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2 PRISIONERO L17L6363

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El techo se abre. La luz me quema los ojos. Los cierro con todas mis fuerzas mientras el suelo de mi celda se levanta hasta que, con un clic, se detiene y quedo expuesto sobre una superficie de piedra lisa. Estiro las piernas y ahogo un grito, a punto de desmayarme a causa del dolor. Las articulaciones me crujen. Los tendones contraídos se desentumecen. Lucho por volver a abrir los ojos bajo la luz iracunda. Se me llenan de lágrimas. Es tan brillante que tan solo soy capaz de atisbar destellos blanqueados del mundo que me rodea.

Fragmentos de voces extrañas me envuelven.

—Adrio, ¿qué es esto?

—¿... ha estado ahí dentro todo este tiempo?

—Qué peste...

Estoy tumbado sobre la piedra. Se extiende a mi alrededor por ambos lados. Negra, con ondas azules y moradas, como el caparazón de un escarabajo de Creonia. ¿Un sueño? No. Veo tazas. Platillos. Un carrito de café. Es una mesa. Esa ha sido mi cárcel. No una especie de abismo abominable. Solo un bloque de mármol de un metro de ancho y doce de largo con el centro hueco. Han cenado encima de mí todas las noches, a escasos centímetros. Sus voces eran los susurros lejanos que oía en la oscuridad. El repiquetear de sus cubiertos y platos mi única compañía.

—Bárbaro...

Ahora me acuerdo. Esta es la mesa sobre la que se sentó el Chacal cuando lo visité tras recuperarme de las heridas que recibí durante la Lluvia de Hierro. ¿Estaría ya entonces planeando mi encarcelamiento? Me habían puesto una capucha cuando me metieron aquí dentro. Creía que estaba en las entrañas de su fortaleza. Pero no. Treinta centímetros de piedra separaban sus banquetes de mi infierno.

Aparto la vista de la bandeja de café que descansa a mi lado. Alguien me mira con fijeza. Varias personas. No soy capaz de verlos a través de las lágrimas y la sangre que tengo en los ojos. Me retuerzo y me hago un ovillo como un topo ciego al que desentierran por primera vez. Estoy demasiado abrumado y aterrorizado para recordar el orgullo o el odio. Pero sé que él me está mirando. El Chacal. Una cara infantil en un cuerpo esbelto, con el pelo del color de la arena peinado hacia un lado. Se aclara la garganta.

—Mis distinguidos invitados. Permitan que les presente al prisionero L17L6363.

Su rostro es el cielo y el infierno a un tiempo.

Ver a otro hombre...

Saber que no estoy solo...

Pero luego recordar lo que me ha hecho... me desgarra el alma.

Otras voces culebrean y restallan, ensordecedoras en su estrépito. Y, a pesar de estar ovillado, siento algo más allá de su ruido. Algo natural, delicado y amable. Algo que la oscuridad me había convencido de que jamás volvería a sentir. Entra suavemente a través de una ventana abierta y me besa la piel.

Una brisa invernal traspasa el hedor sustancioso y húmedo de mi mugre y me hace pensar que, en algún lugar, hay un niño corriendo entre la nieve y los árboles, acariciando las cortezas y las agujas de los pinos y llenándose el pelo de resina. Es un recuerdo que sé que nunca ha sido, pero siento que debería. Esa es la vida que habría querido. El hijo que podría haber tenido.

Lloro. Menos por mí que por ese crío que piensa que vive en un mundo bueno, donde su padre y su madre son tan grandes y fuertes como las montañas. Ojalá yo pudiera volver a ser así de inocente. Ojalá supiera que este momento no es un truco. Pero lo es. El Chacal no da si no es para quitar. Pronto la luz será un recuerdo y la oscuridad volverá. Mantengo los ojos cerrados con fuerza, escucho las gotas de sangre de mi cara que caen sobre la piedra y aguardo el giro inesperado.

