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Había ido de vacaciones a Berlín con mi novia, Louise Considine. Es poli, inspectora de la Policía Metropolitana londinense, pero no se lo vamos a tener en cuenta. En especial, porque es guapísima. En la foto que lleva en las credenciales de la placa parece que está anunciando un nuevo perfume: «Metropo, de Moschino, poder para arrestar». A pesar de ello, la suya es una belleza muy natural, y su carisma es tan grande que siempre me ha recordado a uno de esos elfos regios de El Señor de los Anillos: Galadriel o Arwen. A mí, al menos, me vale. Siempre me ha encantado Tolkien. Y es probable que a Louise también.

Paseamos mucho y disfrutamos de las vistas. La mayor parte del tiempo conseguí mantenerme alejado de la televisión y del Mundial. Prefería mirar la maravillosa vista —una de las mejores de la ciudad— que teníamos de la Puerta de Brandeburgo desde la habitación o leer un libro; pero sí que me senté a ver el sorteo de la Champions League en Al-Jazeera. Eso era trabajo.

Como era habitual, el sorteo tuvo lugar a mediodía en la sede de la UEFA, en Nyon, Suiza. El presidente de la junta directiva del City, Phil Hobday, estaba entre el aparentemente desconcertado público y, en un momento dado, lo vi con cara de estar sumido en un profundo tedio. Sin duda, el suyo no es un trabajo que envidie. Cuando se acercaba la hora del sorteo, me encontraba hablando por Skype con Viktor, que estaba en su enorme suite del ático del Copacabana Palace, en Río. Mientras esperábamos que el invitado florero sacara nuestra bolita de una de las copas y la desenroscara —un proceso laborioso y francamente absurdo—, Viktor y yo hablábamos de nuestro último fichaje: Prometheus.

—Iba a firmar con el Barcelona, pero le he persuadido para que se uniera a nosotros. Es un poco testarudo, pero eso es lo que cabe esperar de un talento tan prodigioso como el suyo.

—Esperemos que no sea un chico problemático cuando llegue a Londres.

—Oh, no me cabe duda de que Prometheus va a necesitar un buen consejero de jugadores para que le informe de cómo son las cosas y para evitar que se meta en problemas. El agente del chico, Kojo Ironsi, tiene una serie de sugerencias a ese respecto.

—Creo que es mejor que sea el club quien designe al consejero, no su agente. Queremos a alguien que sea leal al equipo, no al jugador. De lo contrario, jamás seremos capaces de controlarlo. Ya he vivido antes este tipo de situaciones. Niñatos tercos que se creen que lo saben todo. Consejeros que se alían con los jugadores, que mienten por ellos y que ocultan sus defectos y limitaciones.

—Puede que tengas razón, Scott, pero podría ser peor, ¿sabes? El inglés del chico es bastante bueno.

—Lo sé. He estado leyendo lo que tuiteó antes del partido de su selección contra Argentina, en el Grupo F.

No estaba de acuerdo con Viktor en creer que eso fuera bueno. A veces, es mejor para el equipo que un jugador con un gran ego apenas sepa comunicarse con los demás. Hasta ese momento había resistido la tentación de hablar del destino del Prometeo mitológico. Castigado por Zeus por el crimen de robar el fuego y entregárselo al ser humano, lo encadenaron a una roca donde, durante el día, un águila le comía el hígado, que se le regeneraba por la noche porque, claro está, Prometeo era inmortal. Un castigo jodido.

—Oye, Viktor, ya que tú has hablado con él, quizá sería mejor que lo convencieras de que dejara de tuitear sobre el gran talento que tiene. Así, la prensa británica no se le echará encima cuando llegue a Inglaterra.

—¿Qué ha dicho?

—Algo acerca de Lionel Messi. Que cuando se encontraran en el terreno de juego sería como Nadal contra Federer, pero que él esperaba salir ganando.

—Bueno, tan malo no es, ¿no?

