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Dictador, pero poco a poco

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Digámoslo enseguida: Mussolini no aspiraba simplemente a agre­gar su nombre a la ya larga lista de los presidentes del Consejo. Había conquistado el poder sin escrúpulos y no tenía la menor intención de entregarlo. Su advenimiento constituiría una ruptura en la historia de Italia y su alianza con las fuerzas conservadoras era puramente coyuntural. Pero conocía demasiado bien la realidad de las relaciones de fuerza como para cometer el error de precipitar las cosas. Le llevó cuatro años establecer una dictadura personal, que no carecía de límites, como veremos más adelante. Al principio, trató de institucionalizar su movimiento faccioso, pero –este matiz es fundamental– no para fusionarlo con el Estado, sino para darle un carácter fascista al Estado desde el interior. Las fuerzas escuadristas se integraron a una milicia voluntaria para la seguridad nacional, y luego, se modificó la ley electoral para favorecer al PNF, lo que posibilitó su amplia victoria en las elecciones de mayo de 1924. La revolución avanzaba poco a poco.

Pero seguía existiendo una oposición, algo que muchos fascistas tendían a olvidar, y que no permanecía inactiva: comunistas, socialistas, católicos del Partido Popular Italiano. La violencia estaba lejos de haber desaparecido y se producían riñas entre militantes de bandos diferentes. Se cruzó la línea roja en junio de 1924, cuando secuestraron al diputado socialista Giacomo Matteotti en pleno centro de Roma y su cadáver fue encontrado en estado de descomposición en agosto, en la campiña romana. La investigación llegó rápidamente hasta el ministerio del Interior, donde reinaba una policía paralela, que llevaba el triste nombre de Checa.5 Ese Ministerio estaba a cargo de… ¡Mussolini! La oposición protestó, acusando al poder de tener las manos manchadas con la sangre de un diputado, mientras su jefe aseguraba que habían tirado un cadáver para inculparlo. Una gran parte de los diputados decidió incluso no sesionar más en el Parlamento, paralizando así el funcionamiento del Estado (por eso se le dio el nombre de Aventino a esta estrategia, en referencia a la colina a la que se retiraron los jefes de la plebe romana). La fuerza de los ataques provocó en Mussolini una de sus crisis de depresión recurrentes que lo hicieron vacilar. ¿Terminaría allí la experiencia fascista?

Para los ras más intransigentes, eso era inconcebible. Muchos de ellos, por ejemplo, Roberto Farinacci, lograron hacer resurgir la determinación de su jefe, que recobró todo su brío y su violencia. Además, la falta de reacción del soberano, que se negó a despedirlo sin un voto de la Asamblea –que en ese momento era imposible por la secesión del Aventino–, jugó a su favor: le permitió pasar a la ofensiva contra sus enemigos. El 3 de enero de 1925, Mussolini subió a la tribuna de la Asamblea y pronunció un discurso estridente. Su voz resonó en el hemiciclo paralizado para asumir la responsabilidad de los acontecimientos y anunciar que se tomarían medidas enérgicas, que se garantizaría el orden y que el fascismo estaba muy vivo. Restituido en el poder por los duros del régimen, Mussolini reafirmó su papel de guía de la revolución fascista.

A partir de ese momento, los hechos se encadenaron. Entre 1925 y 1926, una gran cantidad de leyes o decretos llamados leyes, muy fascistas, instalaron una dictadura plena, cuya pieza central era el Duce:6 supresión de los partidos políticos y de la libertad de prensa; prohibición de la masonería, supresión de la responsabilidad del presidente del Consejo ante la Cámara, creación de un tribunal especial para la defensa del Estado. Al mismo tiempo, el poder instaló los instrumentos para el establecimiento de su proyecto totalitario de reforma del alma y del cuerpo de los italianos: el Dopolavoro, que se encargaba del tiempo libre, los Balilla y Avanguardisti, que acogían a niños y adolescentes para introducir en sus jóvenes cerebros los dogmas del régimen. Se lanzó una lucha implacable contra todas las “desviaciones”, sociales o sexuales, que provocó la deportación a regiones hostiles –el confino– de homosexuales, marginales y opositores.

El siglo de los dictadores

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