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1 SOLO LA OSCURIDAD

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En lo más profundo de la oscuridad, lejos del calor, el sol y las lunas, permanezco tumbado, tan inmóvil como la piedra que me rodea y aprisiona mi encogido cuerpo en un útero espantoso. No puedo ponerme de pie. No puedo estirarme. Tan solo puedo ovillarme como un marchito fósil del hombre que una vez fui. Tengo las manos esposadas a la espalda. Desnudo sobre la roca helada.

A solas con las tinieblas.

Parece que han pasado meses, años, milenios desde la última vez que desdoblé las rodillas, desde que tuve la columna en una posición distinta a la de un garfio. El dolor es locura. Las articulaciones se me anquilosan como el hierro oxidado. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que vi a mis amigos dorados desangrándose sobre la hierba? ¿Desde que sentí el suave beso de Roque en la mejilla cuando me partió el corazón?

El tiempo no es un río.

Aquí no.

En esta tumba, el tiempo es la roca. Es la oscuridad, permanente e inflexible, y su única medida son los péndulos gemelos de la vida: la respiración y los latidos de mi corazón.

Inspirar. Pum... pum. Pum... pum.

Espirar. Pum... pum. Pum... pum.

Inspirar. Pum... pum. Pum... pum.

Y se repite eternamente. Hasta... ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que muera de viejo? ¿Hasta que me reviente el cráneo contra la piedra? ¿Hasta que me arranque los tubos que los amarillos me han ensartado en el bajo vientre para forzar los nutrientes hacia mi interior y los excrementos hacia el exterior?

«¿O hasta que te vuelvas loco?».

—No.

Aprieto los dientes.

«Síííí».

—Es solo la oscuridad.

Cojo aire. Me calmo. Rozo las paredes siguiendo mi patrón relajante. Espalda, dedos, coxis, talones, dedos de los pies, rodillas, cabeza. Repito. Una docena de veces. Cien. ¿Por qué no asegurarse? Que sean mil.

Sí. Estoy solo.

Podría haber pensado que existen destinos peores que este, pero ahora sé que no es así. El hombre no es una isla. Necesitamos a quienes nos aman. Necesitamos a quienes nos odian. Necesitamos que otros nos amarren a la vida, que nos den una razón para vivir, para sentir. Y yo tan solo tengo las tinieblas. A veces grito. A veces me río durante la noche, durante el día. ¿Quién sabe cuándo? Me río para pasar el rato, para consumir las calorías que el Chacal me da y que hacen que mi cuerpo se estremezca hasta dormirse.

También sollozo. Tarareo. Silbo.

Escucho las voces de arriba. Que me llegan desde el interminable mar de oscuridad. Y de asistirlas se encarga el enloquecedor estrépito de cadenas y huesos que hace vibrar las paredes de mi prisión. Tan cerca y sin embargo a mil kilómetros de distancia, como si justo al otro lado de la oscuridad existiera un universo entero y yo no pudiera verlo, no pudiera tocarlo, saborearlo, sentirlo o perforar ese velo para volver a pertenecer al mundo una vez más. Estoy encarcelado en la soledad.

Ahora oigo las voces. Las cadenas y los huesos que se mueven despacio por mi prisión.

¿Son mías las voces?

Me entra la risa ante tal ocurrencia.

Maldigo.

Conspiro. «Asesinar».

«Masacrar. Arrancar. Desgarrar. Quemar».

Suplico. Alucino. Negocio.

Gimoteo plegarias a Eo, feliz de que ella se haya ahorrado un destino como este.

«No te escucha».

Canto baladas infantiles y recito La tierra moribunda, El farolero, el Ramayana, La Odisea en griego y en latín y luego en lenguas muertas como el árabe, el inglés, el chino y el alemán, sacados de los recuerdos de los volcados de datos que Matteo me hizo cuando yo era poco más que un crío. Buscando fuerzas en el argivo que tan solo deseaba encontrar el camino de vuelta a casa.

«Te olvidas de lo que hizo».

Odiseo fue un héroe. Derribó las murallas de Troya con su caballo de madera. Igual que yo derribé a los ejércitos de los Belona en la Lluvia de Hierro sobre Marte.

«Y entonces...».

—No —replico—. Silencio.

«... sus hombres entraron en Troya. Encontraron madres. Encontraron hijos. ¿Adivinas lo que hicieron?».

—¡Cállate!

«Ya sabes lo que hicieron. Hueso. Sudor. Carne. Ceniza. Llanto. Sangre».

