermano. Dieciocho meses atrás, la familia Uliánov estaba en pleno ascenso social y tenía un futuro brillante. Ahora, acusada de regicidio, quedó marginada de la buena sociedad y todo su mundo se derrumbó. Volodia nunca se recuperaría de ese doble duelo y su profundo trauma tendría consecuencias mundiales. Formidable ejemplo del efecto mariposa: por el doble aleteo de Simbirsk, el 7 de noviembre de 1917, ese mismo Volodia, ya bajo el nombre de Lenin, tomaría el poder en Rusia e instauraría allí la primera dictadura comunista y el primer régimen totalitario de la historia. Un itinerario fulgurante, que convirtió a la Unión Soviética después de 1945 en una superpotencia junto a los Estados Unidos. En 1989-1991 todo eso se derrumbaría como un castillo de naipes. Ese terremoto geopolítico arrastró en su caída a todo el sistema comunista mundial, legándole al siglo XXI la memoria de una inmensa tragedia.

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