Читать книгу Mañana azul - Pierce Brown - Страница 18
9 LA CIUDAD DE ARES
ОглавлениеEs primera hora de la mañana y estoy bebiéndome un café y comiéndome un cuenco de cereales que mi madre me ha traído del economato. Aún no estoy listo para aparecer en público. Kieran y Leanna ya se han marchado a trabajar, así que comparto la mesa con Dio y mi madre mientras los niños se visten para ir al colegio. Es una buena señal. Sabes que un pueblo se ha rendido cuando dejan de enseñar a sus hijos. Me termino el café. Mi madre me sirve más.
—¿Has traído una cafetera entera? —le pregunto.
—El cocinero ha insistido. Intentó darme dos.
Bebo un sorbo de la taza.
—Parece casi de verdad.
—Es que es de verdad —me asegura Dio—. Hay un pirata que nos envía mercancías de contrabando. El café es de la Tierra, creo. De Jamaca, me dijeron.
No la corrijo.
—¡Eh! —grita una voz por los pasillos. Mi madre da un respingo al oírla—. ¡Segador! ¡Segador! ¿Sales a jugar un rato?
Se oye un golpetazo en el pasillo y pisadas de botas macizas.
—Recuerda que Deanna nos dijo que llamáramos a la puerta —dice una voz atronadora.
—Eres un fastidio. Vale. —Llaman educadamente con los nudillos—. ¡Buenas nuevas! Somos el tío Sevro y el Moderadamente Simpático Gigante.
Mi madre le hace un gesto a una de mis entusiasmadas sobrinas.
—Ella, haznos el favor.
La niña sale corriendo a abrirle la puerta a Sevro. Él irrumpe en la habitación y alza a la niña en brazos. Ella grita de alegría. Sevro lleva puesto su bajotraje, un uniforme negro que absorbe el sudor y que los soldados se ponen bajo la armadura de pulsos. Tiene marcas de sudor bajo las axilas. Le bailan los ojos cuando me ve, así que lanza a Ella con brusquedad sobre una cama y se abalanza hacia mí con los brazos estirados. Una risa extraña le brota del pecho y su cara de hacha se deforma con una sonrisa irregular. La cresta de pelo que luce en la cabeza está sucia, empapada de sudor.
—¡Sevro, cuidado! —le advierte mi madre.
—¡Segador!
Se estampa contra mí con tanta fuerza que hace girar la silla en la que estoy sentado. Me repiquetean los dientes cuando medio me levanta de ella. Es más fuerte que antes, y huele a tabaco, combustible de motor y sudor. Con la cabeza hundida en mi pecho, medio se ríe medio llora, como un perro emocionado.
—Sabía que estabas vivo. Maldita sea, lo sabía. Esas furcias florecillas no pueden engañarme. —Se aparta de mí y me mira con una enorme sonrisa dibujada en los labios—. Maldito cabrón.
—¡Ese vocabulario! —lo increpa mi madre.
Esbozo una mueca de dolor.
—Mis costillas.
—Vaya, mierda, lo siento, hermano. —Deja que me desplome de nuevo sobre la silla y se arrodilla para poder mirarme a los ojos—. Ya te lo dije una vez. Y ahora te lo diré una segunda: si en este mundo hay dos cosas que no puedan ser aniquiladas, son los hongos que tengo bajo las pelotas y el Segador del maldito Marte. ¡Ja, ja!
—¡Sevro!
—Lo siento, Deanna. Lo siento.
Me alejo de él.
—Sevro. Hueles... fatal.
—Hace cinco días que no me ducho —presume agarrándose la entrepierna—. Aquí abajo hay una sopa de Sevro, chaval. —Se lleva una mano a las caderas—. ¿Sabes? Tienes una pinta... eh... —Le lanza una mirada a mi madre y modera su lenguaje—. Terrible, maldita sea.
Una sombra inunda la habitación cuando un hombre entra en ella e intercepta la luz de la lámpara de techo que hay junto a la puerta. Los niños se enjambran entusiasmados en torno a Ragnar, de manera que el obsidiano casi no puede andar.
—Hola, Segador —dice por encima de sus gritos.
