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Pogromos y extorsión
ОглавлениеLa protección imperial de los judíos desapareció casi de inmediato una vez que Enrique IV quedó atrapado en el norte de Italia, con lo que no pudo impedir el primer gran pogromo de la historia de Alemania, el de 1096. La proclamación de la primera cruzada (en 1095) coincidió con una penuria generalizada provocada por inundaciones y hambruna. Los predicadores franceses difundieron las acusaciones habituales contra los judíos con el calificativo de usureros y «asesinos de Cristo» y pedían a los cruzados que los erradicasen en su camino de Tierra Santa. Los cruzados, que ya tenían autorización papal para matar, provocaron el caos a su paso por el imperio, donde se les unieron caballeros germanos empobrecidos que aprovecharon la oportunidad para dedicarse al pillaje. En su marcha a lo largo del Rin, los cruzados conminaron a los judíos a convertirse o morir; muchos optaron por el suicidio. Tan solo el obispo Johannes de Espira, proimperial, empleó la fuerza para imponer la protección imperial. Enrique, tras lograr escapar a Alemania en 1097, acusó del pogromo al arzobispo Ruthard de Maguncia. A los judíos que habían sido convertidos a la fuerza se les permitió retornar al judaísmo, a pesar de las protestas de Ruthard. La protección imperial se renovó e incorporó a la paz pública general declarada en todo el imperio en 1103.68
En marzo de 1188 se concentraron en Maguncia 10 000 personas para recibir la cruz de la tercera cruzada. Federico Barbarroja actuó con rapidez para evitar una repetición del pogromo: elogió en público a los judíos leales y cuando una multitud amenazó con usar la violencia contra estos, el mariscal imperial, «llevó consigo a sus sirvientes y, bastón en mano […] los golpeó e hirió, hasta que se dispersaron todos».69
En 1234, cuando renovó la legislación de Enrique IV, Federico II hizo un importante ajuste. Como ocurre con muchas de sus medidas, estos cambios no fueron tan progresistas como parece. El emperador rechazó enérgicamente el mito de que los judíos perpetraban asesinatos rituales de niños, rumor que, a menudo, servía de excusa para un progromo: en la Navidad de 1235, los cristianos mataron a 30 judíos en Fulda después de que murieran cinco niños en el incendio de una casa. El caso fue considerado lo bastante grave como para ser transferido al tribunal real de Federico. A principios del año siguiente, el tribunal hizo público su rechazo de la excusa del asesinato ritual y renovó la protección imperial sobre todos los judíos. La legislación de Federico inspiró medidas similares en Hungría (1251), Bohemia (1254) y Polonia (1264). Pero, por desgracia, también incorporó a la ley secular la beligerancia religiosa promulgada algunas décadas atrás por el papa Inocencio III. El pontífice, con el argumento de que los judíos habían heredado la culpa por la muerte de Cristo, los castigó con servidumbre permanente. Este aspecto quedó reflejado en el veredicto de Federico de 1236, que subordinaba a los judíos del imperio, como «sirvientes de la cámara» (Kammerknechte).70 La protección dependía ahora del pago de una tasa anual, que desde 1324 fue conocida como «centavo penitencial», que debían pagar todos los judíos mayores de 12 años. Con el ascenso de cada nuevo rey también debían abonar una «tasa de la corona» adicional.
La protección imperial de los judíos siguió siendo incompleta: en 1241, murieron tres cuartas partes de los 200 miembros de la comunidad judía de Fráncfort y hubo otros que se unieron a la oleada migratoria en dirección este, en busca de una vida mejor. Sin embargo, la situación era similar a la de España, probablemente, y mejor que la de Inglaterra o Francia en comparación.71 Es más, la protección continuó a pesar de la debilitación del poder real a partir de 1250, lo cual demostraría que, en la historia del imperio, «descentralización» no debe interpretarse como «declive». Los monarcas de finales del siglo XIII vendieron o entregaron a los señores esos derechos de protección de los judíos, dentro de una estrategia general para comprar apoyos. En consecuencia, se multiplicaron tanto el número de comunidades judías como sus protectores señoriales; a mediados del siglo XIV, había 350 comunidades por toda Alemania.
Todo esto no supuso un refuerzo inmediato de la protección a los judíos, pues la responsabilidad última seguía siendo del monarca y este, como ilustra el caso de Carlos IV, podía cambiar de idea, con funestos resultados. Carlos llegó al poder en 1346, en medio de una guerra civil. El dictamen papal contra su predecesor, Luis IV, había dejado sin servicios religiosos a gran parte del imperio en torno a 1338. Esto provocó una inquietud que aumentó de forma dramática con la peste negra de una década después. Carlos explotó sus prerrogativas sin escrúpulos y permitió pogromos para ganar apoyos; a menudo ofrecía inmunidad a cambio de un porcentaje del pillaje. En Núremberg murieron 600 judíos y la iglesia de Santa María (Marienkirche) se edificó sobre las ruinas de su sinagoga. Tan solo sobrevivieron unas 50 comunidades en todo el imperio, la mayoría gracias al pago de desorbitados rescates.72 El privilegio de proteger a los judíos (judenregal) quedó incluido dentro del conjunto de derechos otorgados a los electores por la bula de oro de 1356, que cimentó una nueva alianza entre Carlos y la élite política del imperio. Venceslao, su hijo y sucesor, repitió la extorsión vergonzosa de su padre: en junio de 1385 permitió a las ciudades de Suabia, previo pago de 40 000 florines, saquear a sus comunidades judías. Cinco años más tarde, volvió a hacer lo mismo, esta vez en alianza con varios príncipes. Los judíos eran cada vez más discriminados. Entre otras cosas, se les prohibía el comercio a larga distancia. La élite del imperio también fomentó tales prácticas, pues les impuso tributos aún más onerosos y se veían obligados a repercutir los costes a sus clientes cristianos, a los que cobraban intereses más elevados por sus préstamos.73