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2. Creencias religiosas de Pausanias
ОглавлениеQuizá donde más se revela la personalidad de Pausanias es en su curiosidad e interés por la religión. Su actitud religiosa se explica por ser un hombre de su tiempo y por estar lleno de romántica exaltación por la Antigüedad. Aparece como creyente partidario de la antigua religión griega en todas sus formas de manifestación. Esto ha llevado últimamente a J. Elsner 41 a verlo como un peregrino, pues su fuerza religiosa lo diferencia significativamente de los viajeros de intereses más generalmente anticuarios, llegando incluso a compararlo con los relatos más tempranos de peregrinos cristianos, como el de Egeria. Pausanias, al igual que Elio Arístides y tantos otros, guarda en su corazón una piedad profunda y sincera. Ella es la mejor salvaguarda contra el azar y maestra de la vida de los hombres. Tiene fe en lo divino, nunca pone en duda la existencia de los dioses, y alaba a los atenienses porque “son piadosos con los dioses más que otros… y es muy claro que los que tienen más piedad que otros, tienen una buena fortuna equivalente” (I 17, 1); y a los beocios de Tanagra porque “son los que tienen mejores prácticas entre los griegos en el culto a los dioses, pues sus casas están a un lado y a otro los santuarios, por encima de ellas, en un lugar puro y lejos de los hombres”.
Los dioses y los hombres pertenecen a esferas distintas y hay una barrera insuperable entre ellos: la mortalidad de los hombres. Así, cuando relata que Sémele fue sacada del Hades por Baco, dice: “pero yo estoy persuadido de que Sémele de ningún modo murió, pues era mujer de Zeus” (II 31, 2). El hombre no puede convertirse en dios ni después de su muerte ni en vida. Condena a los romanos y a sus emperadores deificados (VIII 2, 5): “Pero en mi tiempo, como la maldad ha crecido muchísimo y se ha extendido por toda la tierra y todas las ciudades, ya ningún hombre se ha convertido en dios, excepto en la adulación a los poderosos, y la venganza de los dioses está reservada para los injustos tarde y cuando se van de aquí”.
Los dioses llevan una vida feliz lejos de la humanidad, pero, eso sí, han intervenido e intervienen activamente en el curso de los acontecimientos, recompensando a los buenos (I 40, 2-3; X 32, 4) y, sobre todo, castigando a los malos (I 20, 7; I 33, 2; III 10, 3-5). Su cólera (mḗnima o también díkē theôn) , cuando reciben una ofensa, destruye a los culpables: “… (Filipo) violó continuamente los juramentos de los dioses, traicionó los pactos en todas las ocasiones y despreció la fidelidad más que ningún hombre. La cólera de los dioses no le llegó tarde, sino antes que todos los que conocemos (VIII 7, 5-6); “no escaparon a la cólera del dios ni Menófanes, ni el propio Mitrídates” (III 23, 5). En muchos casos el castigo es motivado por atentar contra la propiedad sagrada, como en el de Mitrídates y Menófanes, por su ataque a Delos, la isla sagrada de Apolo (III 23, 5). Pero el peor de los crímenes es el que se comete contra los suplicantes: fue la causa de la destrucción de la ciudad de Hélice (VII 24, 5-6), del terrible final del caudillo espartano Pausanias (III 17, 9) y del general romano Sila (I 20, 7). Además, “el hombre no tiene ningún camino para evitar el destino impuesto por la divinidad” (I 5, 4).
Siguiendo el camino emprendido por Píndaro y por Platón, a los dioses los despoja de toda maldad. Donde los dioses intervienen directamente en los destinos humanos, el autor no emplea nunca los nombres familiares de los dioses, sino tó theion o ho theós . Heer 42 ve aquí el henoteísmo de los estoicos y cree que estas expresiones se refieren a Zeus, por el que muestra una reverencia muy piadosa.
Entre los dioses asigna a Zeus el primer rango. Es el más grande de los dioses griegos y el árbitro de los destinos del mundo: “Es evidente para todos que el destino obedece sólo a él (Zeus), y que este dios regula las estaciones según es necesario” (I 40, 4). Zeus es el primer dios del Olimpo, del que los otros no son más que manifestaciones secundarias. Es el padre de los dioses y de los hombres, guardián de la Hélade, juez y consejero. Sólo él entre las divinidades del Olimpo es supremo y todopoderoso.
