Читать книгу Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero - Per Wahloo - Страница 14

8

Оглавление

—Quiero un informe todas las mañanas antes de las nueve. Por escrito. Todo lo que considere relevante.

El jefe de los agentes de paisano asintió y se fue.

Era miércoles y pasaban dos minutos de las nueve. El comisario se dirigió a la ventana y vio a los hombres embozados en impermeables ocupándose de sus mangueras y cubos de desinfectante.

Volvió a la mesa, se sentó y leyó los informes atentamente. Dos de ellos eran muy breves.

El agente destacado en correos:

La carta fue enviada desde una de las barriadas del oeste, ni antes de las 21:00 h del domingo, ni después de las 10:00 h del lunes.

El laboratorio:

Análisis del papel llevado a cabo. Papel blanco de alta calidad, exento de fibras. Localidad de fabricación aún desconocida. Tipo de encolado: pegamento corriente de oficina, película disuelta en acetona. Fabricación: indefinida.

El psicólogo:

La persona que ha redactado la carta tiene probablemente un notable carácter rígido o una naturaleza reprimida, acaso con ideas fijas. Bajo ninguna circunstancia se trataría de una persona flexible. En cualquier caso puede aseverarse que el sujeto en cuestión es esmerado, al límite de la meticulosidad o el perfeccionismo, y además está acostumbrado a expresarse, bien de forma oral o por escrito, probablemente lo segundo, y seguramente desde hace mucho tiempo. Ha puesto sumo cuidado en el diseño mismo de la carta, tanto técnicamente como desde el punto de vista formal y de contenido, como muestran la elección del tipo de letra (todas las letras del mismo tamaño) y la disposición regular de las líneas. Evidencian rigidez y sometimiento mental, como suele ser habitual. Ciertos detalles en la elección de las palabras pueden quizá apuntar a que el redactor es un hombre, seguramente no muy joven, un tanto solitario. Ninguna de estas observaciones está lo suficientemente fundamentada como para ser considerada definitiva, aunque pueden ser, eventualmente, orientativas.

El dictamen estaba escrito a máquina, de forma desigual y descuidada, con muchos errores y tachaduras.

El comisario Jensen colocó con esmero los tres informes en la perforadora, agujereó los márgenes y metió los folios en el archivador verde que tenía a la izquierda de la mesa.

Luego se levantó, cogió el abrigo y el sombrero, y abandonó el despacho.

Aún hacía buen tiempo. El sol brillaba radiante y luminoso aunque apenas calentaba; el cielo era de un azul gélido y la atmósfera clara y despejada a pesar de los humos del tráfico. Por las aceras andaba gente que había aparcado momentáneamente su coche. Como de costumbre, iban bien vestidos y se parecían entre ellos. Se movían deprisa y de forma nerviosa, como si echaran de menos sus vehículos. Una vez dentro, se reforzaba su sentimiento de identidad. Las diferencias en el color, modelo, carrocería y potencia de los coches otorgaban a los propietarios sus señas de identidad. Más aún, establecía una categorización: individuos con coches idénticos obtenían de forma inconsciente una sensación de pertenencia a un grupo de iguales más fácil de controlar que la sociedad bajo el Consenso en general.

Eso era lo que Jensen había leído en un estudio del Ministerio de Asuntos Sociales. Lo habían llevado a cabo un grupo de psicólogos y había circulado entre los altos mandos de la policía. Después había sido declarado confidencial.

Cuando se encontraba en el lado sur de la plaza, frente al monumento al trabajo, vio por el retrovisor un coche oficial exactamente igual al suyo. Estaba casi seguro de que pertenecía a un comisario de uno de los distritos vecinos, probablemente el quince o el diecisiete.

Mientras conducía hacia el edificio escuchaba distraído el receptor de onda corta que a intervalos regulares emitía breves mensajes crípticos a los furgones y coches patrulla desde el centro de radiocomunicaciones. Sabía que los corresponsales de la prensa de sucesos tenían permiso para escuchar esos mensajes de radio. Sin embargo, aparte de los accidentes de tráfico, casi nunca ocurría nada sensacional o digno de interés.

Subió la rampa y aparcó en el hueco que había entre los coches negros de los jefes y el coche blanco del responsable de publicaciones.

Enseguida se le acercó un guardia con uniforme blanco y gorra roja de visera. El comisario Jensen le enseñó la placa y entró en el edificio.

El ascensor se detuvo automáticamente en la planta dieciocho, sin parar en ninguna otra, pero Jensen tuvo que esperar cerca de veinte minutos antes de que le hicieran pasar al despacho. Mató el tiempo estudiando las maquetas de los dos buques bautizados con los nombres del primer ministro y de su majestad el rey.

