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3 PICADURA DE SERPIENTE

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La sangre se acumula donde el zumbido del metal me pellizca el cuero cabelludo. Los mechones rubios y sucios se amontonan sobre el hormigón mientras el gris termina de raparme con una máquina de afeitar. Sus compatriotas lo llaman Danto. Me gira la cabeza hacia uno y otro lado para asegurarse de que lo ha rasurado todo antes de asestarme una buena palmada en coronilla.

—¿Qué te parecería darte un baño, dominus? —me pregunta—. A Grimmus le gusta que sus prisioneros huelan bien, como las personas civilizadas, ¿entiendes?

Le da unos golpecitos al bozal que me pusieron en la cara después de que intentara morder a uno de ellos cuando me sacaron a rastras de la mesa del Chacal. Me movieron con un collar eléctrico en torno al cuello y con los brazos aún sujetos a la espalda, un escuadrón de una docena de lurchers muy duros que me remolcaron tras ellos por los pasillos como si fuera una bolsa de basura.

Otro gris me levanta de la silla agarrándome por el collar mientras Danto se dispone a coger una manguera de la pared. Son al menos una cabeza más bajos que yo, pero compactos y robustos. Llevan vidas difíciles: persiguen bastidores en el cinturón, acosan a asesinos del sindicato en las profundidades de la Luna, cazan a los Hijos de Ares en las minas...

Odio que me toquen. Todos los gestos y ruidos que hacen. Es demasiado. Demasiado brusco. Demasiado duro. Todo lo que hacen duele. Empujarme de un lado a otro. Abofetearme de vez en cuando. Hago todo lo que puedo por mantener las lágrimas a raya, pero no sé cómo compartimentarlo todo.

Los doce soldados se agrupan y me observan mientras Danto me apunta con la manguera. Hay tres obsidianos entre ellos. La mayor parte de escuadrones de lurchers cuentan con alguno. El agua me golpea como una coz de caballo en el pecho. Me arranca la piel. Doy vueltas sobre el suelo de hormigón deslizándome por la habitación hasta que quedo acorralado en una esquina. Me golpeo la cabeza contra la pared. Un enjambre de estrellas me nubla la vista. Trago agua. Estoy a punto de ahogarme, así que me encorvo para protegerme la cara, porque aún tengo las manos sujetas a la espalda.

Cuando terminan, continúo jadeando y tosiendo dentro del bozal, tratando de recuperar el aliento. Me quitan las esposas y me meten los brazos y las piernas en un mono de presidiario de color negro antes de volver a atarme las manos. También hay una capucha que dentro de poco me pondrán sobre la cabeza para privarme de la poca humanidad que me queda. Me empujan una vez más hacia la silla. Sujetan mis ataduras al respaldo para que no pueda moverme. Todo es redundante. Vigilan cada gesto. Me custodian como lo que era, no como lo que soy. Los miro con los ojos entornados, la visión empañada y miope. Me caen gotas de agua de las pestañas. Intento sorberme la nariz, pero la tengo completamente congestionada por la sangre coagulada, desde los agujeros hasta la cavidad nasal. Me la rompieron al ponerme el bozal.

Estamos en una sala de procesamiento del Consejo de Control de Calidad, que supervisa las funciones administrativas de la cárcel que hay bajo la fortaleza del Chacal. El edificio tiene la forma de caja de hormigón de todas las instalaciones del gobierno. La iluminación venenosa hace que en este lugar todo el mundo parezca un cadáver andante con unos poros del tamaño de cráteres de meteoritos. Aparte de los grises, los obsidianos y un único médico amarillo, hay una silla, una camilla y una manguera. Pero las manchas de fluidos que salpican la alcantarilla metálica del suelo y los arañazos en la silla de metal son el rostro y el alma de esta habitación. El fin de las vidas comienza aquí.

