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Amado Señor:

Cuando te hablo y todo queda escrito, a veces otros leen lo que te dije, y eso me llena de orgullo y vergüenza. Orgullo por haberte hablado y que me hayas escuchado, por haberme desequilibrado y perdido y reencontrado y que otros puedan verlo, y vergüenza por lo mismo: por haberte hablado y que me hayas escuchado, por haberme desequilibrado y perdido y reencontrado y que otros puedan verlo. Pero esta vez te estoy hablando de una manera nueva, y aunque siempre trato de hablarte de maneras nuevas porque si no siento que no me escuchás, ahora te estoy hablando directamente, y eso nunca lo había hecho. Estoy respondiendo tus preguntas. “¿Qué estás haciendo?”, me decís. Y yo te digo: te estoy hablando a vos. Y vos volvés a preguntar: “¿De qué manera?”. Y yo te digo: directamente, de una manera directa. Y como no volvés a preguntar no sé si es que la respuesta te satisfizo o que ves que hay una trampa. Creo que la segunda opción es la verdadera: ves que hay una trampa. Porque vos me preguntás qué estoy haciendo y yo, al responderte, te digo que lo que estoy haciendo es responderte, aunque no te respondo: te hablo. Pero ¿no es esa la única manera de responderte? Hago una trampa para responderte, porque si no me resultaría imposible. Y vos, que sabés esto, me hacés preguntas para que yo… ¿haga una trampa? Hay algo mal en lo que digo y no sé qué es. Lo que sí sé es que no quiero contarte cosas interesantes ni tratar de tener buenas ideas ni divertirte: quiero que lo que te digo sea como música pobre y radiante que va fluyendo sin contenido y que vos no esperes nada, que escuches sin ambición y sin conmoverte, y que todo eso me pase a mí también al hablarte, y que a pesar de eso vos te conmuevas y yo me conmueva al sentirte conmovido.

Amado Señor

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