Deméter y Core, las divinidades de Eleusis, ejercen una gran fascinación sobre Pausanias. Él fue iniciado en los misterios eleusinos, y como tal guarda silencio sobre los ritos de los misterios: “Lo que está dentro del muro del santuario un sueño me prohibió describirlo, y es evidente que a los no iniciados no les es lícito ni siquiera conocer aquellas cosas que les está prohibido ver” (I 38, 7; cf. también I 14, 3; I 37, 4; V 10, 1; X 31, 11). Conoce los de Andania, y los considera los más dignos de estimación después de los de Eleusis (IV 33, 5), y otros ritos, como los ejecutados de noche en honor de Dioniso (II 37, 6).
Tiene también un interés especial por Asclepio, en consideración al brillo de sus santuarios de Asia Menor y de Epidauro en Grecia (II 11, 5-7; II 26, 8).
Apolo había perdido parte de su esplendor a los ojos de los griegos. Pausanias ve en él un poder subordinado a Zeus, cuyos designios cumple como dios oracular. Todos los comentaristas modernos se han dado cuenta de la prisa con la que el autor ha recorrido el santuario de Delfos, sólo una vez, sin volver sobre sus pasos 43 . Su relato del santuario está lleno de silencios. Esboza el pasado legendario del templo, la historia de los Juegos Píticos y la de la anfictionía, pero lo relativo al templo de Apolo, centro del santuario, es decepcionante. No ha penetrado en el ádyton , ni ha visto la tumba de Dioniso ni la estatua de Apolo. Es posible que tenga prisa por terminar su trabajo, tal vez la enfermedad o alguna otra ocupación le obligue a ir tan deprisa. Heer 44 se pregunta si es posible que haya un resentimiento político de Pausanias contra Delfos por haber tomado partido siempre en favor de los lacedemonios, o que prejuicios religiosos hayan motivado la insensibilidad del autor por el santuario. Para Pausanias, Apolo no es objeto de veneración. Su relación con Dioniso le echa para atrás.
Con respecto a los adivinos y profetas tiene una prudente reserva (X 5, 6), pero los oráculos le inspiran una gran consideración (I 34, 2-5; IX 8, 3). A los terribles ritos del oráculo de Trofonio se ha sometido él mismo (IX 39, 5-14). Y siente profundo respeto por la Tique, la divinidad más poderosa en lo que concierne a los asuntos humanos: “sé que la divinidad gusta de realizar siempre cosas nuevas y que de la misma manera la fortuna cambia todas las cosas fuertes y las débiles, las que empiezan y las que terminan, y que las conduce con imperiosa necesidad y como le parece” (VIII 33, 1-4).
En cuanto a los sacrificios a los dioses, es un espectador atento, los describe con seriedad, pero reconoce su ignorancia en la materia, no los comprende y guarda silencio sobre los sacrificios humanos (VIII 38, 7). Los tiempos han cambiado y, a los ojos de Pausanias y sus contemporáneos, los ritos se han vaciado de lo que había sido su esencia, pero nunca se le escapa una palabra de crítica, excepción hecha de los sacrificios humanos en el Liceo, frente a todos estos ritos tan particulares, actos de culto y prescripciones. A lo largo de toda su obra nos transmite información sobre una serie de ritos que sin duda estaban vivos en su época.
