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Hacía una calurosa tarde de agosto cuando llegamos al estadio King Power de Leicester para jugar el primer encuentro de la temporada. Al oeste de la entrada principal corría el río Soar, por el que subían y bajaban botes de remo individuales como si fueran cisnes de alta tecnología. Los aficionados del Leicester, embargados por un optimismo fuera de lugar, se mostraban de lo más ruidosos, pero hospitalarios y muy lejos de ofrecernos el recibimiento hostil que esperábamos encontrar en Grecia la semana siguiente. Me pregunté cómo se les quedaría el cuerpo a estos aficionados cuando tuvieran que hacer frente a lo que costaba apoyar a su equipo en los partidos como visitante, ya fuera en Londres o en Manchester. Ya iba siendo hora de que las televisiones como Sky o BT empezaran a insistir en firmar acuerdos de condiciones restrictivas en los que se ofreciera una parte del dinero que pagaban a la Premier para abaratar el precio de las entradas. No hay nada peor para tu hincha de sofá que ver las gradas vacías por la tele.

Todavía no había resuelto nuestra crisis en la portería —aún teníamos que reemplazar a Didier Cassell— y, si tuviera que envidiarle a Nigel Pearson alguno de sus jugadores, sería su portero Kasper Schmeichel, hijo del famoso Peter. Kasper había pasado por el Manchester City y el Leeds United antes de fichar por los Foxes en 2011. También había jugado para su país, Dinamarca, en varias ocasiones, y tenía la sensación de que, al igual que su padre, que había estado en el Manchester United hasta los treinta y nueve años, a Kasper aún le quedaban por delante los mejores años de profesional. Quedaban catorce días para cerrar el mercado de verano y me estaba planteando muy en serio pedirle a Viktor Sokolnikov que hiciera una oferta por ese danés de veintisiete años.

Cualquier duda que pudiera abrigar sobre la habilidad de Schmeichel quedó acallada enseguida cuando, a los cinco minutos de empezar el partido, el árbitro nos pitó un penalti a favor. Prometheus se sacó del bolsillo un chut muy potente, raso y pegado al poste derecho, y pareció un milagro que el danés consiguiera estirar tantísimo la mano como para sacar el balón. Aunque la parada ya había sido antológica, además el esférico le volvió al nigeriano y Schmeichel recorrió la línea de gol de punta a punta y evitó que el remate de este acabara en la red. Por si fuera poco, la manera en la que le había comido la moral a nuestro futbolista antes de que tirara el penalti era casi tan importante como su agilidad. Después de que Prometheus hubiera puesto la pelota sobre el punto de penalti, Schmeichel había abandonado la portería caminando calmado, había cogido el balón, lo había secado con su camiseta y había vuelto a tendérselo al africano, que le había hecho un gesto airado para que volviera a la línea de gol. Algunos árbitros le habrían sacado tarjeta amarilla al portero por hacer algo así, pero ¿en el primer partido de la temporada? Había sido juego psicológico y había funcionado.

La moral del equipo nunca aumenta cuando fallas un penalti y la nuestra sufrió un nuevo mazazo cuando Gary Ferguson, nuestro capitán, marcó en propia puerta, lo que dejó el marcador 1-0 para el equipo de casa cuando el árbitro pitó el final del primer tiempo. Ese tipo de putadas pasan, pero aprendes a vivir con ello. Lo que más me preocupó fue ver que Prometheus reprendía a su capitán. No es que se me dé muy bien leer los labios, pero yo diría que Gary le hizo tragar sus palabras, aunque lo que más me sorprendió es que se contuviera y no le pegara a Prometheus una hostia en la boca. En general, cuando eres el capitán, acompañar de un puñetazo el cagarte en todo suele ser mejor que hacer solo lo segundo.

—Olvídalo, Gary —le dije en voz alta en el vestuario—. Jugamos a fútbol, no a puto quidditch. Si eres defensa y estás haciendo bien tu labor, hay veces en las que vas a marcar en propia meta. Es cuestión de estadística. Nueve de cada diez veces, un despeje en el área pequeña no va a ir exactamente adonde quieres, porque esto no es billar de carambolas y aquí no existen los ángulos perfectos. Has ido a despejar con la rodilla y ha salido hacia atrás. Punto. Nadie que tenga cerebro debería abroncarte por algo así.

