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En Moscú, la siguiente etapa de nuestro viaje, las cosas fueron de mal en peor. Y, en esta ocasión, ni los racistas ni el presidente autocrático ruso tuvieron nada que ver.

A esas alturas, casi todo el mundo que supiera algo de fútbol sospechaba que Christoph Bündchen, nuestro delantero alemán, era homosexual. Y, desde luego, si hay algo de lo que no se puede calificar a Rusia es de tolerante con los homosexuales, como demostró en las vísperas de los Juegos Olímpicos de Sochi, en las que eran habituales las palizas a rusos en las calles de Moscú por el mero hecho de que se sospechara que les gustaban las flores. Eso se tradujo en que, en cuanto Christoph tocó el balón en el Arena Khimki, estadio en el que el Dinamo de Moscú juega sus partidos en casa mientras se construye el nuevo VTB Arena, el público empezó a silbarle como hacen los obreros con las tías buenas, a lanzarle besos, y no faltó quien se bajó los pantalones para enseñarle un culo blanco lleno de granos.

Fue feo e intimidatorio y, aunque Christoph hizo cuanto pudo por ignorarlo, e incluso marcó un gol precioso que hizo que Anton Shunin, el estupendo portero rival, pareciera tan ágil como un abeto Douglas plantado en la boca de gol, el hecho de que ni siquiera celebrara el tanto me dejó claro que los hinchas estaban pudiendo con él. Por sugerencia de Gary Ferguson, capitán del equipo, en el descanso sustituí a Christoph por Bekim, quien les cerró la boca con dos goles en diez minutos.

Por lo general, cuando Bekim marca un gol en Silvertown Dock, adopta una postura como si fuera un lancero, lo que me recuerda a Aquiles o a Leónidas, el rey espartano de la peli 300. A veces, incluso simula que lanza una jabalina a los aficionados, pero en esta ocasión empezó a morderse el pulgar, lo que me desconcertó.

—¿Es algún tipo de insulto ruso? —le pregunté a Simon Page, mi ayudante.

—¿Qué?

—Que Bekim se muerda el dedo. Es la segunda vez que lo hace hoy.

Simon, que era de Yorkshire y más bruto que un arado, negó con la cabeza.

—No tengo ni puta idea. Pero hay tantos jodidos extranjeros en el equipo que, a veces, tienes que ser el puto Desmond Morris para saber qué coño está pasando, qué coño significan tantos gestos diferentes, jodidas #R4BIA y cuernos. Y los cortes de mangas. En mi época, le levantabas los dos dedos al que te hubiera hecho la falta y casi todos los árbitros eran lo bastante listos como para mirar hacia otro lado. Pero hoy en día nadie se pierde nada. La puta tele lo ve todo. Y la BBC es la peor. Les encanta remover el caldero de mierda de lo políticamente incorrecto en cuanto se les presenta la ocasión.

—Gracias, profesor Laurie Taylor. No sabes cuánto me alegro de no haberme perdido esta clase.

—No, Bekim no se muerde el pulgar cuando marca —comentó Ayrton Taylor, que todavía se estaba recuperando del metatarso roto y de la decepción de Inglaterra en el Mundial—. Se lo chupa. Como Jack Wilshere.

No había visto meter muchos goles a Jack Wilshere —desde luego, no con Inglaterra—, así que seguía desconcertado.

—¿Y por qué coño lo hace? —le preguntó Simon.

—Por su bebé. Es la manera de dedicarle el gol al niño.

—No me jodas —musitó Simon—. Yo pensaba que bastaba con hacerte un tatuaje. Creo que me gustaba más lo del lancero. Parecía más adecuado para un tiarrón. Lo de chuparse el dedo hace que parezcas gilipollas.

—Creo que yo también prefería lo de la lanza —comenté.

—Ha dejado de hacerlo porque Prometheus le ha dicho que no le gusta —les explicó Ayrton—. Le dijo que era insultante para los africanos.

—¿¡Que le dijo qué!? —Simon no se lo podía creer.

—Prometheus le pidió que dejara de hacer lo del lancero. Lo cierto es que se lo dijo con mucha educación.