—Demonios, Augusto. ¿Era realmente necesario? —ronronea una ejecutora felina. Una voz ronca, embadurnada con esa cadencia de la Luna que se aprende en los tribunales de la Montaña Palatina, donde todos se sienten menos impresionados por las cosas que cualquier otra persona—. Huele a muerte.

—A sudor fermentado y a la piel muerta que hay bajo los grilletes magnéticos. ¿Ves la costra amarillenta que tiene en los antebrazos, Aja? —señala el Chacal—. Aun así, está muy sano y a punto para tus tallistas. Dentro de lo que cabe.

—Tú lo conoces mejor que yo —dice Aja dirigiéndose a otra persona—. Asegúrate de que es él y no un impostor.

—¿Dudas de mi palabra? —pregunta el Chacal—. Me siento dolido.

Me estremezco al notar que alguien se acerca.

—Por favor. Para sentirte dolido tendrías que tener corazón, archigobernador. Y tienes muchos dones, pero me temo que ese órgano brilla por su total ausencia en tu persona.

—Me halagas demasiado.

Oigo cucharas que repiquetean contra la porcelana. Gargantas que se aclaran. Ansío taparme los oídos. Demasiado ruido. Demasiada información.

—Ahora sí que se ve el rojo que lleva dentro.

Es una voz fría, refinada y femenina del norte de Marte. Más brusca que el acento de la Luna.

—¡Exacto, Antonia! —contesta el Chacal—. Tenía curiosidad por ver cómo terminaba. Un miembro del género áureo jamás podría degradarse tanto como la criatura que tenemos ante nosotros. ¿Sabéis? Me pidió que lo matara antes de que lo metiese ahí. Empezó a rogármelo sollozando. Lo más irónico es que podría haberse suicidado en cualquier momento. Pero no lo ha hecho porque alguna parte de él disfrutaba de ese agujero. Claro, hace tiempo que los rojos se adaptaron a la oscuridad. Como los gusanos. Esa raza de oxidados no tiene orgullo. Ahí abajo se sentía como en casa. Más cómodo de lo que jamás lo estuvo entre nosotros.

Ahora recuerdo el odio.

Abro los ojos para que se enteren de que los veo. De que los oigo. Sin embargo, cuando separo los párpados no es mi enemigo quien atrae mi mirada, sino el panorama invernal que se extiende más allá de las ventanas, detrás de los dorados. Seis de los siete picos montañosos de Ática relucen bajo la luz matutina. Los edificios de metal y cristal coronan rocas y nieve y se precipitan hacia el cielo azul. Hay puentes que unen las cimas como si fueran puntos de sutura. Cae una nieve ligera. Un espejismo borroso para mis miopes ojos de cueva.

—¿Darrow?

Conozco esa voz. Vuelvo la cabeza ligeramente para ver una de sus manos callosas sobre el borde de la mesa. Doy un respingo para tratar de alejarme, pensando que va a golpearme. No lo hace. Pero el dedo corazón de esa mano lleva el águila dorada de los Belona. La familia que yo destruí. La otra mano pertenece al brazo que corté en la Luna la última vez que nos batimos en duelo, al que Zanzíbar el tallista tuvo que reconstruir. Dos de los anillos de cabeza de lobo de la Casa de Marte rodean esos dedos. Uno es mío. Otro suyo. Y cada uno de ellos ha costado la vida de un joven dorado.

—¿Me reconoces? —pregunta.

Alzo la cabeza para mirarlo a la cara. Puede que yo esté destrozado, pero por Casio au Belona no han pasado ni la guerra ni el tiempo. Es mucho más bello de lo que un recuerdo podría permitir jamás y rebosa vida. Más de dos metros de altura. Ataviado con la capa blanca y dorada del Caballero de la Mañana, con el pelo rizado tan lustroso como la estela de una estrella fugaz. Está recién afeitado y tiene la nariz ligeramente torcida debido a una rotura reciente. Cuando lo miro a los ojos, hago todo lo que puedo para no estallar en sollozos. Me mira de una manera triste, casi tierna. Debo de ser un verdadero despojo de mí mismo para merecer la compasión de un hombre al que he hecho tanto daño.