Casio jamás entraría en un agujero así. Pocos dorados lo necesitarían o querrían, a no ser que se equivoquen de enemigos. Es el interior de un reloj, donde los mecanismos zumban y rechinan. ¿Cómo podría ser alguien valiente en un lugar tan inhumano como este?

—Es una locura, ¿verdad? —pregunta Danto a los hombres que tiene detrás. Vuelve a mirarme—. No había visto una escoria tan rara en toda mi vida.

—El tallista debió de ponerle cien kilos más —dice otro.

—Más. ¿Lo visteis alguna vez vestido con su armadura? Era un condenado monstruo.

Danto le da un golpe a mi bozal con un dedo tatuado.

—Seguro que eso de nacer dos veces dolió bastante. Eso hay que respetarlo. El dolor es el lenguaje universal. ¿No es así, roñoso?

Como no respondo, se acerca a mí y me machaca el pie descalzo con una bota de tacón metálico. La uña del dedo gordo se desprende por completo. El dolor y la sangre brotan del lecho expuesto de la uña. Ahogo un grito y se me cae la cabeza hacia un lado.

—¿No es así? —repite.

Las lágrimas me ruedan por las mejillas, no por el dolor, sino por la naturalidad de su crueldad. Hace que me sienta muy pequeño. ¿Por qué le cuesta tan poco hacerme tanto daño? Casi hace que eche de menos la caja.

—No es más que un mono con traje —asegura otro—. Déjalo en paz. No sabía ni lo que estaba haciendo.

—¿Que no lo sabía? —pregunta Danto—. Mentira. Le gustaba ser el amo. Le gustaba tener poder sobre nosotros.

Danto se agacha para poder mirarme a los ojos. Intento apartar la vista, pues me da miedo que vuelva a hacerme daño, pero él me agarra la cabeza y me separa los párpados con los pulgares para obligarme a verlo.

—Dos de mis hermanas murieron en esa Lluvia tuya, roñoso. Perdí muchos amigos, ¿te enteras?

Me golpea un lado de la cabeza con algo metálico. Veo puntos. Siento que derramo más sangre. A su espalda, su centurión comprueba su terminal de datos.

—Te gustaría que a mis hijos les pasara lo mismo, ¿verdad?

Danto me escruta los ojos en busca de una respuesta. No tengo ninguna que vaya a satisfacerlo.

Como los demás, Danto es un legionario veterano, áspero como la tapadera oxidada de una cloaca. Su equipo de combate es negro, pero tiene unos dragones morados que se enredan formando una fina filigrana y está cargado de aparatos tecnológicos. Lleva implantes ópticos en los ojos para tener visión térmica y leer mapas de batalla. Bajo la piel, tendrá más tecnología engastada para ayudarlo a cazar dorados y obsidianos. El tatuaje de un «XIII» rodeado por un dragón marino en movimiento emborrona los cuellos de todos estos soldados. En la base del numeral, aparecen pequeños montones de ceniza. Son miembros de la Legión XIII Dracones, la legión de pretorianos favorita del Señor de la Ceniza y ahora de su hija, Aja. Los civiles los llamarían dragones, sin más. Mustang odiaba a estos fanáticos. Forman todo un ejército independiente de treinta mil hombres elegidos por Aja para ser la mano de la soberana fuera de la Luna.

Me odian.

Odian a los colores inferiores con un racismo tan profundo que ni siquiera los dorados pueden igualarlo.

—Danto, si lo que quieres es que chille, apunta a las orejas —sugiere una de los grises.

La mujer está en la puerta y mueve arriba y abajo una mandíbula que parece un cascanueces mientras mastica un chicle. Luce una cresta de color ceniciento y lleva el resto del pelo rapado. En su voz se detecta el acento de algún dialecto proveniente de la Tierra. Se apoya contra el metal junto a un gris bostezante y con una nariz delicada, más propia de un rosa que de un soldado.

—Si los golpeas con la mano ahuecada, puedes reventarle el tímpano a causa de la presión.

—Gracias, Holi.

—Para eso estamos.