—Que le jodan —soltó Simon—. ¿Quién se cree que es? Pero si es un recién llegado que todavía tiene que demostrar que puede abrirse paso en el fútbol inglés. Bekim sí que vale lo que hemos pagado por él.

Pero el problema de verdad no empezó en el campo, sino en el vestuario, después del partido. Y no fueron los hinchas del Dinamo los que lo causaron, sino uno de nuestros propios jugadores.

—Estos putos rusitos, tirando besos y enseñándonos el culo —soltó Prometheus—. ¿Qué pasa?, ¿creen que somos maricas o algo así?

—Muchacho, pasa de eso —le pidió Gary—. Tan solo pretendían picarte. Que te cabrearas.

—Pues a mí me ha hecho gracia, ya estaba empezando a cansarme de lo del plátano —comentó Jimmy Ribbans.

—No sé qué decirte —respondió el nigeriano—. Si a la gente le apetece llamarme «negro bastardo», pues que lo haga. Como podéis ver, soy negro. Y da la casualidad de que también soy bastardo o, al menos, eso es lo que dice mi madre. Y, por si fuera poco, resulta que me gustan los plátanos. Ahora bien, lo que no me gustan son los mariquitas. En mi país, si llamas «mariquita» a alguien te juegas el pellejo. ¿Piensan que somos maricas porque somos un equipo inglés?

—Sí, podría ser —dijo Gary.

—¿Y no os molesta?

—¿Y a quién coño le importa lo que piensen? —preguntó Bekim.

—A mí —respondió el nigeriano—. A mí me cabrea de la hostia. En Nigeria ha salido una ley por la que te pueden condenar a catorce años de prisión si te casas con un hombre.

—Mi esposa está casada con un hombre —comentó Ayrton Taylor—. Al menos, hasta la última vez que me miré.

—Me refiero a que se casen dos hombres. Mariquitas. La sharia dicta que a quienes mantienen relaciones homosexuales se les puede castigar con latigazos en plena calle.

—¿Y eso te parece bien? —le preguntó Bekim.

—Ya te digo. Es uno de los pocos asuntos en los que los musulmanes y los cristianos se ponen de acuerdo en mi país. Por suerte, resulta que hay muy pocos negros africanos soplanucas o muerdealmohadas. A decir verdad, parece que es un problema de los países de blancos.

—Preferiría que no hablases así —le dijo Gary—. Vive y deja vivir. Así que ¿por qué no cierras el pico, cariñito, y te das una ducha?

—Lo único que digo es que este problema de los mariquitas parece que solo pase en ciudades grandes. En África no tenemos este problema.

Durante la conversación, nadie miró a Christoph Bündchen, que hacía cuanto podía para obviarla. No obstante, estaba claro que Bekim se sentía tan molesto como el joven alemán. El ruso miró con inquietud a Christoph antes de volver a centrarse en Prometheus.

—¿De dónde sacas esa mierda de ideas? —le preguntó—. Jamás había oído tantísimas chorradas juntas. ¿No hay homosexuales en África? Pues claro que los hay.

—Venga, ya basta —les dije—. Callaos. Todos. No quiero volver a oír hablar de homosexuales en mi vestuario. ¿Me habéis entendido?

—Pensaba que es en el vestuario donde más se debe hablar de un asunto así —dijo Prometheus—. No quiero compartir la ducha con un homosexual, a ver si me va a tocar y me va a pasar el sida.

—Prometheus, cierra la puta boca —le solté—. Y como te vuelva a ver alardear así en otro partido, te sustituyo y te multo con una semana de sueldo.

Cuando estaba acabando el partido, el africano se había pasado unos segundos dando toques al balón para mofarse del defensor antes de pasársela a Bekim, que había marcado. No era una actuación tan terrible, a la luz del resultado del partido, pero quería cambiar de tema como fuera.

—Creo que estás enfermo, chaval —le dijo Bekim—. Puede que hayas firmado con un equipo de fútbol inglés, pero está claro que la civilización no te ha fichado todavía.

—Te lo advierto a ti también, Bekim: cierra la puta boca.

—¿Sabes? Creo que defiendes tanto a los mariquitas porque es justo lo que eres —le respondió el nigeriano—. Y también eres racista. ¿Yo soy incivilizado? Que te jodan, puto Iván.