—Casio —murmuro sin más intención que la de pronunciar su nombre. La de hablar con otro ser humano. Que se me oiga.

—¿Y? —pregunta Aja au Grimmus desde detrás de Casio.

La más violenta de las Furias de la soberana luce la misma armadura que llevaba puesta cuando la vi por primera vez en el chapitel de la Ciudadela la noche en que Mustang me rescató y Aja apaleó a Quinn hasta matarla. Está rasguñada. Deteriorada por las batallas. El miedo sobrepasa mi odio y, una vez más, aparto la mirada de esa mujer de piel oscura.

—Está vivo a pesar de todo —dice Casio en voz baja. Se vuelve hacia el Chacal—. ¿Qué le has hecho? Esas cicatrices...

—Yo diría que es obvio —contesta el Chacal—. He deshecho al Segador.

Finalmente, bajo la mirada hacia mi cuerpo, más allá de la barba astrosa, para ver a qué se refiere. Soy un cadáver. Esquelético y pálido. Mis costillas se clavan en una piel más fina que la capa que se forma sobre la leche recalentada. Mis rodillas sobresalen en unas piernas larguiruchas. Tengo las uñas de los pies largas y curvadas. Las cicatrices de las torturas del Chacal me manchan la carne. Se me han marchitado los músculos. Y los tubos que me mantenían con vida en las sombras brotan de mi vientre, cordones umbilicales negros y fibrosos que aún me mantienen anclado al suelo de mi celda.

—¿Cuánto tiempo ha estado ahí dentro? —inquiere Casio.

—Tres meses de interrogatorio y luego nueve de aislamiento.

—Nueve...

—Como debe ser. La guerra no debería hacernos abandonar las metáforas. Al fin y al cabo, no somos salvajes, ¿eh, Belona?

—Has ofendido la sensibilidad de Casio, Adrio —dice Antonia desde su posición cercana al Chacal.

Esa mujer es una manzana envenenada. Reluciente, apetecible y prometedora, pero podrida y cancerosa por dentro. Fue ella quien mató a mi amiga Lea en el Instituto. Le metió una bala en la cabeza a su propia madre, y luego otras dos a su hermana Victra en la columna. Ahora se ha aliado con el Chacal, un tipo que la crucificó en el Instituto. Qué mundo este. Detrás de Antonia está la tez oscura de Cardo, antaño una Aulladora y ahora uno de los miembros de los Montahuesos del Chacal, a juzgar por el banderín con una cabeza de pájaro que lleva en el pecho. No me mira a mí, sino al suelo. Su capitana es Lilath, la de la cabeza rapada, que se sienta a la derecha del Chacal. Es su asesina personal favorita desde el Instituto.

—Disculpadme si no logro entender el propósito de torturar a un enemigo caído —replica Casio—. Especialmente cuando ya ha facilitado toda la información que posee.

—¿El propósito? —El Chacal lo mira con fijeza y tranquilidad mientras se lo explica—: El propósito es el castigo, buen hombre. Esta... cosa fingió ser uno de los nuestros. Que era nuestro igual, Casio. Incluso superior. Se burló de nosotros. Se acostó con mi hermana. Se rio en nuestras caras y nos tomó por idiotas hasta que lo descubrimos. Debe saber que no perdió por casualidad, sino por inevitabilidad. Los rojos siempre han sido unas criaturillas astutas. Y él, amigos míos, es la personificación de lo que los de su color desean ser, de lo que serán si se lo permitimos. Así que he dejado que el tiempo y la oscuridad lo reconvirtieran en lo que realmente es. Un Homo flammeus, si utilizamos el nuevo sistema de clasificación que le propuse al Consejo. Apenas distinto de un Homo sapiens en la cronología evolutiva. El resto no era más que una máscara.

—Querrás decir que te tomó por idiota cuando tu padre prefirió a un rojo tallado antes que a su heredero legítimo —apunta Casio—. De eso se trata todo esto, Chacal. De la petulante deshonra de un chaval rechazado y no deseado.

