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—No —dijo el técnico del laboratorio—, no es el mismo papel. Tampoco el mismo formato. Pero...

—¿Pero?

—No hay mucha diferencia de calidad. La estructura es similar. Además es único.

—¿Y?

—Podría ser que ambos papeles hubieran sido elaborados por la misma fábrica.

—Bien.

—Ya lo estamos investigando. En cualquier caso es una posibilidad.

El técnico pareció dudar. Al cabo de un momento dijo:

—¿Tiene alguna relación con el caso la persona que ha escrito las frases?

—¿Por qué lo pregunta?

—Las vio un forense del instituto psiquiátrico que estuvo aquí. Llegó a la conclusión de que la persona que ha escrito el texto padece dislexia. Estaba convencido de ello.

—¿Quién permitió a ese psiquiatra examinar las pruebas del caso?

—Yo. Casualmente lo conocía. Estaba aquí de paso.

—Voy a denunciarlo por mala conducta.

El comisario Jensen colgó el teléfono.

«Muy categórico», pensó para sí.

—Bastante singular —dijo.

Fue al servicio, llenó un vaso de agua y vertió tres cucharaditas de bicarbonato; lo removió con el lápiz y se lo bebió.

Sacó la llave. Era plana y alargada y el complicado paletón tenía una forma extraña. Sopesó la llave en la mano y echó una ojeada al reloj.

Marcaba las tres y veinte, y aún era miércoles.

Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero

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