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El comisario Jensen vivía en un barrio relativamente cercano, un suburbio del sur al que podía llegar en coche en menos de una hora.

En el centro de la ciudad las calles estaban bastante animadas, los bares y los cines aún permanecían abiertos y había bastante gente paseando por las aceras frente a una hilera de escaparates iluminados. Sus rostros parecían blancos y tensos, como atormentados por la corrosiva luz fría de las farolas y de los letreros publicitarios. Aquí y allá se veían grupos de jóvenes ociosos, reunidos alrededor de puestos de palomitas o delante de las tiendas. En general estaban tranquilos y apenas parecían hablar entre ellos. Algunos miraron con indiferencia el coche de policía.

La delincuencia juvenil, que en otros tiempos se había considerado un grave problema, había disminuido de forma sostenida durante la última década y ahora estaba prácticamente extinguida. En general, se cometían menos delitos que antes; lo único que realmente aumentaba era el consumo excesivo de alcohol. Jensen observó a policías uniformados trabajando en varios lugares del centro comercial. Sus porras blancas centelleaban bajo la luz de los neones cuando metían a los arrestados en los furgones.

Condujo por el túnel cercano al Ministerio del Interior y al cabo de ocho kilómetros entró en una zona industrial desierta, cruzó un puente y continuó a lo largo de la autopista hacia el sur.

Estaba cansado y le dolía el lado derecho del diafragma de forma intensa y persistente.

El suburbio en el que vivía lo formaban treinta y seis bloques de ocho pisos, erigidos en cuatro filas paralelas. Entre las filas había aparcamientos, zonas verdes y casetas de juegos de plástico transparente para los niños.

Jensen se detuvo ante el séptimo bloque de la tercera fila, apagó el motor del coche y salió a la fría noche estrellada. Pese a que el reloj solo marcaba las once y cinco de la noche, las luces de las casas estaban apagadas. Introdujo una moneda en el parquímetro, giró la manilla de la aguja roja de las horas y subió a su apartamento.

Encendió la luz y se quitó las prendas de abrigo, los zapatos, la corbata y la chaqueta. Se desabrochó la camisa y siguió hacia el interior del apartamento, echó una mirada al impersonal mobiliario, el enorme aparato de televisión y las fotos de la academia de policía que colgaban de la pared.

Luego bajó las persianas de las ventanas, se quitó los pantalones y apagó la luz. Fue a la cocina y sacó una botella de la nevera.

El comisario Jensen cogió un vaso, dobló la colcha y la sábana y se sentó en la cama.

Se quedó sentado, bebiendo a oscuras.

Cuando el dolor de diafragma hubo desaparecido dejó el vaso en la mesilla de noche y se acostó.

Se quedó dormido casi de inmediato.

Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero

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