Bekim se puso de pie.

—¿Qué has dicho?

—Ya es suficiente —insistí.

Prometheus también se puso de pie y se le encaró.

—Ya me has oído, mariposón.

Ya toboi sit po gor loi —respondió Bekim en ruso. Siempre se ponía a hablar en ruso cuando se enfadaba de verdad. Y no le llamaban «diablo rojo» porque sí—. Ti menya zayebal. Dazhe ney du mai, chto mozhesh, me-njya khui nye stavit. No te creas ni por un momento que voy a permitir que me faltes así al respeto, puto animal.

—¡Eh, hijos de la gran puta! ¿Queréis comportaros como es debido de una puta vez? —les gritó Simon.

Yo ya me había puesto delante de Bekim y le agarraba las muñecas, y Gary Ferguson le bloqueaba el paso a Prometheus, lo que tampoco iba a servir para impedir que aquellos dos hércules se pegaran un par de hostias. A veces, el vestuario es así. Hay demasiada energía, demasiada testosterona, demasiada frustración, demasiado bocazas, demasiado chulo. No se puede explicar, pero sucede, os lo aseguro. De dedicarse insultos pasaron a querer golpearse en la cara. Hice lo que pude por contener las muñecas del ruso, pero era demasiado fuerte para mí y, de pronto, se oyó una especie de bofetón sordo cuando le atizó con el antebrazo en la cara al nigeriano y Prometheus cayó al suelo como un perchero en el que hay colgada demasiada ropa. El chaval se puso de pie casi de inmediato y agarró al ruso por la barba e intentó atizarle un puñetazo, pero falló y le dio a Jimmy Ribbans, que trastabilló hacia atrás con la boca llena de sangre antes de volverse y pegarle una trompada en la cara a Prometheus que debió de parecerle un mazazo.

He de admitir que una pequeña parte de mí esperaba que aquella situación sirviera para que el joven adquiriera algo de seso, pero también hay que reconocer que no daba la sensación de que fuera a dejar de ser homófobo porque alguien le plantara una buena hostia.

—¿¡Quién coño me ha pegado!? —le gritó a Bekim cuando lo sujetaron por segunda vez—. ¿¡Has sido tú!?

—Solo te he dado lo que estabas pidiendo a gritos, chaval.

—¡Te voy a echar mal de ojo, mariposón! ¡Ya verás! ¡Conozco a un brujo que te va a arreglar ese culo de maricón que tienes! ¡Voy a hacer que te maten! ¡Voy a quemar tu puto coche! ¡Voy a violar a tu puta mujer y voy a obligarle a que me coma la polla!

—Que te jodan, chyernozhopii. Que te jodan a ti y a la mona que te cagó.

Este segundo intercambio de insultos dio paso a otra racha de puñetazos y patadas.

—¡Relajaos! —grité mientras el resto del equipo separaba a los tres combatientes—. El siguiente que lance un puñetazo queda suspendido. El siguiente que insulte a alguien queda suspendido. Y va en serio. Os suspenderé sin sueldo, os multaré y os tendré chupando banquillo todos los putos partidos. Y, cuando acabe la temporada, os despediré a los dos. Me aseguraré de que todos los clubes europeos sepan que sois un par de gilipollas, por lo que no os comprará ni Dios. Me aseguraré de que no volvéis a trabajar en el mundo del fútbol. ¿Me habéis entendido bien?

—Y por si eso no os basta, os pegaré una paliza de muerte —añadió Simon—. Y no me estoy refiriendo a estos golpecitos que os habéis dado con el bolso. —Pocos dudarían de que fuera capaz de hacerlo. El gigante de Yorkshire nunca amenazaba en vano. Cuando se quitaba las gafas y la parte de arriba de la dentadura, era uno de los tipos que más miedo daba en el mundo del fútbol—. Me importaría una mierda que me despidieran si con esa paliza consiguiera que pensarais con la puta cabeza. Nunca había visto nada así. ¿Y vosotros os consideráis compañeros de equipo? He visto partidos entre el Rangers y el Celtic en los que se respiraba más camaradería. ¡Qué par de gilipollas!

La mano de Dios

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