Читать книгу Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero - Per Wahloo - Страница 20
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ОглавлениеEl despacho del jefe de personal estaba en la novena planta. El hombre tras el escritorio era un tipo obeso y achaparrado, con cara de sapo, y no tenía una sonrisa tan ensayada como la del responsable de publicaciones. Solo parecía sesgada, distorsionada y artera. Dijo:
—¿Muertes? Sí, claro, hemos tenido algún que otro salto.
—¿Salto?
—Sí, suicidios. Al fin y al cabo... ocurre en todas partes.
La observación era correcta. A lo largo del año anterior incluso dos peatones habían muerto en el centro de la ciudad por la caída de algún suicida. Algunos más habían resultado heridos. Era uno de los inconvenientes de los edificios altos.
—¿Y aparte de eso?
—Han muerto algunas personas en el edificio durante los últimos años, siempre por causas naturales o por accidentes. Haré que la secretaria le mande una lista.
—Gracias.
El jefe de personal estaba haciendo un auténtico esfuerzo. Consiguió suavizar un poco la sonrisa y preguntó:
—¿Le puedo ayudar en algo más?
—Sí —dijo el comisario extendiendo el diploma—. ¿Qué es esto?
El hombre pareció un poco sorprendido.
—Unas palabras, o quizá debería decir una carta de despedida destinada a quienes terminan aquí su trabajo. Su producción es muy cara, pero la idea es otorgar a nuestros antiguos empleados un hermoso recuerdo. En esos casos ningún coste es demasiado grande. Eso es lo que argumenta la dirección de la empresa, en este y en muchos otros asuntos.
—¿Se lo dan a todos los que se van?
El hombre negó con la cabeza.
—No, no, por supuesto que no. Eso sería muy costoso. Se trata de un honor que en realidad solo se concede a las personas que ocupan un puesto de dirección o a colaboradores de la máxima confianza. En cualquier caso y circunstancia todos sus destinatarios tienen que haber desempeñado su cometido y haberse comportado como dignos embajadores de la empresa.
—¿Cuántos han concedido?
—Solo unos pocos. Este modelo en concreto es bastante nuevo. Hace apenas medio año que lo usamos.
—¿Dónde guardan los diplomas?
—Los tiene mi secretaria.
—¿Están al alcance de cualquiera?
El jefe de personal pulsó un botón del interfono. Una mujer joven entró en el despacho.
—¿El documento PR-8 está al alcance de cualquiera?
La mujer lo miró asustada.
—No, en absoluto. Están en el armario de acero. Lo cierro cada vez que salgo de la oficina.
El hombre le hizo señas para que se retirara y dijo:
—La muchacha es meticulosa y de confianza. Si no, no estaría aquí.
—Necesito una lista de las personas que han recibido este tipo de diploma.
—Por supuesto. Se la podemos facilitar.
Se quedaron un buen rato en silencio mientras esperaban a que llegara la lista. Al fin, el comisario Jensen preguntó:
—¿Cuáles son sus principales cometidos?
—Contratar al personal de redacción y administración, controlar que todo lo que se hace redunde en beneficio del personal y...
Hizo una breve pausa y desplegó una amplia sonrisa con su boca de sapo, tan dura y fría que parecía auténtica.
—Y alejar de la editorial a los que abusan de nuestra confianza, encargarme de quienes descuidan su trabajo.
A los pocos segundos añadió:
—Pero claro, eso solo ocurre en casos muy extremos y se lleva a cabo de la forma más humana posible, como todo lo demás en esta empresa.
Volvió a hacerse silencio en el despacho. El comisario Jensen escuchaba inmóvil el latido del rascacielos.
La secretaria entró con dos ejemplares de la lista. En ella figuraban doce nombres.
El jefe de personal la fue leyendo.
—Dos de estas personas fallecieron después de jubilarse —dijo—. Y una vive en el extranjero, lo sé con certeza.
Sacó su estilográfica del bolsillo de la pechera y dibujó tres pulcras señales delante de los tres nombres. Luego le pasó la hoja de papel al visitante.
El comisario Jensen le echó un vistazo. Después de los nombres figuraban el año de nacimiento de cada uno y algunos datos escuetos como «jubilación anticipada» o «baja voluntaria». Dobló la lista con cuidado y se la metió al bolsillo.
Antes de irse, intercambiaron unas palabras más:
—¿Puedo preguntarle qué es lo que mueve su interés por este detalle en concreto?
—Una investigación oficial de la que no estoy autorizado a hablar.
—¿Ha ido a parar a manos indebidas alguna de nuestras cartas de despedida?
—No lo creo.
Había ya dos hombres en el ascensor que tomó el comisario Jensen. Eran bastante jóvenes y fumaban mientras charlaban sobre el tiempo. Hablaban de un modo nervioso y entrecortado, usando lo que parecía una serie de palabras en clave. No resultaba fácil de entender para un extraño.
Cuando el ascensor se detuvo en la planta dieciocho entró el director del consorcio. Saludó abstraído y se colocó de cara a la pared. Los dos periodistas apagaron sus pitillos y se quitaron el sombrero.
—Mira que si nevara —dijo en voz baja uno de ellos.
—Me dan tanta pena las florecillas —repuso el jefe con una voz honda y sugerente.
Lo dijo sin ni siquiera mirar al hombre que había hablado. Permaneció inmóvil de cara a la pared de aluminio. Nadie dijo una palabra más mientras bajaban.
El comisario Jensen pidió usar un teléfono del vestíbulo y llamó al laboratorio.
—¿Y bien?
—Tenía usted razón. Hay restos de polvo de oro. En el pegamento, bajo las letras. Es extraño que no lo viéramos.
—¿De verdad se lo parece?