Читать книгу Mañana azul - Pierce Brown - Страница 15
6 VÍCTIMAS
ОглавлениеEntrecierro los ojos para mirar más allá de Holiday cuando un escudo defensivo iridiscente se propaga formando ondas sobre los siete picos de Ática y nos aísla de las nubes y el cielo lejano. El generador del escudo debió de quedar fuera del alcance de la onda expansiva del pulso electromagnético. No nos llegará ayuda desde el otro lado del escudo.
—¡Trigg! ¡Vuelve aquí! —grita la gris en cuanto su hermano planta la última mina en el puente.
Un solo disparo hace añicos la mañana invernal. Su eco es quebradizo y frío. Lo siguen otros. Crac. Crac. Crac. La nieve salta alrededor de Trigg. El chico corre hacia nosotros y Holiday se agacha para cubrirlo, con el rifle dándole sacudidas en el hombro. Con gran esfuerzo, consigo incorporarme. Me duelen los ojos cuando intento enfocar la vista bajo la luz del sol. El hormigón estalla delante de mí. Algunos fragmentos me desgarran la cara. Me agacho temblando de miedo. Los hombres del Chacal han encontrado sus armas de repuesto.
Vuelvo a asomarme. Con los párpados entornados, veo a Trigg atrapado a medio camino de donde nos encontramos nosotros, intercambiando disparos con un escuadrón de grises que llevan rifles de gas. Salen en tropel de las puertas herméticas de la fortaleza, que ahora ya están abiertas en el extremo contrario del puente. Caen dos. Otros se acercan a una mina de proximidad y desaparecen en una nube de humo cuando Trigg la activa disparando a los pies de los soldados. Holiday se carga a otro justo cuando su hermano consigue ponerse a cubierto, herido de bala en el hombro. Se pone una inyección de estimulantes en el muslo y vuelve al combate. Una bala impacta contra el hormigón delante de mí y sale despedida hacia Holiday. Penetra justo por debajo de la axila de su armadura y la alcanza en las costillas con un ruido carnoso.
Cae al suelo. Las balas me obligan a acuclillarme a su lado. Llueve hormigón. La chica escupe sangre y en su respiración hay un eco húmedo, de flemas.
—La tengo en el pulmón —resuella mientras trata de sacarse una inyección de estimulantes de un bolsillo de la pierna.
Si los circuitos de su armadura no estuvieran fritos, los medicamentos se le inyectarían de manera automática. Pero Holiday tiene que abrir el estuche y aplicarse una dosis manualmente. La ayudo liberando una de las microjeringuillas y clavándosela en el cuello. Se le dilatan las pupilas y se le ralentiza la respiración cuando los narcóticos se mezclan con su sangre. A mi lado, Victra sigue con los ojos cerrados.
Los disparos cesan. Con cuidado, echo un vistazo a la escena. Los grises del Chacal están escondidos detrás de las paredes de hormigón y los pilones del puente, a unos sesenta metros de distancia. Trigg recarga sus armas. Lo único que se oye es el viento. Algo va mal. Escudriño el cielo, temeroso del silencio. Se acerca un dorado. Lo noto en el pulso de la batalla.
—¡Trigg! —grito hasta que se me estremece el cuerpo—. ¡Corre!
Holiday ve la expresión de mi rostro. Consigue levantarse y jadea de dolor cuando Trigg abandona su posición a cubierto y sus botas lo hacen resbalar sobre el puente cuajado de hielo. Se cae y vuelve a levantarse, avanza hacia nosotros con dificultad, aterrorizado. Es demasiado tarde. A su espalda, Aja au Grimmus atraviesa a toda prisa la puerta de la fortaleza dejando atrás a los grises, a los obsidianos que acechan en las sombras. Va ataviada con su chaqueta negra formal. Sus largas piernas se acercan ahora a Trigg. Es una de las imágenes más tristes que he visto en mi vida.
Disparo mi revólver. Holiday descarga su rifle. Tan solo alcanzamos el aire. Aja esquiva, se revuelve y, cuando Trigg está a diez pasos de nosotros, le atraviesa el pecho con su filo. El metal brilla, empapado, a través del esternón del chico. La sorpresa le hace abrir los ojos de par en par. Su boca articula un grito mudo. Y chilla cuando lo levantan en el aire, cuando el filo de Aja lo eleva como si fuera un sapo que se retuerce clavado en el extremo de la improvisada lanza de un crío.
