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Capítulo 8 BUSCANDO NUEVOS AMIGOS [27]

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Los ojos de Jesús se posan en las pequeñas embarcaciones que se mecen al compás de las olas del mar de Galilea. Vistas desde donde él se encuentra semejan un cuadro hermoso, un paisaje marino que evoca la quietud y al mismo tiempo la fuerza y la braveza de las aguas. Pues, por estar situado en una hondonada entre las montañas que lo rodeaban, el mar estaba sujeto a repentinas y violentas tormentas. Pero aquella mañana las aguas se mecían apacibles. Capernaúm, ciudad marítima en la región de Zabulón y Neftalí, tal como había sido profetizado, empezaba a ver la luz.[28]

Pero Jesús está mirando más allá del hermoso paisaje, él siempre mira más allá de las circunstancias. Ahora sus ojos se detienen sobre dos personas a las que conoce bien, aunque estas todavía no lo sepan. Dos hermanos —Simón y Andrés— arrojan sus redes en el mar. Sus brazos corpulentos lanzan y jalan. Tienen la piel oscura y tosca por estar expuestos constantemente a los rayos solares. Sus rostros jóvenes están marcados por algunas grietas casi imperceptibles, que recuerdan noches de fatiga, días sin descanso, largas jornadas de trabajo. Pero Jesús sabe que pronto eso terminará. Les esperan kilómetros de recorrido a su lado, como pescadores de hombres.

La multitud se agolpa al reconocer a Jesús. Tienen sed de la Palabra. Él sonríe: tiene para darles una bebida mucho más dulce que las aguas del lago. Jesús busca un lugar desde donde predicar, un lugar donde todos puedan verlo, pues su voz es potente y se vuelve más potente aún cuando enseña las verdades del reino. Pero donde está, al mismo nivel que la gente, no todos pueden distinguirlo. Entonces se acerca a la barca de Simón y pide que le permita enseñar desde allí a la multitud. Simón accede, no entiende por qué le sería difícil negarle algo a ese hombre de mirada serena, y él también queda atrapado por su doctrina. Pero luego se sorprende más aun, cuando le ordena remar hacia adentro para volver a lanzar las redes.

—Maestro, toda la noche hemos estado trabajando y nada hemos pescado —Pedro estaba realmente frustrado. Como pescador una vez más había saboreado el sabor del fracaso. Sin embargo, no puede terminar la protesta, el rostro del Maestro sereno y sonriente lo lleva a pronunciar otras palabras—: Pero en tu palabra echaré la red.

Y la echa sobre las aguas, en obediencia, sin esperar ninguna sorpresa; la decepción de la larga jornada nocturna había calado en su ánimo. De pronto, siente que algo jala con fuerza hacia abajo. Es el peso de la red que ha desnivelado la posición de la barca. Pedro ríe y su risa contagia a Jesús quien ríe también. Andrés grita de alegría. Ambos hermanos arrastran con fuerza la red, se mojan, Jesús les ayuda, pero aun así no pueden, la enorme cantidad de peces empieza a romper la red. Entonces llaman a gritos a Jacobo y Juan, quienes se encuentran a unos metros de distancia:

—Vengan, ayúdenos, no podemos solos con tantos peces.

—Señor, tú sabías esto… —de pronto el rostro de Pedro se contrae, ha entendido algo. Solo el Señor del universo sería capaz de hacer subir los peces de día para que llenaran una red. Percibe que Jesús es una presencia santa y poderosa. Y que no es ajeno a las necesidades del ser humano. Entonces cae de rodillas.

—Señor, aléjate de mí porque soy un hombre pecador.

¿Alejarse? Jesús no quiere alejarse. ¡Si se ha aproximado a ellos para que sean sus amigos, para darle un sentido diferente a su existencia! Allí tienen la mejor pesca de su vida. Pero es tiempo de elegir.

—No temas, desde ahora serás pescador de hombres.

Parece una locura. ¡La pesca más extraordinaria de sus vidas, y la dejan a cargo de los ayudantes! Pues los cuatro: Pedro, Andrés, Jacobo y Juan, dejándolo todo, le siguieron.

El Cristo del camino

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