Читать книгу Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero - Per Wahloo - Страница 13

7

Оглавление

Encontró sobre la mesa de su despacho las publicaciones que había pedido. Ciento cuarenta y cuatro ejemplares organizados en cuatro montones de treinta y seis.

El comisario Jensen bebió un vaso de bicarbonato y se aflojó un agujero del cinturón. Luego se acomodó en su mesa y empezó a leer.

El estilo de las publicaciones variaba parcialmente en cuanto al diseño, el formato y el número de páginas. Unas estaban impresas en papel satinado, otras no. Al compararlas quedaba claro que aquel era un detalle decisivo para el precio.

Todas las portadas exhibían fotos a todo color de vaqueros legendarios, superhombres, miembros de la familia real, cantantes, estrellas de televisión, políticos famosos, niños y animales. Estos últimos solían aparecer juntos en las fotos, en distintas combinaciones: niñas pequeñas con gatitos, niñitos rubios con cachorros, chicos con perros muy grandes y chicas, casi adultas, con gatos pequeños. La gente que aparecía en portada era atractiva y con los ojos azules, y tenían un aire amable, incluso los niños y los animales. Al sacar la lupa y observar más de cerca algunas fotos reparó en que los rostros tenían partes extrañamente inanimadas, como si se hubiese borrado algo en las fotos, como verrugas, espinillas o moratones.

El comisario Jensen leyó las publicaciones como si se tratara de informes, con rapidez pero con suma atención y sin saltarse nada que no conociera de antemano. Al cabo de una hora constató sin duda que aquellos detalles se repetían cada vez con mayor frecuencia.

A las once y media había leído setenta y dos publicaciones, justo la mitad. Bajó a la sala de guardia, intercambió unas palabras en la centralita de teléfonos y bebió una taza de té en la cantina. A pesar de las puertas de acero y los gruesos muros de ladrillo, desde los sótanos se abrían paso voces indignadas y aullidos aterrorizados. Cuando volvió a su despacho cayó en la cuenta de que el policía de uniforme verde de lino leía una de las publicaciones que él mismo había examinado. Había otras tres en el estante, bajo el mostrador.

Solo le llevó una tercera parte del tiempo examinar la otra mitad de las publicaciones. Eran las tres menos veinte cuando pasó la última página de papel satinado y contempló el último rostro amable.

Se pasó levemente las puntas de los dedos por las mejillas y constató el cansancio y la flacidez de la piel bajo los pómulos. No tenía demasiado sueño y el té todavía le afectaba lo suficiente como para no tener hambre. Se recostó en el respaldo del asiento, apoyó el codo izquierdo en el brazo del sillón y descansó la mejilla contra la palma de la mano mientras miraba las publicaciones.

No había leído nada que le resultara interesante pero tampoco nada que fuera desagradable, fastidioso o antipático. Tampoco nada que le alegrara, irritara, apenara o sorprendiera. Había accedido a una serie de informaciones, la mayoría sobre coches o gente diversa de posición relevante, pero ninguna de esas informaciones le hacía pensar por su naturaleza que pudiera influir en la acción o el modo de pensar de nadie. Había algunas críticas, dirigidas casi siempre contra conocidos psicópatas históricos o, excepcionalmente, contra circunstancias de países remotos, expresadas en tal caso en términos tibios y muy moderados.

Se sometían a debate algunas cuestiones, a menudo relacionadas con los programas televisivos de entretenimiento en los que alguien había soltado alguna obscenidad y algún otro había aparecido con barba y despeinado. Aquel tipo de historias también se ventilaban en artículos de fondo de muchos diarios, en un tono de consenso y entendimiento que probaba de forma manifiesta que todas las partes tenían razón. La mayor parte de esos supuestos parecían muy previsibles.

Gran parte del contenido eran historias de ficción, presentadas como tales, con ilustraciones fieles a la realidad a todo color. Al igual que el resto del material, hablaban de personajes que habían alcanzado el éxito tanto en asuntos del corazón como en los negocios. Su diseño no era siempre el mismo, pero, por lo que podía entender, no era ni más ni menos complicado en las grandes revistas de papel satinado que en los cómics.

No le pasó desapercibido que las publicaciones se dirigían a distintas clases sociales, pero el contenido siempre era el mismo, las mismas personas premiadas, las mismas historias contadas. Una lectura de conjunto, pese a la variedad de estilos, daba la impresión de que todo hubiese sido escrito por una misma persona. Obviamente era una idea descabellada.

También parecía descabellado que nadie pudiera indignarse o irritarse en extremo por lo que se escribía en esas publicaciones. Si bien era cierto que los redactores arremetían contra gente relevante, nunca cuestionaban la excelencia ni la gran talla moral de las personalidades citadas. Era lógico que ciertas personas de éxito no fuesen nombradas o se nombraran con menor frecuencia que otras, pero era difícil de asegurar y parecía además poco probable.

El comisario Jensen extrajo su tarjeta blanca del bolsillo de la solapa y escribió con buena caligrafía: «144 periódicos. Ninguna pista».

De camino a casa sintió hambre y se detuvo en una máquina automática. Compró dos bocadillos envueltos en plástico y se los comió mientras conducía.

Cuando llegó a casa ya le dolía mucho la parte derecha del diafragma.

Se desnudó a oscuras y cogió la botella y el vaso. Desdobló la manta y la sábana y se sentó en la cama.

Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero

Подняться наверх