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Amado Señor:

Vos me hacés preguntas y yo te respondo, pero tengo que confesarte que no creo que existas. Y si vos, que me sostenés, no existís, eso significa que yo podría caerme cuando te hablo a vos. Y si yo sólo dejo de buscar el equilibrio cuando te hablo a vos y vos no existís, tengo que entender que cuando te hablo a vos es cuando yo me caigo. Pero caigo de tal manera que siento que me sostenés. Porque es una caída profunda, sin fondo, y caer así es como ser sostenido por el aire. Y cuando dejo de caer parece que estoy en el mismo lugar de antes, porque no golpeo contra nada, pero sin embargo estoy en otro lugar. Busco la tensión para explotar hacia otro lugar; si no exploto hacia otro lugar la tensión me produce agotamiento e inmovilidad. Por eso cuando te hablo a vos me permito tensar más de un lado que del otro para crear el desequilibrio, o tensar todo en exceso para explotar, y de una u otra forma aparecer en otro lado, en una nueva tensión. Cada nueva tensión me genera ansiedad, porque me lleva tiempo entenderla. Cuando la entiendo, me equilibro y puedo hablarte de nuevo y desequilibrarme de nuevo y caer y pasar a otro lado que no entiendo. Por eso ahora no quiero tratar de decir nada interesante ni profundo, no quiero entretenerte, no quiero poner información sobre cosas, no quiero encantarte con narraciones: sólo quiero hablarte y que me escuches como si fuera música, una música pobre y radiante. Si hay riqueza, que sea un accidente provocado por vos.

Amado Señor

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