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Amado Señor:

No sé qué hago, ni quién ni qué soy, ni por qué hago lo que hago y no otra cosa. Al mismo tiempo, no podría ni querría hacer otra cosa ni ser otra cosa. Y, al mismo tiempo, cada vez que te hablo soy otra cosa. Que no sé qué es. Y no sé qué hago más allá de lo preciso: te hablo. Al hablarte me desequilibro y caigo en un pozo sin fondo y me convierto en otra cosa que no sé qué es. Y al tratar de entender esa cosa nueva que soy vuelvo a hablarte y vuelvo a caer y vuelvo a convertirme en otra cosa que no sé qué es. Vos me creás a mí porque yo te creo; si yo no te creara, vos tampoco me crearías. ¿Y qué sería? Sería el mismo pero sin hablarte a vos, es decir que no sería el mismo sino otro; todo esto escrito no existiría, existiría otra cosa. Pero no hay un lugar de ausencia para esa otra cosa que existiría si no existiera esto. Es como si uno dijera que da todo igual, porque finalmente habrá una cosa. Pero no da igual. Uno podría, por ejemplo, engendrar un hijo en cualquier momento con cualquier persona; pero finalmente lo engendra en un momento preciso con una persona precisa. El hijo que de ahí sale es único y es el que uno hizo, y no es el mismo que cualquier otro de todos los que pudieron haber existido –y aunque cualquiera de ellos habría sido único, eso no tiene importancia, porque no existen–. Así que esto escrito que aparece porque yo te hablo y te creo –o este texto creado porque vos me estás escuchando– es único, y es mi deseo y es lo que yo quería hacer, porque es lo que hice y lo que es. No quiero otra cosa que hablarte a vos. Quiero crearte mientras te hablo, verte aparecer, aunque es cierto que no terminás de aparecer y que el que más aparece soy yo. ¿Debería darte más lugar? De alguna manera sé que no querrías; lo sé porque te creé, pero también porque cuando yo te hablo vos me hablás desde el fondo más profundo de mi cerebro o de mi corazón y creás mis deseos y ambiciones.