Miré a Prometheus, que estaba ocupado cambiándose sus botas Puma evoPOWER de color rojo brillante por otro par que parecía que estuviera hecho con el antiguo papel de los periódicos sensacionalistas. «¿Por qué siempre Puma?», ponía en el lateral.

—¿Has acabado de dar por el culo con las putas botitas?

Por fin me miró.

—En el fútbol, todo el mundo comete errores. Ya ves tú, resulta que es de ese tipo de deportes. Si no fuera así, el fútbol sería tan aburrido como el grupo de Inglaterra para la Eurocopa de 2016. Y te aseguro que no hay nada más aburrido. No quiero que nadie de este equipo vuelva a pensar que tiene derecho a echarle la bronca a nadie. En especial, cuando no son perfectos. Todo eso de encontrar los fallos, comeros la oreja, pegaros patadas en el culo y regañaros es mi puto trabajo. O de Gary cuando la pelota está en juego. Y, como vuelva a ver a alguien pegándole la bronca a un compañero, le morderé el culo como una puta hiena. Me gusta mi trabajo y no necesito la ayuda de nadie para decir lo que quiero decir. ¿Está claro?

—¿Por qué la tomas conmigo? —se quejó Prometheus—. Yo no he hecho nada. Solo le he dicho que esas piernas peludas y paliduchas de escocés nos iban a hacer perder el partido si no se andaba con puto cuidado. Ha sido una broma, ¿vale?

No me extrañaba que Alex Ferguson le hubiera tirado las botas con mala hostia a Beckham en el vestuario porque, en aquel momento, lo único que quería era quitarle aquellas ridículas zapatillas de deporte y metérselas garganta abajo. Gary murmuró: «Pero cierra la puta boca», mientras Bekim negaba con la cabeza. Otros, sencillamente, se dieron media vuelta como si no quisieran ver lo que iba a pasar a continuación.

Sonreí.

—Ha sido una broma, sí, solo que no ha tenido ni puta gracia. No les hagas bromas a tus compañeros cuando acaban de meter un gol en propia puerta por la mera razón de que quizá estén un poquito sensibles. Nunca tiene la más mínima puta gracia marcar un gol en propia puerta, a menos que le pase al equipo rival. No debería tener que repetírtelo, chaval, y no vuelvas a interrumpirme o te juro que le pido a Gary que te pegue un rodillazo con su paliducha y peluda pierna escocesa en tus nigerianas pelotitas negras sin pelo. Eso, siempre que tengas bolas. ¿Me has entendido?

Prometheus no respondió, lo que parecía indicar que había captado el mensaje. Me balanceé sobre los tacones y miré a los demás. No tenía que afear el comportamiento de nadie más. El Leicester había tenido mucha suerte y eso era todo.

—Es un hecho —continué— que a los equipos recién ascendidos se les da bien el primer partido de la temporada. Y estos están midiendo sus posibilidades contra uno de los grandes. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, ¿con cuántos puntos consiguieron el ascenso? Con ochenta y seis, ¿no? Merecen estar en la Premier y si no consiguen darnos quebraderos de cabeza hoy, cuando están todos en forma porque solo un par de los suyos han tenido algún compromiso internacional, no lo conseguirán nunca. Os aseguro que cuando juguéis contra ellos a final de temporada, les pasaréis por encima. Así que no os preocupéis si hoy van de listos. Pero mantened las líneas y no soltéis el balón. Pasadlo. Fútbol de triangulación, tal y como hemos practicado en los entrenamientos. Dejad que se pierdan entre los triángulos mágicos. Si es necesario, haced que se impacienten tanto por ganar el puto partido que vengan a por vosotros. Es entonces cuando nos abrimos.

Tendría que haber funcionado, pero no fue así. Perdimos por 3-1 tras dos goles de Jamie Vardy y David Nugent, que formaban la pareja de atacantes mejor compenetrada que veía en mucho tiempo en un equipo recién ascendido. A las cinco menos veinte de la tarde, el Leicester estaba primero de la tabla por diferencia de goles.

El London City, antepenúltimo.

La mano de Dios

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