Las tinieblas se carcajean jubilosas.

«Segador, Segador, Segador... Todas las hazañas que perduran están pintadas con sangre».

¿Estoy dormido? ¿Estoy despierto? He perdido el norte. Todo sangra junto, me ahoga en visiones y susurros y sonidos. Una y otra vez, sujeto los frágiles tobillitos de Eo. Le rompo la cara a Julian. Oigo a Pax, y a Quinn, y a Tacto, y a Lorn, y a Victra exhalar su último aliento. Tanto dolor. ¿Y para qué? Para fallar a mi esposa. Para fallar a mi pueblo.

«Y fallar a Ares. Fallar a tus amigos».

¿Cuántos me quedarán?

¿Sevro? ¿Ragnar?

¿Mustang?

«Mustang. ¿Y si sabe que estás aquí...? ¿Y si no le importa? ¿Y por qué iba a importarle? Tú que cometiste traición. Tú que mentiste. Tú que utilizaste su mente. Su cuerpo. Su sangre. Le mostraste tu verdadero rostro y huyó. ¿Y si fue ella? ¿Y si te traicionó ella? ¿Podrías amarla, en ese caso?».

—¡Cállate! —me grito a mí mismo, a la oscuridad.

No pienses en ella. No pienses en ella.

«¿Y por qué no? La echas de menos».

La oscuridad engendra una visión de Mustang, como tantas otras antes de esta: una chica alejándose de mí a caballo por un campo verde, volviéndose sobre su silla y riéndose para que la siga. Su pelo ondea al viento como lo haría el heno estival que escapa revoloteando del remolque de un granjero.

«Tienes ansias de ella. La amas. La chica dorada. Olvídate de la zorra roja».

—No. —Me golpeo la cabeza contra la piedra—. Es solo la oscuridad —susurro.

Solo la oscuridad que juega con mi mente. Pero aun así intento olvidar a Mustang, a Eo. No hay mundo más allá de este lugar. No puedo extrañar lo que no existe.

La sangre cálida de las viejas costras que acabo de volver a abrirme me resbala por la frente. Me corre por la nariz. Estiro la lengua y tanteo la pared helada con ella hasta que doy con las gotas. Paladeo la sal, el hierro marciano. Despacio. Despacio. Dejo que la sensación novedosa se alargue. Que el sabor persista y me recuerde que soy un hombre. Un rojo de Lico. Un sondeainfiernos.

«No. No lo eres. No eres nada. Tu esposa te abandonó y te robó a tu hijo. Tu puta te dio la espalda. No eras lo bastante bueno para ella. Eras demasiado orgulloso. Demasiado estúpido. Demasiado cruel. Ahora, te han olvidado».

¿Es así?

La última vez que vi a la chica dorada, estaba arrodillado junto a Ragnar en los túneles de Lico, pidiéndole a Mustang que traicionara a su propia gente y viviese para más. Sabía que, si ella decidía unirse a nosotros, el sueño de Eo florecería. Tendríamos un mundo mejor al alcance de los dedos. Pero Mustang se marchó. ¿Sería capaz de olvidarme? ¿La habrá abandonado su amor por mí?

«Únicamente amaba tu máscara».

—Es solo la oscuridad. Solo la oscuridad. Solo la oscuridad —farfullo cada vez más rápido.

Yo no debería estar aquí.

Debería estar muerto. Después de la muerte de Lorn, iban a entregarme a Octavia para que sus tallistas pudieran diseccionarme y descubrir los secretos de cómo me convertí en dorado. Para ver si era posible que hubiera otros como yo. Pero el Chacal hizo un trato. Me reservó para sí. Me torturó en su hacienda de Ática preguntándome por los Hijos de Ares, por Lico y por mi familia. Jamás me dijo cómo había descubierto mi secreto. Le supliqué que acabara con mi vida.

Al final, me dio estas piedras.

«Cuando se ha perdido todo, el honor reclama la muerte —me dijo una vez Roque—. Es un final noble». Pero ¿qué iba a saber de la muerte un poeta rico? Los pobres conocen la muerte. Los esclavos conocen la muerte. Sin embargo, a pesar de que la ansío, también la temo. Porque cuanto más veo de este mundo cruel, menos creo en que termine en una especie de agradable ficción.

El valle no es real.

Es una mentira que los padres y las madres cuentan a sus hijos famélicos para darles un motivo para el horror. Pero no lo hay. Eo ya no está. No llegó a verme luchar por su sueño. No le importó mi destino en el Instituto o si quise a Mustang, porque el día en que murió, se convirtió en nada. No existe otra cosa que no sea este mundo. Es nuestro principio y nuestro final. Nuestra única oportunidad de ser felices antes del fin.