—Trigg... —susurra Holiday.
Tambaleándome, intento echar a andar hacia donde está Aja al tiempo que desenfundo mi filo, pero Holiday tira de mí para ocultarme tras el muro mientras las balas de los grises lejanos resquebrajan el hormigón que nos rodea. La sangre de la chica derrite la nieve que tiene debajo.
—No seas estúpido —gruñe, y me arrastra hacia el suelo con las últimas fuerzas que le quedan—. No podemos ayudarlo.
—¡Es tu hermano!
—Él no es la misión. Tú sí.
—¡Darrow! —grita Aja desde el puente.
Holiday se asoma para ver dónde está Aja con su hermano, la cara de la Furia exangüe y serena. Con una sola mano, el caballero mantiene a Trigg en alto clavado en la punta de su lanza. El chico se retuerce sobre la hoja. Se desliza poco a poco hacia la empuñadura.
—Buen hombre, se ha acabado el tiempo de ocultarse detrás de los demás. Sal.
—No lo hagas —murmura Holiday.
—Sal —repite la Furia.
Y hace que Trigg salga disparado de su hoja y vuele por encima del puente. El gris cae doscientos metros antes de que su cuerpo se haga pedazos contra un saliente de granito situado más abajo.
Holiday emite un gruñido sofocante y enfermizo. Levanta su rifle vacío y aprieta el gatillo una docena de veces apuntando a Aja. El caballero se agacha antes de darse cuenta de que el arma de la gris está descargada. Tiro de ella hacia abajo cuando la bala de un francotirador que apuntaba a su pecho impacta contra su pistola, haciéndola añicos y machacándole un dedo. Nos sentamos con la espalda pegada al hormigón, temblando, uno a cada lado de Victra.
—Lo siento —consigo decir.
Ella no me oye. Le tiemblan las manos aún más que a mí. No hay lágrimas en sus ojos distantes. No hay color en su rostro surcado de arrugas.
—Vendrán —dice tras un momento de silencio. Sigue el humo verde con la mirada—. Tienen que venir.
La sangre le empapa la ropa y le gotea por la comisura de la boca antes de congelársele en el cuello. Se saca un cuchillo de la bota e intenta ponerse en pie, pero su cuerpo ya no puede más. Su respiración es húmeda y espesa, huele a cobre.
—Vendrán.
—¿Cuál es el plan? —le pregunto. Se le cierran los ojos. La zarandeo—. ¿Cómo van a venir?
Señala con la cabeza hacia el borde de la plataforma de aterrizaje.
—Escucha.
—¡Darrow! —La voz de Casio retumba sobre el viento. Se ha sumado a Aja—. Darrow de Lico, ¡sal! —Su voz intensa no es apta para un momento como este. Es demasiado majestuosa, aguda y ajena a la tristeza que nos devora. Me seco las lágrimas de los ojos—. Debes decidir quién eres realmente, Darrow. ¿Te entregarás como un hombre? ¿O tendremos que sacarte como a una rata de una cueva?
Se me acumula la rabia en el pecho, pero no quiero ponerme de pie. Antaño lo habría hecho, cuando vestía la armadura de un dorado y creía que me alzaría sobre el asesino de Eo y revelaría mi verdadero rostro mientras las ciudades ardían y su color dorado se derrumbaba. Pero esa armadura ya no está. La duda y la oscuridad han carcomido la máscara del Segador. No soy más que un muchacho, y tiemblo, y me encojo, y me escondo de mi enemigo porque sé cuál es el precio del fracaso y tengo muchísimo miedo.
Pero no permitiré que me atrapen. No seré su víctima, y no dejaré que Victra vuelva a caer en sus manos.
—A la mierda con todo —digo.
Agarro a Holiday por el cuello y a Victra por la mano y, con los ojos brillantes a causa del esfuerzo, cegado por el sol que se refleja en la nieve y con la cara entumecida, las saco de nuestro escondite y las arrastro con todas mis fuerzas hacia el extremo de la plataforma azotado por el viento.
Mis enemigos guardan silencio.
El espectáculo que debo de ofrecer —el de una forma negra y vacilante que arrastra a sus amigas, con los ojos hundidos y la cara de un viejo demonio famélico, con barba y ridículo— es patético. Veinte metros por detrás de mí, los dos Caballeros Olímpicos se alzan imperiosos sobre el puente, allá donde este se une con la plataforma de aterrizaje, flanqueados por más de cincuenta grises y obsidianos que han salido de las puertas de la Ciudadela tras Casio. El filo plateado de Aja gotea sangre. Pero no es de ella. Es de Lorn, es el que ella le arrebató a su cadáver. Los dedos de los pies me palpitan dentro de las alpargatas mojadas.