Saludo a Ragnar con una sonrisa. Su rostro sigue tan impasible como siempre. Tatuado y pálido, curtido por el viento de su hogar ártico, como el cuero de un rinoceronte. Su barba blanca está dividida en cuatro trenzas, y lleva la cabeza rapada excepto por una coleta de pelo blanco entreverada de cintas rojas. Los niños le están preguntando si les ha traído regalos.
—Sevro. —Me inclino hacia él—. Tus ojos...
Él también se acerca.
—¿Te gustan?
Enterrados en ese rostro arrugado, de ángulos duros, ya no son de un tono dorado sucio, sino tan rojos como la tierra de Marte. Levanta mucho los párpados para que pueda verlos mejor. No son lentes de contacto. Y el derecho ya no es biónico.
—Maldita sea. ¿Has hecho que te los tallen?
—Sí, el mejor del oficio. ¿Te gustan?
—Son maravillosos, maldita sea. Te sientan como un guante.
Entrechoca las manos.
—Me alegro de que digas eso. Porque son tuyos.
Empalidezco.
—¿Qué?
—Que son tuyos.
—¿Mis qué?
—¡Tus ojos!
—Mis ojos...
—¿Es que el Gigante Simpático te ha dado un golpe en la cabeza durante el rescate? Mickey tenía tus ojos en una criocaja en su garito de Yorkton (un lugar de lo más escalofriante, dicho sea de paso) y los encontré cuando saqueamos el lugar en busca de suministros para apoyar el Amanecer aquí, en Tinos. Supuse que tú ya no ibas a usarlos, así que... —Se encoge de hombros torpemente—. Así que le pregunté si me los ponía. Ya sabes. Para que puedas ver cuando estés muerto. Para sentirnos unidos. Era algo con lo que recordarte. No es tan raro, ¿no?
—Ya le dije que era extraño —dice Ragnar mientras una de las niñas le trepa por la pierna.
—¿Quieres que te los devuelva? —pregunta Sevro repentinamente preocupado—. Puedo devolvértelos.
—¡No! —exclamo—. Es solo que se me había olvidado lo loco que estás.
—Ah —dice, y me da una palmada en el hombro—. Bien. Pensé que era algo serio. Entonces ¿no te importa que me los quede?
—Quien se lo encuentra se lo queda —contesto encogiéndome de hombros.
—Deanna de Lico, ¿puedo llevarme a tu hijo para atender asuntos marciales? —le pregunta Ragnar a mi madre—. Tiene mucho que hacer. Muchas cosas que saber.
—Solo si me lo devuelves de una pieza. Y te llevas un poco de café. Y acercas esos calcetines a la lavandería.
Mi madre le pone en los brazos una bolsa de calcetines recién remendados.
—Como desees.
—¿Y qué pasa con nuestros regalos? —pregunta uno de mis sobrinos—. ¿No nos has traído nada?
—Yo sí tengo un regalo para vosotros... —dice Sevro.
—¡Sevro, no! —gritan Dio y mi madre a un tiempo.
—¿Qué? —Les enseña una bolsa—. Esta vez solo son caramelos.
—... y entonces fue cuando Ragnar se tropezó con Guijarro y se cayó por la parte trasera del transporte —se carcajea Sevro—. Como si fuera idiota.
Se está comiendo una barra de caramelo por encima de mi cabeza mientras empuja mi silla de ruedas temerariamente por el pasillo de piedra. Vuelve a coger carrerilla y se sube de un salto a la parte de atrás para patinar hasta que chocamos contra la pared. Hago un gesto de dolor.
—Total, que Ragnar cayó directamente al mar, que estaba de lo más embravecido. Olas del tamaño de naves antorcha. Así que también yo me zambullo, pensando que Ragnar necesita mi ayuda, justo a tiempo para que esa enorme... no sé cómo demonios llamarla. Una bazofia tallada...
—Un demonio —dice Ragnar a nuestra espalda. No me había dado cuenta de que nos estaba siguiendo—. Era un demonio marino del tercer nivel del Hel.
—Claro.