El Chacal da un respingo al oír sus palabras. El tono de su joven compañero molesta también a Aja.

—Darrow le quitó la vida a Julian —interviene Antonia—. Luego masacró a tu familia. Casio, envió a asesinos para ejecutar a los niños de tu sangre que se ocultaban en el monte Olimpo. Cualquiera se preguntaría qué pensaría tu madre de la lástima que sientes.

Casio los ignora y señala con la cabeza a los rosas que rodean la habitación.

—Traedle una manta al prisionero.

Ellos no se mueven.

—Vaya modales. ¿Incluso tú, Cardo?

Ella no contesta.

Con un bufido de desprecio, Casio se quita la capa blanca y la tiende sobre mi cuerpo tembloroso. Durante un segundo, nadie habla, puesto que todos están tan asombrados como yo por su gesto.

—Gracias —digo con voz ronca.

Pero él aparta la mirada de mi rostro demacrado. La compasión no es perdón, y la gratitud no es absolución.

Lilath suelta una risa desdeñosa sin levantar la vista de su cuenco de huevos de colibrí pasados por agua. Los sorbe ruidosamente como si fueran caramelos.

—Llega un momento en que el honor se convierte en un defecto de carácter, Caballero de la Mañana. —Sentada junto al Chacal, la joven calva mira a Aja con unos ojos como los de las anguilas de los mares cavernosos de Venus. Se traga otro huevo—. El viejo Arcos lo aprendió por las malas.

Aja, Furia de modales impecables, no contesta. Pero un silencio mortal acecha en el interior de la mujer, un silencio que me recuerda a los momentos previos al asesinato de Quinn. Lorn la enseñó a luchar con la hoja. No le gustará que se burlen del nombre de su maestro. Lilath devora otro huevo con glotonería, sacrificando sus modales en favor de la ofensa.

La animosidad reina entre estos aliados, algo habitual en los de su raza. Pero en este caso parece tratarse de una nueva y absoluta división entre los viejos dorados y la estirpe más moderna del Chacal.

—Aquí todos somos amigos —interviene él en tono alegre—. Vigila tus modales, Lilath. Lorn era un dorado de hierro que simplemente eligió el bando equivocado. Bueno, Aja, siento curiosidad. Ahora que se ha acabado mi turno con el Segador, ¿sigues pensando en diseccionarlo?

—En efecto —contesta ella.

Parece que en realidad no debería haberle dado las gracias a Casio. Su honor no es verdadero. Es tan solo higiénico.

—Zanzíbar se muere de ganas de descubrir cómo lo hicieron. Tiene sus teorías, pero está ansioso por abrir el espécimen. Albergábamos la esperanza de capturar al tallista que logró la hazaña, pero creemos que falleció en un ataque con misiles en Kato, provincia de Alcidalia.

—O eso es lo que quieren que creáis —apostilla Antonia.

—Lo tuviste una vez aquí, ¿no es así? —pregunta Aja mordaz.

El Chacal asiente.

—Se llama Mickey. Perdió su licencia después de tallar un nacimiento áureo no autorizado. La familia trataba de evitar que su hijo tuviera que someterse a la Intemperie. En cualquier caso, después se especializó en modificaciones aéreas y acuáticas para el placer en el mercado negro. Tenía un taller en Yorkton antes de que los Hijos lo reclutaran para un trabajo especial. Darrow lo ayudó a escapar cuando lo detuve. En mi opinión, aún está vivo. Mis agentes lo sitúan en Tinos.

Aja y Casio intercambian una mirada.

—Si tienes una pista sobre Tinos, tienes que compartirla ahora mismo con nosotros —le espeta Casio.

—Todavía no tengo nada definitivo. Tinos está... bien escondido. Y aún tenemos que capturar a uno de sus capitanes de barco... con vida. —El Chacal toma un sorbo de café—. Pero las investigaciones siguen su curso, y seréis los primeros en saberlo si se desprende algo de ellas. Sin embargo, creo que a mis Montahuesos les encantaría ser los primeros en ocuparse de los Aulladores. ¿No es así, Lilath?