—Viktor, Messi se ha ganado sus galones. El tío es un fenómeno. Prometheus necesita un poco de humildad si quiere sobrevivir en Inglaterra. —Miré la televisión—. Espera. Creo que salimos ya.

Al London City le tocó enfrentarse al Olympiacos, un equipo griego afincado en El Pireo. El partido de ida de la ronda de clasificación, que se jugaba a finales de agosto, sería en Atenas. Se lo comuniqué a Viktor.

—No sé, ¿eso es bueno? —me preguntó—. ¿Enfrentarnos a los griegos?

—Sí, yo diría que sí. Aunque, claro está, la cosa estará muy caliente por allí.

—¿Es un buen equipo?

—No lo conozco mucho. Solo sé que el Fulham acaba de comprar a su mejor delantero por doce millones de libras.

—Eso juega a nuestro favor.

—Supongo. Pero creo que debería viajar a Grecia antes o después para estudiarlos. Para elaborar un informe.

Louise había permanecido callada durante mi conversación con Viktor pero, en cuanto acabé de hablar por Skype con él, me dijo:

—Yo diría que a ese viaje tendrás que ir solo, cariño mío. He estado en Atenas. Había una huelga general y los disturbios sumieron la ciudad en el caos. Vandalismo en las calles, grafitis por todos lados, no recogían la basura, una derecha despiadada, cócteles molotov contra las librerías. Juré que no volvería nunca.

—Yo diría que antes era peor. Por lo que he leído en los periódicos, parece que la cosa va un poco mejor desde la votación en el Parlamento por lo de su deuda pública.

—Hum, no me convences. Piensa que fueron los griegos quienes inventaron la palabra para definirlo: caos.

Cuando terminó el sorteo, Louise y yo fuimos a comer con Bastian Hoehling, un viejo amigo que entrena a un equipo berlinés, el Hertha BSC. El Hertha no es un club tan exitoso como el Dortmund o el Bayern de Múnich, pero que lo sea solo es cuestión de tiempo y dinero —de lo que hay mucho en Berlín—. Su campo, que han renovado hace poco, fue el estadio de los Juegos Olímpicos de 1936 y, con un aforo de setenta y cinco mil personas, es uno de los más impresionantes de Europa. Dado que la gente se muda a Berlín constantemente —en especial, gente joven—, el club, que acaba de ascender a la Bundesliga, cuenta con una buena hinchada. Puede que la Premier League inglesa no sea comparable a nada y que los dos mejores clubes del mundo estén en España, pero todo el que entienda de fútbol sabe que el futuro lo va a definir Alemania.

Nos encontramos con Bastian y Jutta, su esposa, en el «restaurante esfera» que está en lo alto de la antigua torre de televisión, y cuando acabamos de hablar de las espectaculares vistas que desde allí había de la ciudad y de la circundante campiña prusiana, del excelente clima del que estábamos disfrutando y del Mundial, salió el tema de la Champions League y del emparejamiento del City con el Olympiacos.

—Cuando acabe el Mundial —comenzó a decir Bastian—, el Hertha tiene una gira de pretemporada por Grecia. Un partido contra el Panathinaikos, otro contra el Aris Salónica y otro contra el Olympiacos. Los dueños del club han pensado que sería bueno para las relaciones entre alemanes y griegos. Durante un tiempo, Alemania estuvo muy mal vista en Grecia. Es como si nos culpasen por todos sus males económicos. Nuestro viaje alberga la esperanza de recordarles a los griegos las cosas buenas que Alemania ha hecho por su país. De ahí el nombre de nuestra competición peninsular: Copa Schliemann. Heinrich Schliemann fue el alemán que encontró la famosa máscara de oro de Agamenón, que se puede ver en el Museo Nacional de Arqueología de Atenas. Uno de nuestros patrocinadores va a lanzar un nuevo producto en Grecia y esta competición le ayudará a poner los engranajes en marcha. Fakelaki, creo que lo llaman. O puede que miza.