Aunque acepta el conjunto de la religión de su país –en este sentido es un tradicionalista–, Pausanias no es insensible a las contradicciones, a las inverosimilitudes que presentan numerosos mitos y tradiciones griegas, y es incrédulo con respecto a un gran número de leyendas corrientes (como lo manifiesta en II 17, 4 al hablar de la transformación de Zeus en cuco). Hay un pasaje, VII 23, 7-8, especialmente discutido, en el que Pausanias manifiesta abiertamente su propia opinión. Es aquel en el que cuenta su conversación con un hombre de Sidón, que le dice que los fenicios tenían concepciones más elevadas sobre los dioses que los griegos, identificando a Apolo con Helio como padre de Asclepio. Él le contesta que en Titane la misma imagen es llamada Higiea y Asclepio, y ello porque el curso del sol sobre la tierra es la fuente de la riqueza para los hombres. Frazer 45 piensa que es la actitud de un creyente libre de toda traba espiritual que ha vislumbrado por un momento que los dioses no existían. Para Gurlitt 46 es una manifestación de la arrogancia griega que no acepta tener que aprender algo de otros pueblos. Heer, al igual que Robert 47 , piensa que el Periegeta se revela aquí como un adepto de la doctrina estoica, como sin duda lo eran sus compatriotas de Asia Menor Dión Crisóstomo y Estrabón. La interpretación que proporciona el estoicismo le facilita la tarea de salvaguardar el honor de los dioses y poner al abrigo de la crítica al pueblo que desde tiempo inmemorial ha rendido a estas divinidades un culto fiel.
Otro pasaje discutido es el VIII 8, 3, en el que cuenta la historia de Crono y de Rea, de cómo Crono se comía a sus hijos según iban naciendo. Él, según nos dice, al comenzar su obra no tomaba en serio estos mitos, pero al llegar a Arcadia se le ocurrió que los tenidos por sabios hablaban antaño no directamente, sino por enigmas, y que esta historia acerca de Crono es un fragmento de filosofía griega, a pesar de lo cual seguirá exponiendo la tradición. Frazer 48 lo interpreta como un cambio de actitud, como la pérdida de su escepticismo de juventud y su conversión en piadoso. Heer 49 , por el contrario, cree que es su familiaridad con el espíritu jonio lo que le ha llevado a la conclusión de que los mitos no son más que símbolos de un misterio. En realidad, como ha observado Habicht 50 , ambos pasajes concuerdan con la concepción de su época de que los dioses son seres divinos con naturalezas inespecíficas, más allá de la comprensión humana, no con personalidades distintas y rasgos antropomórficos. También él piensa que ha sido influido por doctrinas estoicas y que, aunque sigue la tradición, no la entiende literalmente como verdad. La filosofía estoica conserva en lo posible los dioses tradicionales mediante el método de la alegoría, que es en definitiva una racionalización de la religión tradicional. Y en Pausanias se da, evidentemente, la racionalización de los mitos y de las leyendas, y, consecuentemente, una concepción más filosófica y profunda de la divinidad.
En cuanto a su carácter, se ha dicho que es un hombre modesto, discreto, serio, sensible ante las vicisitudes humanas, un pesimista, que no se hace ilusiones sobre el hombre: “Pero no todo se cumple para el hombre según su voluntad” (II 8, 6); “que un hombre esté siempre fuera de los infortunios o que una nave tenga siempre un viento favorable no es posible que podamos encontrarlo” (VIII 24, 14).
Además, es evidentemente un hombre culto, con una sólida educación, como se deduce de las citas que hace de escritores, con una memoria excelente y una gran capacidad de síntesis, con cierto espíritu crítico, honesto, escrupuloso, pero no un pensador profundo ni un espíritu brillante, sin originalidad ni creatividad, pero tampoco las necesitaba para el tema que se propuso y llevó a cabo con honestidad y exactitud: conservar para la posteridad la herencia del pasado, haciendo buen uso de los medios de que disponía. Ha consagrado su esfuerzo al mantenimiento de la grandeza helénica, la tradición, la cultura. Quería reunir los elementos de la tradición que definieron a lo largo de siglos el alma de Grecia, quería asegurar la permanencia de ese mundo de valores, de ese modo de vida que los emperadores del s. II han puesto artificialmente en honor y que siente que está amenazado y de hecho va tan dolorosamente a faltar. Para los arqueólogos, los historiadores del arte y los estudiosos de la religión, su trabajo es de indescriptible valor. Dice Frazer 51 ; “Sin él las ruinas de Grecia serían en su mayor parte un laberinto sin llave, un enigma sin respuesta. Su libro proporciona la llave para el laberinto, la respuesta a muchos enigmas. Será leído y estudiado tanto tiempo como la antigua Grecia continúe atrayendo la atención y despertando el interés de los hombres”.
De ahí que no merezca todas las críticas y calumnias que ha recibido, si bien es verdad que también son muchos ya los que han reivindicado su mérito y buen hacer.