Intento no estremecerme al oír ese nombre. Pero resulta complicado. Están vivos. Al menos algunos de ellos. Y han elegido a los Hijos de Ares y no a los dorados...

—Sí, señor —contesta Lilath escudriñando mi reacción—. Disfrutaríamos de una buena caza. Luchar contra la Legión Roja y los demás insurgentes es un aburrimiento, hasta para los grises.

—De todas maneras, la soberana nos necesita en casa, Casio —dice Aja y luego, dirigiéndose al Chacal, añade—: Partiremos en cuanto mi Decimotercera haya levantado el campamento en la cuenca del Golán. Seguramente al amanecer.

—¿Te llevas tus legiones de vuelta a la Luna?

—Solo la Decimotercera. El resto se quedarán bajo tu supervisión.

El Chacal se queda sorprendido.

—¿Bajo mi supervisión?

—A modo de préstamo hasta que este... Amanecer se extinga por completo. —Prácticamente escupe la palabra «Amanecer», que es nueva para mis oídos—. Es una muestra de la confianza de la soberana. Ya sabes que está satisfecha con los progresos que has hecho aquí.

—A pesar de tus métodos —añade Casio, que se gana una mirada de fastidio por parte de Aja.

—Bueno, pues si vais a marcharos por la mañana, está claro que esta noche deberíais cenar conmigo. Tenía intención de comentaros ciertas... políticas referidas a los rebeldes del Confín.

El Chacal habla con imprecisión porque yo lo estoy escuchando. La información es su arma. Sugerir que mis amigos me han traicionado. No revelar jamás quién de ellos lo hizo. Dejar caer pistas e indicios durante mi tortura, antes de enviarme a la oscuridad. Un gris que le dice que su hermana lo está esperando en su salón. Sus dedos con olor a té chai con leche, la bebida favorita de su hermana. ¿Sabe ella que estoy aquí? ¿Se ha sentado a esta mesa? El Chacal sigue parloteando. Me cuesta seguir el ritmo de las voces. Hay muchas cosas por descifrar. Demasiadas.

—... haré que mis hombres aseen a Darrow para sus viajes y después de nuestra charla celebraremos un banquete de proporciones trimalcianas. Sé que a los Volox y los Corialus les encantaría volver a veros. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que disfruté de una compañía tan augusta como la de dos Caballeros Olímpicos. Estáis muy a menudo en el campo de batalla, dando vueltas por las provincias, cazando en túneles, mares y guetos. ¿Cuánto hace que no disfrutáis de una buena cena sin tener que preocuparos por una redada nocturna o un terrorista suicida?

—Bastante —admite Aja—. Aprovechamos la hospitalidad de los hermanos Rath cuando pasamos por Tesalónica. Estaban ansiosos por demostrar su lealtad después de su... comportamiento durante la Lluvia del León. Fue... inquietante.

El Chacal se echa a reír.

—Me temo que mi cena será soporífera por comparación. Últimamente aquí no ha habido más que políticos y soldados. Esta condenada guerra ha obstaculizado mucho mi agenda social, como podréis imaginar.

—¿Seguro que no tiene nada que ver con tu reputación como anfitrión? —pregunta Casio—. ¿O con tus costumbres alimentarias?

Aja suspira tratando de ocultar una sonrisa.

—Tus modales, Belona.

—No temas... La enemistad de nuestras casas es difícil de olvidar, Casio. Pero en momentos como estos debemos encontrar un terreno común. Por el bien de los dorados. —El Chacal sonríe, aunque por dentro sé que imagina cortarles las cabezas a ambos con un cuchillo sin afilar—. En cualquier caso, todos tenemos nuestras anécdotas de patio de colegio. No me avergüenzo de nada.

—Había otra cosa de la que queríamos hablarte —dice Aja.

Ahora le toca a Antonia dejar escapar un suspiro.

—Te dije que sería así. ¿Qué quiere ahora nuestra soberana?

—Tiene que ver con lo que Casio ha mencionado antes.

—Mis métodos —confirma el Chacal.

