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En el helipuerto nos esperaba una pequeña flota de Range Rovers negros para llevarnos al centro de la ciudad. Veinte minutos después, avanzábamos a buena velocidad por los Campos Elíseos. Todo parecía muy diferente respecto a la última vez que había estado allí, en mayo de 2013, cuando, invitado por David Beckham, visité París para ver al PSG enfrentarse al Lyon en un partido en que se impuso el primero y que les supuso ganar su primer título francés desde 1994. Al día siguiente se produjo una serie de altercados porque las celebraciones se habían desmadrado y me apresuré a volver al hotel George V para escapar del escozor que producían los gases lacrimógenos. Los implicados en los disturbios arrasaron tiendas, quemaron coches y amenazaron con golpear a los peatones. Hubo treinta heridos, tres de ellos, policías. Todo aquel a quien se le llene la boca diciendo que los aficionados ingleses no saben comportarse, debería haber estado allí. A los franceses no podemos enseñarles nada en lo que a disturbios se refiere, que debe de ser la razón por la cual en París siempre haya tantísima policía. En París hay más polis que en la Alemania nazi.

Fuimos al restaurante Taillevent, en la rue Lamennais. Estábamos en un salón bastante austero, con algunas paredes revestidas de roble claro y otras pintadas de beis, y dispuesto de forma que agradara a aquellos a los que jamás se les ocurriría pagar menos de ciento cincuenta euros por una comida. A Viktor lo saludaron como si acabase de bajar de un elefante de oro con un diamante en la frente. Kojo Ironsi ya estaba allí, igual que el otro invitado de mi jefe, un experto estadounidense en fondos de cobertura llamado Cooper Lybrand.

Kojo me cayó mejor de lo que había esperado. Cooper Lybrand, por el contrario, no me cayó nada bien. El africano hablaba de sus chicos y de sus clientes, mientras que el norteamericano solo hablaba de los monos y marionetas de los que se había beneficiado en cada uno de los tratos que había cerrado. Pero ambos estaban allí para lo mismo: conseguir la pasta de Viktor.

Kojo se había vestido de manera adecuada y hablaba con educación, y estaba claro por qué se había ganado aquella reputación de cuidar de sus clientes de la AKS. Se reía a menudo y sus manos eran como palas. Era fácil entender que los jugadores confiaran en ese hombre que había sido portero del Inter de Milán y jugador africano del año en una ocasión. Se decía que era capaz de hacer lo que fuera por sus clientes más importantes, aduciendo que si no jugaban, no le pagaban. En los mentideros futbolísticos se contaba que, en una ocasión, había cargado con las culpas de un delantero famosísimo de la Premier League al que casi pillan en posesión de cocaína.

No tardó en sacar a colación el tema de la refriega entre Bekim Develi y su cliente, Prometheus.

—¿Por qué no resolvéis lo de esos dos? —le preguntó a Viktor—. Habla con tu amigo Bekim. Tendrían que estrecharse la mano y hacer las paces, ¿no crees? Por el bien del equipo.

—Sí, así debería ser, pero ese tipo de cuestiones se las dejo a Scott. Al fin y al cabo, el entrenador es él.

—Debería haberme planteado que la solución al problema no era tan sencilla —dijo Kojo—. Al fin y al cabo, ¿cómo vas a conseguir que se den la mano?

—Me alegro de que piense así —reconocí—. Ahora mismo lo único que quieren hacer con las manos es estrangularse, pero cualquier sugerencia de cómo establecer una relación diplomática entre ambos es bienvenida.

—Eso es fácil. Vended a Christoph Bündchen. Comprad a otro delantero.

Sonreí y negué con la cabeza.

—Ni loco, señor Ironsi. Christoph es un futbolista joven y con mucho talento. Uno de nuestros mejores jugadores. Tiene un futuro brillante por delante.

Kojo era alto y calvo, y no le costaba sonreír. Se encogió de hombros.

—En ese caso, va a tener que hablar con Bekim Develi. Razonar con él para que prevalezca el sentido común.

—Yo razonaré con Bekim si lo hace usted con Prometheus. Porque, para serle sincero, el trato con su chico no es tan fácil. Además, la actitud del muchacho hacia los homosexuales lo va a hacer muy impopular en los medios, si es que no lo es ya. Creo que sería conveniente que hiciese algún tipo de declaración expresando arrepentimiento por las ofensas causadas a la comunidad LGBT.

—Estoy de acuerdo. Le llamaré esta misma tarde, antes de volar a Rusia. A ver qué puedo hacer.

—Me alegra oír eso. Si se disculpa, estoy seguro de que conseguiré que Bekim y él se den la mano.

