Читать книгу Asesinato en la planta 31. El trampolín de acero - Per Wahloo - Страница 9
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ОглавлениеEl coche estaba aparcado justo al lado de la pared rocosa, a medio camino entre el cordón policial y el aparcamiento.
El comisario Jensen se sentó en el asiento delantero, al lado del conductor. Tenía un cronómetro en la mano izquierda y el micrófono de la radio en la derecha. A breves intervalos dirigía de forma seca y lapidaria unas palabras a los agentes de las radiopatrullas y de los cordones policiales. Tenía un porte erguido y, en la nuca, lucía un pelo gris tupido y recortado.
En el asiento trasero se sentó el hombre con la corbata de seda y la sonrisa cambiante. Tenía la frente cubierta de sudor y se revolvía inquieto. Ahora que no tenía superiores ni subordinados a su lado se le había relajado el rostro. Tenía los rasgos laxos y apáticos y de vez en cuando se pasaba la punta de la lengua carnosa y rosada por los labios. Seguramente pasó por alto que Jensen podía observarlo por el espejo retrovisor.
—No hay ningún motivo que le retenga aquí si le parece desagradable —dijo Jensen.
—Es mi deber. Tanto el jefe como el editor se han marchado. Eso me convierte casi en el responsable... en el gerente principal.
—Comprendo.
—¿Es... peligroso?
—Apenas.
—Pero ¿y si se derrumba todo el edificio?
—No parece que vaya a ser así.
Jensen miró el cronómetro. Las 13:51 h.
Luego volvió a mirar el edificio. Aun a esa distancia, a más de trescientos metros, su imponente altura y compacta mole parecían aterradores y sobrecogedores. El resplandor del sol se reflejaba en las cuatrocientas cincuenta placas acristaladas, enmarcadas en idénticos vanos metálicos, y el revestimiento azul de las fachadas parecía frío, brillante y esquivo. Se le pasó por la mente que el edificio se derrumbaría incluso sin cargas explosivas, que sus cimientos cederían bajo su descomunal peso o que los muros reventarían por la presión que se ejercía en su interior.
Por la puerta principal salía un aluvión de gente que parecía no tener fin. Serpenteaba con lentitud trazando un amplio arco entre las filas de coches del aparcamiento, continuaba a través de las verjas de la alambrada de acero, pendiente abajo y en diagonal hacia la explanada de cemento de la terminal de camiones. Más allá de las plataformas de carga y descarga y de los almacenes bajos y alargados, se difuminaba y se convertía en una masa difusa y gris, en un banco de niebla humano. A pesar de la distancia, Jensen reparó en que casi las dos terceras partes del personal eran mujeres y que la mayoría de ellas vestía de verde. Supuso que sería el color de moda de aquella primavera.
Dos grandes camiones rojos provistos de mangueras y escaleras desplegables atravesaron el aparcamiento y se detuvieron a cierta distancia de la entrada. Los bomberos iban sentados en fila a lo largo de los costados y sus cascos de acero brillaban al sol. No se oyó ni un solo sonido de sus sirenas y campanas.
El aluvión de gente empezó a hacerse más escaso hacia las 13:57 h, y un minuto después apenas salían por las puertas de cristal algunas personas aisladas.
Poco después una sola persona, un hombre, aparecía por la entrada. Jensen aguzó la vista y lo reconoció. Era el jefe de los agentes de paisano.
Jensen miró el cronómetro. Las 13:59 h.
A su espalda notó los movimientos inquietos del responsable de publicaciones.
Los bomberos seguían sentados en sus puestos. El policía solitario había desaparecido. El edificio estaba desierto.
Jensen echó un último vistazo al cronómetro. Después clavó la mirada en el edificio y empezó la cuenta atrás.
A partir de quince, los segundos parecieron alargarse.
Catorce... trece... doce... once... diez... nueve... ocho... siete... seis... cinco... cuatro... tres... dos... uno...
—Cero —dijo el comisario Jensen.