Sevro me empuja para doblar una esquina y roza la pared con la fuerza suficiente para hacer que me muerda la lengua y obligar a un grupo de pilotos de los Hijos a desperdigarse. Me miran con fijeza mientras seguimos avanzando.
—Al parecer, ese... —vuelve la cabeza para mirar a Ragnar— demonio marino piensa que Ragnar es un bocado de aspecto apetitoso, así que lo engulle casi en cuanto toca el agua. Cuando lo veo, empiezo a partirme el culo con Muecas, como habría hecho cualquiera, porque, maldita sea, es divertidísimo, y ya sabes lo que le gusta un buen chiste a Muecas. Pero luego la bestia se zambulle. Yo empiezo a perseguirla impulsándome desde la parte de atrás del transporte, disparando con el puño de pulsos a un maldito... —vuelve a mirar a Ragnar— demonio marino que se aleja nadando hacia el fondo del puñetero Mar Térmico. La presión aumenta. Mi traje silba. Y creo que estoy a punto de morir cuando de repente Ragnar raja a esa zorra llena de escamas y consigue salir. —Se agacha para acercarse a mí—. Pero adivina por dónde salió. Venga. Adivínalo. ¡Adivínalo!
—Sevro, ¿salió por el recto del demonio marino? —pregunto.
Mi amigo suelta una enorme carcajada.
—¡Exacto! Salió por el culo. Embalado como un zurullo...
Mi silla se detiene. Sevro se calla de repente, y a continuación se oye un golpe seco y el ruido de algo que se desliza. Mi silla de ruedas se pone de nuevo en movimiento. Miro hacia atrás y veo a Ragnar empujándola inocentemente. Sevro no está en el pasillo detrás de nosotros. Frunzo el entrecejo y me pregunto adónde habrá ido hasta que sale a toda prisa de un pasillo lateral.
—¡Tú, trol! —grita Sevro—. ¡Soy un caudillo terrorista! Deja de empujarme. Has hecho que se me caiga el caramelo. —Mira hacia el suelo del pasillo—. Espera. ¿Dónde demonios está? Maldita sea, Ragnar. ¿Dónde está mi barra de caramelo? Ya sabes a cuántas personas tuve que matar para conseguirla. ¡A seis! ¡A seis!
Por encima de mi cabeza, Ragnar masca algo tranquilamente y, aunque es probable que me equivoque, me da la sensación de que está sonriendo.
—Ragnar, ¿has empezado a lavarte los dientes? Tienen un aspecto espléndido.
—Gracias. —Los enseña con todo el orgullo de que es capaz un hombre de dos metros y medio de altura que tiene la boca llena de caramelo—. El hechicero me quitó los viejos. Me causaban mucho dolor. Estos son nuevos. ¿No son bonitos?
—Mickey, el hechicero —confirmo.
—En efecto. También me enseñó a leer antes de marcharse de Tinos.
Ragnar me lo demuestra leyendo todos y cada uno de los carteles y avisos que nos encontramos por el pasillo hasta que, diez minutos después, entramos en el hangar. Sevro nos sigue, aún refunfuñando por el caramelo perdido. El hangar es pequeño para los estándares de la Sociedad, pero aun así mide treinta metros de alto y sesenta de ancho. Lo han excavado en la roca con taladros láser. El suelo es de piedra, acribillado de negro por los motores. Varias lanzaderas desvencijadas descansan en sus atraques junto a tres alas ligeras relucientes y totalmente nuevas. Dos naranjas dirigen a los rojos que se encargan del mantenimiento de las naves y que me miran con fijeza cuando paso a su lado en la silla de ruedas. Me siento fuera de lugar en este sitio.
Un variopinto grupo de soldados se aleja despacio de una lanzadera destartalada. Unos cuantos aún van vestidos con armaduras y llevan los hombros cubiertos por la capa de lobo. Otros se han quedado solo con el bajotraje o llevan el pecho descubierto.
—¡Jefe! —grita Guijarro desde debajo del brazo de Payaso.