Danto ahueca la mano.

—¿Así?

Me golpea en la cabeza.

—Un poco más curvada.

El centurión chasquea los dedos.

—Danto. Grimmus lo quiere de una pieza. Apártate y deja que el médico le eche un vistazo.

Dejo escapar un suspiro de alivio ante la prórroga.

El orondo médico amarillo se acerca con andares de pato para examinarme con unos ojos ocres y saltones. Las luces pálidas del techo hacen que la calva le brille como una manzana encerada. Me pasa el bioscopio sobre el pecho y observa la imagen a través de los pequeños implantes digitales que lleva en los ojos.

—¿Y bien, doctor? —pregunta el centurión.

—Extraordinario —susurra el amarillo al cabo de un instante—. La densidad ósea y los órganos están bastante bien a pesar de la dieta baja en calorías. Los músculos se le han atrofiado, tal como hemos observado en otros experimentos en el laboratorio, pero no tanto como el tejido áureo natural.

—¿Estás diciendo que es mejor que los dorados? —inquiere de nuevo el centurión.

—Yo no he dicho eso —replica el médico.

—Relájate. No hay cámaras, doctor. Esto es una sala de procesamiento. ¿Cuál es el veredicto?

—La cosa puede viajar.

—¿La cosa? —consigo repetir con un gruñido profundo y sobrenatural tras mi bozal.

El amarillo da un paso atrás, asombrado de que aún pueda hablar.

—¿Y la sedación a largo plazo? Hay tres semanas hasta la Luna desde esta órbita.

—No habrá ningún problema. —El médico me lanza una mirada de miedo—. Pero yo subiría la dosis unos diez miligramos al día, capitán, solo para asegurarnos. La cosa tiene un sistema circulatorio anormalmente fuerte.

—De acuerdo. —El capitán hace un gesto con la cabeza en dirección a la gris—. Te toca, Holi. Mételo en la cama. Luego cogeremos la camilla y nos largaremos. Estamos en paz, doctor. Ya puede volver a su pequeño mundo de cafés y seda. Nosotros nos ocuparemos de...

Pop. La mitad delantera de la frente del centurión se cae. Algo metálico golpea la pared. Me quedo mirando al centurión con fijeza, incapaz de deducir por qué ha desaparecido su cara. Pop. Pop. Pop. Pop. Como si alguien chasqueara los nudillos. Una niebla roja se proyecta hacia el aire desde las cabezas de los dragones más cercanos. Me rocía la cara. Agacho la cabeza. A sus espaldas, la mujer de la mandíbula de cascanueces camina tranquilamente entre sus filas, disparándoles a quemarropa en la nuca. Los demás empuñan sus rifles como pueden, incapaces siquiera de proferir una maldición antes de que un segundo gris les pegue dos tiros rápidos a otros cinco soldados desde su posición junto a la puerta. Y todo con una vieja arma de balas de pólvora. Con el silenciador en el cañón, para que sea frío y silencioso. Los obsidianos son los primeros en caer al suelo, destilando rojo.

—Despejado —dice la mujer.

—Dos más —contesta el hombre.

Dispara al médico amarillo que gatea hacia la puerta tratando de escapar. Luego le pone una bota sobre el pecho a Danto. El gris lo mira con fijeza, sangrando bajo la mandíbula.

—Trigg..., ¿por qué?

—Ares te manda recuerdos, hijo de puta.

El gris dispara a Danto justo debajo del borde de su casco táctico, entre los ojos, y hace girar la pistola de balas en la mano. Finalmente, sopla el humo que se desprende del extremo antes de envainarla en una funda que lleva en la pierna.

—Despejado.

Muevo los labios tras el bozal, tratando de formar un pensamiento coherente.

—¿Quiénes... sois?

La mujer gris aparta un cadáver de su camino.

