Читать книгу El Cristo del camino - Patricia Adrianzén de Vergara - Страница 12

Capítulo 5 ADIÓS AL HOGAR

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Jamás olvidaría el día que Jesús salió de casa. Él no le dijo que ya no volvería, pero ella lo sabía bien. Emprendería un largo recorrido por el mundo llevando su mensaje de amor, el amor que había sabido prodigar a su familia durante los años que tuvieron el privilegio de tenerlo en el hogar. Jesús, su primogénito, su hijo… El día anterior había lavado dos túnicas que habían sido de su padre, para ponerlas en su morral. Jesús no quería cargar un gran equipaje, había decidido viajar con lo que llevaba puesto. Pero ella insistió, aunque sea una túnica más y un manto adicional…

Jesús acarició su cabeza y le dio un beso en la frente:

—Madre…

María saboreó la voz del hijo, la ternura que el viento llevaría ahora por toda Galilea.

—Hijo, cuídate mucho. Prométeme que lo harás, descansarás para comer, buscarás una buena posada, evitarás las sendas solitarias.

Jesús sonrió.

—Madre, siempre madre —la abrazó fuertemente y le dijo un secreto al oído.

Sus hermanas[14] estaban en la puerta y comprobaron una vez más que Jesús siempre era capaz de arrancarle una sonrisa a María aun en los momentos más dramáticos como lo era esa despedida.

Después las abrazó a ellas, una por una.

—Sean buenas y cuiden de mamá.

Salomé le entregó unas tortas, Miriam le alcanzó el agua. Judas, Simón y José le aseguraron que lo buscarían de vez en cuando para mantenerlo informado de la familia. Jacobo, en cambio, se mantuvo algo distante, no terminaba de entender la terquedad de su hermano mayor de abandonar así el hogar.

Jesús miró una vez más su casa, Nazaret, ciudad situada en aquel valle alto, rodeada de montes de piedra caliza, tan pródiga en frutos y flores silvestres. Nazaret, ciudad fronteriza y pequeña que no creería en él justamente porque lo vio crecer. Los ojos de Jesús se posaron en las altas montañas que la rodeaban, en aquel panorama impresionante que muchas veces había sido su inspiración para alabar al Padre por su grandeza. Si la fe de sus conciudadanos fuera al menos como un grano de mostaza, podrían decir a aquel monte, sal de allí… pero en Nazaret no encontraría esa clase de fe.

María observaba detenidamente el rostro de su hijo. No quiso interrumpir sus pensamientos. Sin duda estaba reflexionando en algo muy serio pues su rostro expresaba cierta melancolía. De pronto evocó la imagen de su hijo a los doce años, cuando le dijo: “En los negocios de mi Padre me es necesario estar”.

Entonces cambió su perspectiva. Su dolor se transformó en gozo; después de todo para eso había venido a este mundo, nadie más podía cumplir esa misión. Una luz no se puede esconder debajo de un almud.[15]

Se acercó al hijo y antes de darle el beso pronunció su bendición.

—Ve con Dios. El Señor te bendiga y te guarde…[16]

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