Una secretaria ataviada con un traje verde y de mirada apagada le indicó que pasara. El despacho era prácticamente idéntico al que había visitado dos días antes, salvo porque los trofeos de la vitrina eran más pequeños y la vista a través de la ventana era otra.

El editor jefe dejó de limarse las uñas un momento y le invitó a tomar asiento.

—¿Ya han resuelto el asunto?

—No, por desgracia.

—En el caso de que necesite ayuda o información complementaria se me ha pedido ofrecerle todo tipo de asistencia posible. Quedo pues a su disposición.

Jensen asintió.

—Aunque tengo que advertirle que estoy la mayor parte del tiempo muy ocupado.

Jensen contempló los trofeos y dijo:

—¿Ha sido usted deportista?

—Practico deportes al aire libre. Me mantengo activo. Vela, pesca, tiro con arco, golf... Lógicamente no al mismo nivel que...

Sonrió tímidamente e hizo un leve gesto hacia la puerta. Al cabo de unos segundos recuperó el semblante serio. Miró su reloj, que era grande y elegante, con la cadena de oro.

—¿En qué puedo ayudarlo?

El comisario Jensen había formulado hacía tiempo las preguntas que había venido a plantear.

—¿Ha ocurrido algo que pueda explicar razonablemente la expresión «el asesinato perpetrado en el edificio»?

—Por supuesto que no.

—¿No sabría explicarlo, ponerlo en relación con alguien o con algo?

—No, claro que no, ya se lo he dicho. Son fantasías de un loco. Un loco, es la única explicación posible.

—¿No se ha producido ninguna muerte?

—No, al menos últimamente. Pero en lo concerniente a ese punto le recomiendo que se dirija al jefe de personal. En realidad yo soy periodista, me encargo del contenido de los periódicos y de la línea editorial. Y...

—¿Sí?

—Y en todo caso va usted mal encaminado. ¿No comprende lo absurdo que es su razonamiento?

—¿Qué razonamiento?

El hombre de la corbata de seda miró perplejo al visitante.

—Una pregunta más —dijo el comisario Jensen—. Si partimos de la base de que el objetivo de la carta era el de hostigar a los jefes de la empresa, o a alguno de ellos, a su juicio ¿a qué categoría pertenecería el culpable que buscamos?

—Eso tendría que decidirlo la policía. Aunque ya le he dejado clara mi opinión: a la de los perturbados.

—¿No hay ningún individuo o grupo concreto de quien pueda pensarse que guarda rencor a la editorial o a sus directivos?

—¿Conoce usted nuestras publicaciones?

—Las he leído.

—Entonces debería saber que nuestra línea editorial se dirige justamente a lo contrario: a no crear antipatías, agresiones u opiniones discrepantes. Nuestras publicaciones son beneficiosas y amenas. De lo que menos se ocupan es de complicar la existencia y los sentimientos de los lectores.

El hombre hizo una breve pausa. Luego, a modo de resumen, añadió:

—La editorial no tiene ningún enemigo. Lo mismo que los directivos. La idea es absurda.

El comisario Jensen permaneció en su asiento, erguido e impávido, con el rostro totalmente inexpresivo.

—Es posible que tenga que realizar algunas indagaciones en el edificio.

—En ese caso su discreción deberá ser absoluta —se precipitó a advertir el responsable de publicaciones—. Solo el director del consorcio, el editor y yo conocemos su cometido. Lógicamente haremos todo lo posible para ayudarlo, pero quiero dejar clara una cosa: nadie puede saber que la policía anda indagando en la empresa, y menos los empleados.

—Las investigaciones requieren cierta libertad de movimientos.

El hombre pareció reflexionar. Luego dijo:

—Puedo darle una llave maestra y extenderle un pase que lo autorice a visitar las distintas áreas del edificio.

—Bien.

—Eso podría justificar, por así decirlo... su presencia.

El responsable de publicaciones tamborileó con los dedos sobre el canto de la mesa. Luego, con una sonrisa afable y misteriosa añadió:

—Yo mismo voy a extenderle el pase, será mejor así.

Apretó un botón junto al interfono y se desplegó un tablero con una máquina de escribir al lado de la mesa. La máquina tenía forma aerodinámica, y el cromo y laca barnizada la hacían brillar sin que nada indicara que hubiese sido utilizada antes.