Está tan rolliza como siempre, y me regala una enorme sonrisa mientras tira de Payaso para que se mueva más rápido. Este tiene el pelo esponjoso apelmazado por el sudor y se apoya sobre la chica, que es más baja que él. Los rostros de ambos brillan cuando se acercan, como si yo fuera exactamente igual que como me recordaban. Guijarro se libra de Payaso de un empujón para poder abrazarme. El chico, por su parte, me dedica una reverencia ridícula.
—Los Aulladores se presentan para el servicio, primus —dice—. Siento el follón.
—Esa mierda se complicó bastante —explica Guijarro antes de que yo pueda decir una sola palabra.
—Se complicó muchísimo. Te veo algo distinto, Segador. —Payaso se lleva una mano a la cadera—. Estás... delgado. ¿Te has cortado el pelo? No me lo digas. Es la barba..., te hace mucho más flaco.
—Es muy amable por tu parte haberlo notado —digo—. Y haberte quedado, teniendo en cuenta la situación.
—¿A qué te refieres?, ¿a lo de que te has pasado cinco años mintiéndonos?
—Sí, a eso —contesto.
—Bueno... —dice Payaso a punto de golpearme.
Guijarro le da un puñetazo en el hombro.
—Pues claro que nos hemos quedado, Segador —dice la chica con dulzura—. Esta es nuestra familia...
—Pero tenemos ciertas exigencias... —continúa Payaso meneando un dedo—. Si deseas que estemos a tu completo servicio. Pero... de momento tenemos que largarnos. Me temo que tengo metralla metida en el culo. Así que te ruego que nos disculpes. Vamos, Guijarro. A los cirujanos.
—¡Adiós, jefe! —se despide Guijarro—. ¡Me alegro de que no estés muerto!
—Cena de escuadrón a las ocho —grita Sevro a sus espaldas—. No lleguéis tarde. Que tengas metralla en el culo no es una excusa, Payaso.
—¡Sí, señor!
Sevro se vuelve hacia mí con una sonrisa.
—Esos cabrones ni siquiera se inmutaron cuando les dije que eras un roñoso. No dudaron en venir con Ragnar y conmigo a recoger a tu familia. Sin embargo, fue difícil explicarles las cosas. Por aquí.
Cuando pasamos ante la nave de la que Guijarro y Payaso acaban de salir, miro más allá de la rampa hacia sus entrañas. Hay dos chicos jóvenes trabajando dentro, bombardean los suelos con mangueras. El agua, de un marrón rojizo, cae por la rampa hasta el hangar y no desaparece por una alcantarilla, sino que circula por un canal estrecho que se dirige hacia el borde del hangar y vierte su contenido por encima del mismo.
—Algunos padres les dejan a sus hijos naves o villas. A mí el caraculo de Ares me ha dejado esta miserable colmena de preocupaciones y campesinos.
—Maldita sea —susurro cuando me doy cuenta de qué es lo que estoy mirando con exactitud.
Más allá del hangar hay un bosque de estalactitas invertido. Reluce en el amanecer subterráneo. No solo por el agua que gotea por sus superficies grises y resbaladizas, sino por las luces de los muelles, barracones y matrices de sensores que convierten el gran bastión de Ares en un lugar temible. Las naves de suministros revolotean entre los múltiples muelles.
—Estamos en una estalactita —río asombrado.
Pero entonces bajo la vista hacia el horror que se extiende a nuestros pies y el peso que cargo sobre los hombros se duplica. Cien metros por debajo de nuestra estalactita hay un campo de refugiados. Antaño fue una ciudad subterránea excavada en la piedra de Marte. Las calles se hunden tanto entre los edificios que en realidad parecen cañones en miniatura. Y la ciudad se derrama sobre el suelo de la colosal cueva hasta los lejanos muros, situados a kilómetros de distancia, en los que se han construido casas con estructura de panal. Las calles suben serpenteando por la arenisca. Pero encima de todo eso se ha engendrado una nueva ciudad sin techos. La de los refugiados. Un caos de piel, tejidos y pelo, que se retuerce como una especie de mar extraño, carnoso. Duermen sobre los tejados. En las calles. En las escaleras que zigzaguean. Veo símbolos de metal hechos a mano de los gamma, los ómicron y los ípsilon. De todos y cada uno de los doce clanes en los que dividen a mi pueblo.
El panorama me deja atónito.