—Pues yo me alegro de que esto se haya arreglado.

No estaba tan seguro de que fuera así de sencillo, pero estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda al talento diplomático de Kojo.

—¿Vas a viajar a Rusia? —le preguntó Viktor.

—Sí. Cabe la posibilidad de que haya alguien que quiera comprar parte de la academia, si tú no lo haces.

Si Kojo había pensado que aquella era una buena forma de aumentar el interés de Viktor, desde luego, el ucraniano no dejó que se le notara.

—Si vas a meterte en negocios con rusos, deberías andarte con cuidado —fue lo único que dijo—. Algunos de esos rojos son clientes muy exigentes.

—No son muy éticos, ¿eh?

—No, no lo son.

—Muchas gracias por el consejo. Se agradece, de verdad.

—Ya que mencionas la ética —continuó Viktor—, Scott tiene sus reservas sobre el hecho de que las academias de fútbol africanas existan como tales. ¿No es así, Scott?

Me encogí de hombros.

—Sí, supongo que sí. Creo que ambos somos conscientes de que en África hay muchas academias de fútbol sin licencia.

—Solo en Accra hay, por lo menos, quinientas —reconoció Kojo—, la mayoría de ellas dirigidas por gente sin escrúpulos que no sabe mucho de fútbol. Casi todas cobran a los padres que llevan allí a sus hijos, que los sacan del colegio para que se concentren en el fútbol. Piensan que tener un futbolista profesional en la familia, uno que acabe jugando en Europa, es como que te toque la lotería. Algunas familias incluso venden sus casas para pagar las tasas. O para pagar la prueba de su hijo con un club europeo importante. Y esa prueba, claro está, nunca llega a concretarse. Sí, lo que está pasando es muy triste.

—No digo que la suya sea una de esas academias —apunté con cautela—, pero sí que me pregunto a qué se debe que los jugadores de la AKS firmen un contrato que los liga a usted de por vida.

Kojo negó con la cabeza.

—Una simple auditoría le dejaría claro que la Academia King Shark es una de las mejores de África. La Confederación Africana de Fútbol ha dicho de la AKS que es un modelo para las demás academias futbolísticas. No cobramos tasas y ofrecemos una educación adecuada, además de entrenamiento, que es por lo que tenemos al año casi un millón de solicitudes de todo el continente para, más o menos, veinticinco plazas. Así podemos permitirnos seleccionar solo a aquellos jóvenes con más talento. Sin embargo, como no cobramos tasas, consideramos justo que nos devuelvan algo a cambio de nuestra inversión. Y, la verdad sea dicha, dudo mucho que vaya a oír quejarse de la AKS a nadie que haya salido de ella. Ni, ya puestos, a ninguno de los que han salido de las otras dos o tres academias que hay como la nuestra. De hecho, el Manchester United acaba de comprar un paquete de acciones con las que tener peso en la Fortune F. C., una de nuestras academias rivales en Sudáfrica. Clubes holandeses como el Ajax o el Feyenoord pretenden hacerlo también en África occidental. La cuestión es, ¿puede permitirse el London City no ser dueño de la mitad de King Shark? Ya sabes cuánto pido, Viktor, y cuánto cuesta, en realidad, tener una oportunidad así. El futuro del fútbol profesional está en África. Esos chicos están hambrientos por triunfar. Mucho más que cualquier europeo. Casi, casi por definición.

El ucraniano asintió.

—Gracias por tu sinceridad, Kojo. Te aseguro que pensaré en lo que has dicho. Oye, tengo una idea. El 19 de agosto jugamos un partido de Champions League contra el Olympiacos en Atenas. Os invito a venir a tu esposa y a ti, ¿qué te parece? Os hospedaréis en mi yate, The Lady Ruslana, en el puerto de El Pireo. Entonces te daré una respuesta.

—Gracias, me encantaría.

—Y tú también, Cooper.

—Gracias, Viktor. A mí también me encantaría. Además, nunca he estado en un partido de soccer.

Kojo, Phil y yo dejamos solos a Viktor y a Cooper Lybrand para que hablaran de una inversión que la empresa del primero estaba pensando en llevar a cabo en el fondo de cobertura del segundo. Como me pasaba con muchas de las personas que conocía mi jefe, Cooper era uno de los tipos que no me importaría no volver a ver en la vida, sobre todo porque había usado la palabra «soccer». Me encanta Estados Unidos. Incluso me encantan los estadounidenses. Pero cada vez que llaman soccer al fútbol me entran ganas de matarlos. Y Cooper Lybrand no era la excepción que confirma la regla.

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