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El lunes siguiente por la mañana, el equipo voló a Atenas, donde la temperatura era tan alta como cuando había estado yo. Y los ánimos estaban aún más caldeados: los profesores estaban en huelga, los juzgados estaban en huelga, hasta los médicos estaban en huelga. Por suerte, nos habíamos traído de Londres nuestro nuevo matasanos. Se llamaba Chapman O’Hara y había ido ascendiendo por todos los niveles del departamento médico del City, que no dejaba de crecer, hasta llegar a estar a cargo de los temas de salud del equipo. También habíamos venido con Denis Abayev, nutricionista del club, y Peter Scriven, el encargado de los viajes, que había contratado un equipo de cocineros locales, todos ellos aficionados del Panathinaikos y, por lo tanto, rivales del Olympiacos, porque no se me había olvidado lo que le había pasado al Hertha en su hotel de concentración en Glifada. Lo último que quería antes de un partido de la Champions League era que mi equipo quedase mermado por una intoxicación alimentaria.

El hotel Astir Palace ocupaba una bella península sembrada de pinos en Vouliagmeni, corazón de la ribera ateniense, una media hora al sur de la ciudad de Atenas. Peter Scriven había elegido bien, pues el único acceso era por una carretera privada con una barrera de seguridad vigilada por guardias, lo que significaba que los aficionados más entusiastas del Olympiacos que quisieran acercarse a nuestro hotel a tocar el claxon no llegarían ni a acercarse. Era probable que el hotel hubiera visto días mejores. Le faltaba la clase del Grande Bretagne, por no decir las vistas históricas. La comida era sencilla, el bar resultaba un tanto pobre y, a pesar de que era numeroso, el personal era lento y abúlico. Las comodidades eran, no obstante, ideales para hospedar a un grupo de adolescentes creciditos: un bungalow individual para cada jugador, un gimnasio muy moderno y bien equipado, una bonita piscina que daba al mar y varias playas privadas. Había incluso un campo de fútbol sala. Frente al hotel había un helipuerto y un pequeño puerto deportivo desde los que el helicóptero y la lancha de lujo de Viktor no paraban de hacer viajes al The Lady Ruslana, que se encontraba anclado a unos cien metros de la costa con la proa orientada hacia el hotel. Parecía una islita de color blanco perla.

Como es evidente, el equipo tenía prohibido ir a Atenas o a Glifada para explorar la vida nocturna de la ciudad y yo mismo les había dado dinero a los guardias de la entrada para que no permitieran visitas femeninas al equipo. Antes de cenar me llevé a Bekim Develi y a Gary Ferguson a El Pireo, donde íbamos a dar una rueda de prensa en la sala de prensa del estadio Karaiskakis. Al principio, la mayoría de las preguntas complicadas las hizo la prensa inglesa, lo que no era de extrañar, dado que habíamos perdido 3-1 frente al Leicester. Luego, intervinieron los griegos, que tenían su propia táctica, y la situación se complicó un poco más en el momento en que alguien preguntó por qué daba la impresión de que Alemania la tenía tomada con Grecia.

—¿A qué se refiere?

—¿Por qué nos odian los alemanes?

Decidí ignorar el comportamiento de los hinchas griegos con el Hertha de Berlín y respondí que no creía que aquella afirmación fuera cierta.

—Todo lo contrario —añadí—, tengo muchísimos amigos alemanes que adoran Grecia.

—En ese caso, ¿por qué están los alemanes empeñados en crucificarnos por un préstamo del Banco Central Europeo? Ya estamos de rodillas, pero parece que quieran que nos arrastremos.

Negué con la cabeza y contesté que no estaba en El Pireo para responder a preguntas sobre política. Lo más probable es que todo hubiera acabado bien con una respuesta honesta como aquella, pero resulta que Bekim —criado en Rusia, sí, pero nacido en Turquía, ancestral enemiga de Grecia— intervino y el tema se deterioró cuando hizo algunos comentarios no muy diplomáticos acerca del gasto público del país y comentó que dudaba que fuera necesario que Grecia tuviera el mayor ejército de Europa. El hecho de que hablase griego con fluidez empeoró el asunto porque no teníamos ni idea de lo que estaba diciendo y, además, impedía que pudiéramos culpar a Ellie, nuestra intérprete, de que estuviera traduciendo mal sus respuestas. Cuando le preguntaron si le preocupaba la gran manifestación que se había convocado para la noche del partido frente al Parlamento, el ruso respondió que ya era hora de que algunos de los manifestantes invirtieran sus energías en sacar a Grecia del agujero. Es más, que también podían empezar a limpiar la ciudad que, en su opinión, estaba pidiendo a gritos que alguien se ocupara de ella.

—Habéis estado viviendo por encima de vuestras posibilidades durante casi veinte años —añadió en inglés para que lo entendieran también nuestros periodistas—. Ya va siendo hora de que paguéis la cuenta.

Varios periodistas griegos se pusieron de pie y reprendieron al futbolista, momento en que Ellie nos recomendó que lo mejor sería poner fin a la rueda de prensa.

De vuelta al hotel, me maldije a mí mismo por haber llevado al ruso a la rueda de prensa.

—La primera vez puede parecer desafortunado —dije—, pero, la segunda, empieza a dar la sensación de que no estoy teniendo el más mínimo cuidado.

—Lo siento, jefe. No quería causarte problemas.

—Pero ¿es que te ha poseído el diablo? Joder, bastante chungos son ya sus hinchas cuando el partido es amistoso. Has conseguido que mañana se vayan a emplear a fondo.

—Ya iba a ser duro de todas formas —observó—. Eso lo sabemos todos. Sus aficionados son unos hijos de puta y nada de lo que yo diga va a empeorar su manera de comportarse. Además, tampoco he dicho nada que no sepan.

—Somos un equipo de fútbol, no un grupo de presión. No tuviste suficiente con dar por el culo a los rusos cuando estuvimos allí, y ahora les tienes que meter el dedo en el ojo a los griegos. Pero ¿qué te pasa?

—Me encanta este país y odio ver lo que le están haciendo. Grecia es maravillosa y le están dando por el culo una panda de anarquistas y comunistas.

Se encogió de hombros y se puso a mirar por la ventanilla del coche las paredes llenas de pintadas, las tiendas y las oficinas abandonadas, los montones de basura sin recoger, las carreteras llenas de baches, los mendigos y los limpiacristales de los semáforos y sentados en la hierba que crecía junto a las aceras. Puede que Grecia fuera un país maravilloso, pero Atenas era un asco.

—Me encanta —susurró—. De verdad.

—Pues no entiendo por qué, joder —comentó Gary—. Mira cómo está todo. Solo hay putos borrachos y gorrones sociales. Nunca lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos. Dios, y mira que he vivido épocas complicadas en mis tiempos, pero Atenas... Joder, Bekim, ¿cómo se puede decir que esto es una capital? Pero si Toxteth está en mejor estado que la puta Atenas.

—Oye, jefe, tengo una idea —empezó a decir Bekim entre risas—. Después del partido, ¿por qué no dejas que sea Gary quien responda en la rueda de prensa?

La mano de Dios

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