—¿Cuántos hay?
—Ni puñetera idea. Por lo menos veinte minas. Lico era pequeña en comparación con algunas de las que había cerca de los depósitos de helio-3 de mayor tamaño.
—Cuatrocientos sesenta y cinco mil. Según los registros —aclara Ragnar.
—¿Solo medio millón? —susurro.
—Parecen muchos más, ¿no?
Asiento.
—¿Por qué están aquí?
—Tenía que darles cobijo. Todos estos pobres desgraciados vienen de las minas que ha purgado el Chacal. Inyecta aclis-9 en los conductos de ventilación en cuanto sospecha de la mera presencia de un Hijo. Es un genocidio invisible.
Un escalofrío hace que me estremezca.
—El Protocolo de Liquidación. La última medida del Consejo de Control de Calidad para las minas que suponen un riesgo. ¿Cómo consigues mantener todo esto en secreto? ¿Inhibidores de señal?
—Sí. Y estamos a mucha profundidad. Mi padre alteró los mapas topográficos en la base de datos de la Sociedad. Para los dorados, esto es un lecho de roca del que se extrajo todo el helio-3 hace más de trescientos años. Bastante astuto, de momento.
—¿Y cómo alimentas a toda esta gente?
—No lo hacemos. Es decir, lo intentamos, pero hace un mes que no quedan ratas en Tinos. La gente duerme hacinada. Hemos empezado a trasladar a los refugiados a las estalactitas, pero las plagas ya están asolando a esta gente. No tengo medicamentos suficientes. Y no puedo arriesgarme a que mis Hijos se pongan enfermos. Sin ellos, no tenemos con qué defendernos. No somos más que una vaca moribunda esperando a que la despiecen.
—Y se amotinaron —apunta Ragnar.
—¿Se amotinaron?
—Sí, casi me olvido de eso. Tuve que reducir las raciones a la mitad. Y ya eran muy pequeñas. A esos caraculos desagradecidos nos les hizo mucha gracia.
—Muchos perdieron la vida antes de que yo descendiera.
—El Escudo de Tinos —dice Sevro—. Goza de más popularidad que yo, eso está claro, maldita sea. No lo culpan a él por las raciones de mierda. Pero yo soy más popular que Dancer, porque yo tengo un casco de puta madre y él se encarga de todas las mierdas diarias que no puedo hacer. La gente es muy tonta. Ese tipo se parte la espalda por ellos y creen que es un tacaño medio estúpido.
—Es como si hubiéramos retrocedido mil años —digo desesperado.
—Sí, más o menos, excepto por los generadores. Hay un río que corre por debajo de la piedra. Así que hay agua, instalaciones sanitarias, a veces corriente. Y... también hay mierdas lascivas. Crimen. Asesinatos. Violaciones. Robo. Tenemos que mantener a la escoria de gamma lejos de todos los demás. Unos cuantos ómicrones colgaron a un muchacho de los gamma la semana pasada, le tallaron el emblema dorado en el pecho y le arrancaron los rojos de los brazos. Dijeron que era partidario del régimen de los dorados. Tenía catorce años.
Se me revuelve el estómago.
—Tenemos las luces siempre encendidas. Incluso de noche.
—Sí. Si las apagas, ahí abajo las cosas se vuelven... de otro mundo.
Sevro parece cansado cuando baja la vista hacia la ciudad. Mi amigo sabe luchar, pero esta batalla es completamente distinta.
Yo también contemplo la ciudad, incapaz de encontrar las palabras que necesito pronunciar. Me siento como un prisionero que se ha pasado la vida entera excavando un túnel en la pared para descubrir que desemboca en otra celda. Y siempre habrá otra celda. Y otra. Y otra. Estas personas no están viviendo. Tan solo intentan posponer el final.
—Esto no es lo que Eo quería —digo.
—Ya..., bueno. —Sevro se encoge de hombros—. Soñar es fácil. La guerra no. —Se muerde el labio pensativo—. ¿Has visto a Casio?
—Dos veces. ¿Por qué?
—Por nada. —Se vuelve hacia mí con los ojos relucientes—. Fue él quien acabó con mi padre.