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Mientras el comisario Jensen esperaba a que volviera el encargado de la imprenta, observó la actividad que había al otro lado a través de las paredes acristaladas de la oficina, donde el personal, cubierto con trajes protectores de color gris, se movía de un lado a otro tras largos mostradores. Al fondo se oía el estruendo de las linotipias y las imprentas.

Pruebas de imprenta, todavía frescas, colgaban de ganchos de acero a lo largo de una de las paredes de la oficina. Los textos, impresos en negrita de gran tamaño, encomiaban las publicaciones de la editorial. Uno de ellos anunciaba la salida, esa semana, de una revista con un póster a toda página que exhibía a tamaño natural a una estrella de televisión de dieciséis años. El anexo venía en una «espectacular impresión a todo color y de singular belleza». Urgía al público a comprarla antes de que se agotara la tirada.

—Nos encargamos de parte de la publicidad de la editorial —dijo el encargado de la imprenta—. Aquello son anuncios de revistas. Cosas elegantes, aunque caras. Uno de esos cuesta cinco veces lo que usted o yo ganamos al año.

El comisario Jensen no dijo nada.

—Pero, claro, eso no tiene importancia para quien es propietario de todo, tanto de las revistas como de los diarios, de las imprentas y del papel que ellos imprimen —explicó el encargado.

—Todo muy elegante, sin lugar a dudas —dijo el impresor.

El hombre se dio media vuelta y se llevó una pastilla a la boca.

—Tiene usted toda la razón —dijo—. Hicimos dos encargos con ese papel. Hace alrededor de un año. De una elegancia igualmente extraordinaria. Ediciones limitadas. Solo unos miles de ejemplares de cada uno. Una era papel de carta para el jefe, y la otra, una especie de diploma.

—¿Para la editorial?

—Sí, claro. Tiene que haber ejemplares de pruebas por aquí. Puede echarles un vistazo.

Buscó entre sus carpetas.

—Ah, aquí están. Mire.

El papel para las cartas del jefe era de un formato bastante pequeño y su elegante diseño, con un discreto membrete gris en la esquina superior derecha, parecía destinado a dar testimonio de un gusto sencillo y sobrio. El comisario Jensen vio enseguida que el papel era bastante más pequeño que el de la carta anónima, pero no obstante lo midió. Luego sacó el informe del laboratorio y comparó las medidas. Los números no cuadraban.

La otra prueba correspondía a un folleto casi cuadriculado. Las dos primeras páginas estaban en blanco, en la tercera figuraba un texto impreso en recargados caracteres góticos dorados. Decía así:

POR LOS AÑOS DEDICADOS AL SERVICIO DE LA CULTURA Y EL CONSENSO LE EXPRESAMOS NUESTRO PROFUNDO Y RECONOCIDO AGRADECIMIENTO.

—Elegante, ¿verdad?

—¿Para qué se diseñó?

—No lo sé. Es una especie de diploma. Alguien lo firmará. Después lo repartirán. Debe ser para eso.

El comisario Jensen cogió la regla y midió la portada del folleto. Sacó la nota del bolsillo y comparó las medidas. Cuadraban.

—¿Tiene este tipo de papel en el almacén?

—No, se trata de un papel especial. Muy caro, por cierto. Y lo que sobró después de imprimirlo debió de ser destruido hace ya mucho tiempo.

—Me llevo este conmigo.

—Es el único ejemplar que tenemos en el archivo —dijo el encargado.

—Ya —respondió el comisario Jensen.

El encargado de la imprenta era un hombre de unos sesenta años con el rostro aborregado y la mirada melancólica. Olía a aguardiente, tinta y pastillas para la garganta. No dijo nada más, ni siquiera adiós.

El comisario Jensen enrolló el diploma y se fue.

Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero

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