—Creo que fakelaki no es —comentó Louise, que hablaba un poco de griego—. Eso hace referencia a un sobrecito que se le pasa a un médico para que se encargue antes de un paciente.

—Pues miza, entonces —respondió Bastian—. En cualquier caso, es una forma de que Alemania ayude a inyectar algo de dinero en el fútbol griego. El Panathinaikos y el Aris son clubes que pertenecen a los aficionados, que es una idea muy arraigada entre los alemanes.

—¿Quieres decir que en el fútbol alemán no hay ningún Viktor Sokolnikov ni ningún Roman Abramovich? —le preguntó Louise.

Bastian sonrió.

—No. Tampoco hay jeques. Nuestros clubes son alemanes, están en manos de alemanes y los dirigen alemanes. Todos los equipos alemanes tienen que tener al menos un cincuenta y uno por ciento de sus acciones en manos de aficionados. Eso ayuda a que el precio de las entradas no suba.

—Pero ¿eso no significa que hay menos dinero para fichar a jugadores? —preguntó Louise.

—El fútbol alemán cree en las academias —respondió Bastian—. En desarrollar jóvenes talentos, no en comprar al último chico de oro.

—Por eso se os dan mejor los Mundiales.

—Yo diría que sí. Preferimos invertir dinero en el futuro, no en agentes de jugadores. Y los entrenadores tienen que rendir cuentas a los hinchas, no a los caprichos de un oligarca corrupto. —Sonrió—. Eso significa que, en uno o dos años, en cuanto Scott haya sido despedido por su amo, acabará dirigiendo un club alemán.

—Hasta ahora no puedo quejarme.

Lo que no era del todo cierto. Me daba lo mismo que Viktor hubiera comprado a Prometheus sin consultarme, o incluso a Bekim Develi. Pero, desde luego, eso nunca habría sucedido en un equipo alemán.

—Scott, deberías venir con nosotros al partido del Olympiacos. Podrías hacer los deberes de la Champions League como invitado del Hertha. Nos encantaría que nos acompañaras. ¿Quién sabe? Quizá hasta podamos intercambiar opiniones.

—No es mala idea. Puede que acepte la invitación. En cuanto hayamos acabado nuestro viaje de pretemporada por Rusia.

—¿Rusia? ¡Vaya!

—Jugaremos contra el Lokomotiv de Moscú, el Zenit de San Petersburgo y el Dinamo de San Petersburgo. Suena raro, pero creo que no empezaré a relajarme hasta que todo el equipo haya vuelto sano y salvo de Río.

—Te entiendo muy bien. A mí me pasa lo mismo. Y mira que pensaba que corríamos un riesgo por ir a Grecia. Pero ¿Rusia? Joder.

Me encogí de hombros.

—¿Qué podría salir mal?

—¿Aparte de todos esos hinchas racistas que están tarados?

—Aparte de todos esos hinchas racistas que están tarados.

—Mira por la ventana. Todo lo que ves era la RDA. —Hizo una mueca—. Estamos en Berlín Este, Scott. Tu pregunta, eso de ¿qué podría salir mal?, nos la hacíamos a diario hace unos años. Y cada día obteníamos la misma respuesta: cualquier cosa. Con los rusos, cualquier cosa es posible.

—No creo que vaya a pasar nada. Es Viktor quien ha preparado el viaje. Si él no puede asegurar que una pretemporada en Rusia sea segura, nadie puede.

—Espero que tengas razón. Pero Rusia no es una democracia. Aparenta serlo, nada más. El país está gobernado por un dictador que ha aprendido de otros dictadores y que ha salido adelante gracias a su política dictatorial. Así que recuerda: en una dictadura puede pasar cualquier cosa y, de hecho, lo habitual es que pase.

A veces, a toro pasado, resulta que un buen consejo puede parecerse más a una profecía.

La mano de Dios

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