Sus hombres parecen minúsculos recortados contra la fachada de la inmensa fortaleza montañosa. Sus armas de metal, insignificantes y simples. Miro hacia la derecha, lejos del puente. A kilómetros de distancia, una escuadrilla de soldados alza el vuelo desde un pico de montaña apartado que el pulso electromagnético no ha debido de alcanzar. Se dirigen hacia nosotros atravesando una capa de nubes bajas. Los sigue una nave alas ligeras.
—Darrow —me llama Casio mientras avanza junto a Aja desde el puente hasta la plataforma—. No puedes escapar. —Me mira fijamente con unos ojos inescrutables—. El escudo está activado. El cielo bloqueado. Ningún barco podrá entrar a rescatarte. —Observa el humo verde que se eleva hacia el aire invernal desde el bote que descansa en la plataforma nevada—. Acepta tu destino.
El viento aúlla entre nosotros, cargado de copos de nieve que ha arrancado de la montaña.
—¿La disección? —pregunto—. ¿Eso es lo que crees que merezco?
—Eres un terrorista. Has renunciado a cualquier derecho que pudieras tener.
—¿Derechos? —gruño por encima de Victra y Holiday—. ¿A sujetar los pies de mi esposa? ¿A ver morir a mi padre? —Intento escupir, pero la saliva se me queda pegada a los labios—. ¿Qué derecho teníais vosotros a llevároslos?
—No hay nada que debatir. Eres un terrorista, y debes ser llevado ante la justicia.
—Entonces ¿por qué estás hablando conmigo, maldito hipócrita?
—Porque el honor aún importa. «El honor es lo que se recuerda».
Son palabras de su padre. Pero están tan vacías en sus labios como yo las siento en los oídos. Esta guerra se lo ha arrebatado todo. Veo en sus ojos lo destrozado que está. Los terribles esfuerzos que realiza por ser un digno hijo de su padre. Si pudiera, Casio elegiría volver junto a la hoguera que encendimos en las tierras altas del Instituto. Regresaría a los días de gloria en los que la vida era simple, en los que los amigos parecían de verdad. Pero anhelar el pasado no nos limpia la sangre de las manos a ninguno de los dos.
Escucho el gemido del viento que llega desde el valle. Tengo los talones al borde de la plataforma de aterrizaje. Detrás de mí no hay nada más que aire. Aire y la cambiante topografía de una ciudad oscura sobre el suelo del valle, dos mil metros más abajo.
—Va a saltar —le dice Aja con tranquilidad a Casio—. Necesitamos el cuerpo.
—Darrow, no lo hagas —me exhorta él, pero sus ojos me dicen que salte, que tome esa salida en lugar de rendirme, en lugar de ir a la Luna para que me despellejen.
Este es el fin noble. Casio me está cubriendo de nuevo con su capa.
Y lo odio por ello.
—¿Crees que tú tienes honor? —le espeto—. ¿Crees que eres un buen hombre? ¿Te queda alguien a quien amar? ¿Por quién luchas? —La rabia se filtra en mis palabras—. Estás solo, Casio. Pero yo no. No lo estaba cuando me enfrenté a tu hermano en el Paso. Ni cuando me escondí entre vosotros. Ni cuando yacía en la oscuridad. Ni siquiera ahora. —Me aferro con todas mis fuerzas al cuerpo inconsciente de Holiday, entrelazando los dedos con las correas de su armadura. Aprieto la mano de Victra. Araño el borde del abismo con los talones—. Escucha el viento, Casio. Escucha el condenado viento.
Los dos caballeros inclinan ligeramente las cabezas. Y siguen sin entender el extraño gemido que brota del fondo del valle, porque ¿cómo iban a conocer un hijo y una hija de dorados el sonido de una Garra Perforadora horadando la roca? ¿Cómo iban a adivinar que mi gente no vendría desde el cielo, sino desde el corazón de nuestro planeta?
—Adiós, Casio —me despido—. No dejes de esperarme.
Salto de la plataforma impulsándome con ambas piernas, y me arrojo hacia el cielo abierto, arrastrando conmigo a Holiday y a Victra hacia la nada.