«Sí. Pero tú no tienes por qué acabar. Puedes escapar de este lugar —me susurra la oscuridad—. Di las palabras. Dilas. Sabes cómo hacerlo».

Tiene razón. Claro que sé.

—Lo único que tienes que decir es «No puedo más» y todo esto terminará —me dijo el Chacal hace mucho tiempo, antes de bajarme a este infierno—. Te meteré en una preciosa hacienda para el resto de tus días y te enviaré rosas cálidas y hermosas y comida suficiente para que engordes más que el Señor de la Ceniza. Pero esas palabras conllevan un precio».

«Merece la pena pagarlo. Sálvate a ti mismo. Nadie más va a hacerlo».

—Ese precio, querido Segador, es tu familia.

La familia que él se llevó por la fuerza de Lico sirviéndose de sus lurchers y que ahora tiene encerrada en la cárcel de las entrañas de su fortaleza de Ática. Nunca me ha permitido verlos. Nunca me ha permitido decirles que los quiero y que lamento no haber sido lo bastante fuerte para protegerlos.

—Alimentaré con ellos a los prisioneros de esta fortaleza —me dijo—. A estos hombres y mujeres que tú opinas que deberían gobernar en lugar de los dorados. Una vez que veas el animal que hay en el hombre, sabrás que yo tengo razón y tú te equivocas. Los dorados deben gobernar.

«Deja que acabe con ellos —dice la oscuridad—. Es un sacrificio práctico. Sabio».

—No... no lo permitiré...

«Tu madre querría que vivieras».

No a ese precio.

«¿Qué hombre podría comprender el amor de una madre? Vive. Por ella. Por Eo».

¿Sería eso lo que querría? ¿Tiene razón la oscuridad? Al fin y al cabo, soy importante. Eso dijo Eo. Y Ares también lo dijo, me escogió. A mí de entre todos los rojos. Puedo romper las cadenas. Puedo vivir para más. Escapar de esta prisión no es un acto egoísta por mi parte. Desde un punto de vista global, es desinteresado.

«Sí. Totalmente desinteresado...».

Mi madre me suplicaría que hiciera este sacrificio. Kieran lo entendería. Y también mi hermana. Puedo salvar a nuestro pueblo. El sueño de Eo debe hacerse realidad a cualquier coste. Perseverar es mi responsabilidad. Es mi derecho.

«Pronuncia esas palabras».

Estampo una vez más la cabeza contra la piedra y le grito a la oscuridad que se largue. No puede engañarme. No puede acabar conmigo.

«¿No lo sabías? Todos los hombres se quiebran».

Su aguda carcajada se mofa de mí y se prolonga eternamente.

Y sé que está en lo cierto. Todos los hombres se quiebran. Yo ya lo hice cuando el Chacal me torturó. Le dije que provenía de Lico. Dónde podía encontrar a mi familia. Pero hay una forma de salir de aquí para honrar lo que soy. Lo que Eo amaba. Para acallar las voces.

—Roque, tenías razón —susurro—. Tenías razón.

Solo quiero estar en casa. Estar fuera de aquí. Pero es imposible. Lo único que queda, la única salida honorable para mí, es la muerte. Antes de que traicione aún más parte de lo que soy.

La muerte es la salida.

«No seas idiota. Para. Para».

Me golpeo la cabeza contra la pared con más fuerza que antes. No para castigarme, sino para matarme. Para terminar conmigo mismo. Si no hay un final agradable tras este mundo, entonces me bastará con la nada. Pero si existe un valle tras este plano, lo encontraré. Voy para allá, Eo. Por fin estoy de camino.

—Te quiero.

«No. No. No. No. No».

Vuelvo a despedazarme el cráneo contra la roca. El calor se derrama por mi rostro. Chispas de dolor bailan en la negrura. La oscuridad me grita, pero yo no me detengo.

Si este es el final, me precipitaré hacia él con furia.

Pero cuando echo la cabeza hacia atrás para asestar un último y tremendo golpe, la existencia cruje. Retumba como un terremoto. No es la oscuridad. Es algo que hay más allá. Algo que hay en la propia piedra, que se torna cada vez más estruendoso y chirriante sobre mi cabeza hasta que las tinieblas se resquebrajan y una implacable espada de luz lanza una cuchillada.

Mañana azul

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