El responsable de publicaciones abrió un cajón y sacó una pequeña tarjeta azul. Luego giró el asiento, se tiró levemente de las mangas de la chaqueta y encajó con esmero la tarjeta en el rodillo. Manipuló un rato los ajustes, se rascó meditabundo el caballete de la nariz con el dedo meñique, golpeó unas teclas, se llevó las gafas a la frente y miró lo que había escrito, sacó la tarjeta de la máquina, la arrugó, la tiró a la papelera y sacó una nueva del cajón.

La encajó y escribió despacio y cuidadosamente. Alzaba la vista a cada golpe de tecla y contemplaba el resultado.

Al arrugar otra vez la tarjeta su sonrisa ya no era tan afable.

Sacó otra más del cajón. Y cinco la vez siguiente.

El comisario Jensen permanecía sentado, erguido e impávido, y parecía mirar por encima del hombre hacia la vitrina de los trofeos y los buques en miniatura.

Después de siete tarjetas el responsable de publicaciones había dejado de sonreír. Se desabrochó el cuello de la camisa, se aflojó el nudo de la corbata, sacó del bolsillo de la solapa una pluma estilográfica negra con un monograma plateado y empezó a escribir una nota en un folio blanco con un discreto membrete de la empresa.

El comisario Jensen no hizo comentario alguno ni apartó la mirada.

Una gota de sudor rodó a lo largo de la nariz del responsable de publicaciones y fue a caer sobre el papel.

El hombre pareció dar un respingo y escribió rápido, haciendo rasguear la pluma. Luego arrugó con rabia el papel y lo tiró bajo la mesa. No encestó en la papelera de aluminio y el papel quedó en el suelo, junto a los pies del comisario.

El responsable de publicaciones se levantó y se dirigió hacia una de las ventanas, la abrió y se quedó de pie de espaldas al visitante.

El comisario Jensen miró un momento el papel arrugado, lo recogió y se lo metió en el bolsillo.

El responsable de publicaciones cerró la ventana y caminó sonriente por la sala. Se abrochó el cuello de la camisa, se ajustó el nudo de la corbata e hizo desaparecer la máquina de escribir. Puso un dedo en el interfono y dijo:

—Extienda una tarjeta de empleo provisional a nombre de Jensen, autorizando su libre permanencia dentro de la empresa. Es del servicio de inspección de fincas. Que sea válida hasta el domingo. Y añada también una llave maestra.

Su voz era severa y fría, autoritaria, aunque su sonrisa era inmutable.

Al cabo de noventa segundos exactos entró la mujer de verde con el documento y la llave. El responsable de publicaciones bajó el rostro, miró el documento con disgusto y encogiendo levemente los hombros dijo:

—En fin, puede valer.

La secretaria esquivó su mirada.

—He dicho que puede valer —repitió el responsable de publicaciones con brusquedad—. Puede salir.

Garabateó una firma, entregó la cartulina y la llave al visitante y dijo:

—La llave sirve para todas las áreas que puedan ser de su interés. Excepto los despachos privados de los directivos, claro, incluyendo este.

—Gracias.

—¿Tiene alguna pregunta más? De lo contrario...

Miró el reloj con aire de disculpa.

—Solo un detalle —dijo el comisario Jensen—. ¿Qué es el área especial?

—Un grupo de proyectos que trabaja en la planificación de nuevas publicaciones.

El comisario Jensen asintió, se metió la tarjeta azul y la llave en el bolsillo de la solapa y salió del despacho.

Antes de poner el coche en marcha sacó el papel arrugado, lo desplegó y lo palpó con las puntas de los dedos. Parecía de muy buena calidad y tenía un extraño formato.

La caligrafía del editor jefe era irregular y estaba llena de aristas como la de un niño, pero no era muy difícil de descifrar. Jensen leyó:

Isnpetor de fincas por la presente

El señor N. Jensen pertenece al servicio de isnpección interna y dispone de acceso a todas las áreas excepto

N. Jensen es isnpetor de fincas y tiene acceso a las áreas

El señor Jensen, portador de esta tarjeta, está autorizado por la presente a acceder a la empresa

N. Jensen pertenece al servicio de isnpección de fincas y cuenta con autoridad especial

Comiserio Comisario

Señor Jensen MALDITO CAPULLO, JÓDETE

Dobló el papel y lo puso en la guantera, encima de la pistola reglamentaria. Ladeó la cabeza contra la ventanilla y observó el edificio, con la mirada tranquila e inexpresiva.

Tenía un agujero en el estómago. Estaba hambriento pero sabía que no tardaría en dolerle si comía algo.

El comisario Jensen arrancó el coche y miró el reloj.

Marcaba las doce y media, y ya era miércoles.

Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero

Подняться наверх