—Sí.

—Creía que la soberana estaba satisfecha con el esfuerzo pacificador.

—Y lo está, pero...

—Pidió orden. Se lo he proporcionado. El helio-3 continúa fluyendo con tan solo un decrecimiento del 3,2 por ciento en la producción. Al Amanecer comienza a faltarle el aire; pronto descubriremos a Ares y Tinos y todo esto quedará a nuestras espaldas. Fabii es quien se está...

Aja lo interrumpe.

—Es sobre el escuadrón de la muerte.

—Ah.

—Y los protocolos de liquidación que has establecido en las minas rebeldes. Está preocupada por si la severidad de tus métodos contra los rojos inferiores crea un contragolpe comparable a los reveses de la antigua propaganda. Ha habido atentados en la Montaña Palatina. Golpes en los latifundios de la Tierra. Incluso protestas ante la verja de la mismísima Ciudadela. El espíritu del levantamiento está vivo. Pero fracturado. Y así debe continuar.

—Dudo que veamos muchas más protestas una vez que envíen a los obsidianos —dice Antonia con suficiencia.

—Aun así...

—No hay ningún peligro de que mis tácticas lleguen a ser de conocimiento público. Se han castrado las habilidades de los Hijos para propagar su mensaje —asegura el Chacal—. Ahora soy yo quien lo controla, Aja. La gente sabe que esta guerra ya está perdida. Jamás verán una imagen de los cuerpos. Jamás verán una mina liquidada. Pero sí seguirán viendo ataques de rojos contra objetivos civiles. A niños de los colores medios y superiores muertos en los colegios. El público está con nosotros...

—¿Y si en algún momento pudieran ver lo que estás haciendo? —pregunta Casio.

El Chacal no contesta de inmediato. En lugar de eso, le hace señas a una rosa apenas vestida para que se acerque desde los sofás del salón adyacente. La chica, poco mayor de lo que lo era Eo, se coloca a su lado y clava la mirada en el suelo dócilmente. Tiene los ojos de color rosa cuarzo, el cabello de un lila plateado que le cae trenzado hasta el final de la espalda desnuda. La criaron para proporcionar placer a estos monstruos y me da miedo saber lo que esos ojos tan suaves han llegado a ver. De pronto, mi dolor parece una minucia. La locura de mi mente muy callada. El Chacal le acaricia la cara a la muchacha y, aún mirándome, le mete los dedos en la boca y le separa los dientes. Mueve la cabeza de la chica con el muñón para que yo pueda verla, y de nuevo para que Aja y Casio puedan verla.

No tiene lengua.

—Yo mismo se lo hice cuando la capturamos hace ocho meses. Intentó asesinar a uno de mis Montahuesos en un club de Perlas de Agea. Me odia. No hay nada que desee más en este mundo que verme pudriéndome en la tierra. —Le suelta la cara, se saca el arma de mano de la funda y se la pone a la joven en los dedos—. Dispárame en la cabeza, Calíope. Por todas las humillaciones a las que os he sometido a ti y a tu pueblo. Venga. Yo te arranqué la lengua. Recuerdas muy bien lo que te hice en la biblioteca. Pasará una vez más, y otra, y otra, y otra. —Vuelve a ponerle la mano en la cara y le estruja la frágil mandíbula—. Y otra. Aprieta el gatillo, zorra. ¡Apriétalo!

La rosa tiembla de miedo y tira el arma al suelo, se deja caer de rodillas y se abraza a los pies del Chacal. Él se yergue benevolente y amoroso sobre ella, acariciándole la cabeza con la mano.

—Ya está, ya está, Calíope. Lo has hecho bien. Lo has hecho muy bien. —El Chacal se vuelve hacia Aja—. Para el público, la miel siempre es mejor que el vinagre. Pero para los que combaten con torturas, con veneno, con sabotajes en las alcantarillas y terror en las calles y nos mordisquean como cucarachas en la noche, el miedo es el único método. —Busca mis ojos con los suyos—. El miedo y la exterminación.

Mañana azul

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