—Me llamo Holiday ti Nakamura. Ese es Trigg, mi hermano pequeño. —La chica enarca una ceja llena de cicatrices. Tiene la cara arrasada de pecas. La nariz aplastada y casi plana. Los ojos grises y estrechos—. La pregunta es, ¿quién eres tú?

—¿Que quién soy yo? —mascullo.

—Vinimos a por el Segador. Pero si ese eres tú, creo que deberían devolvernos el dinero. —De repente, me guiña un ojo—. Estoy de broma, señor.

—Holiday, déjalo ya. —Trigg la aparta a un lado con gesto protector—. ¿No ves que está traumatizado? —El chico se acerca con cuidado, con las manos extendidas y voz tranquilizadora—. Estás a salvo, señor. Hemos venido a rescatarte.

Sus palabras son más espesas, menos pulidas que las de Holiday. Me estremezco cuando da otro paso al frente. Examino sus manos en busca de un arma. Va a hacerme daño.

—Solo voy a desatarte, eso es todo. Es lo que quieres, ¿verdad?

Es mentira. Un truco del Chacal. Trigg tiene el tatuaje del «XIII». Son pretorianos, no Hijos de Ares. Mentirosos. Asesinos.

—No te quitaré las esposas si no es lo que quieres.

No. No, ha matado a los guardias. Ha venido a ayudar. Tiene que haber venido a ayudar. Le hago un gesto cauteloso con la cabeza y el chico se coloca a mi espalda. No confío en él. Casi me imagino una aguja que se clava. Un giro inesperado. Pero lo único que siento es alivio como recompensa por el riesgo que he corrido. Las esposas se abren. Me crujen las articulaciones de los hombros y, con un gemido, me pongo las manos delante del cuerpo por primera vez desde hace nueve meses. El dolor hace que me tiemblen. Las uñas me han crecido mucho y están mugrientas. Pero estas manos vuelven a ser mías. Me pongo en pie para escapar y me desplomo contra el suelo.

—Oye, oye... —dice Holiday, que me levanta de nuevo hasta la silla—. Tómatelo con calma, héroe. Tienes una atrofia muscular de caballo. Vas a necesitar un cambio de aceite.

Trigg me rodea de nuevo para mirarme a la cara. Tiene una sonrisa torcida, un rostro abierto e infantil, ni por asomo tan intimidante como el de su hermana a pesar de las dos lágrimas doradas tatuadas que le gotean del ojo derecho. Su mirada es la de un sabueso fiel. Con delicadeza, me quita el bozal de la cara y, entonces, se acuerda de algo y da un respingo.

—Tengo algo para ti, señor.

—Ahora no, Trigg. —Holiday echa un vistazo en dirección a la puerta—. Ahora nos falta tiempo.

—Lo necesita —insiste Trigg en voz baja, pero espera hasta que Holiday le hace un gesto de asentimiento para sacar un fardo de cuero de su mochila. Me lo tiende—. Es tuyo, señor. Cógelo. —Percibe mis recelos—. Eh, no te he mentido respecto a lo de quitarte las esposas, ¿no?

—No...

Estiro las manos y me deposita la bolsa de cuero. Con dedos temblorosos, retiro la cuerda que mantiene el fardo atado y siento el poder incluso antes de ver el brillo mortífero. Casi dejo caer la bolsa de cuero, tan asustado de ella como lo estuvieron mis ojos de la claridad.

Es mi filo. El que me regaló Mustang. El que ya he perdido dos veces. Una vez ante Karnus, y de nuevo en mi Triunfo con el Chacal. Es blanco y suave como el primer diente de un niño. Deslizo las manos sobre el metal frío y por su empuñadura de piel de becerro manchada por la sal. Su tacto despierta en mi interior recuerdos melancólicos de una fuerza perdida hace tiempo, de una calidez olvidada hace tiempo. El olor a avellanas vuelve hasta mí y me transporta a las salas de entrenamiento de Lorn, donde él me enseñaba mientras su nieta favorita aprendía repostería en la cocina adyacente.

El filo culebrea en el aire, tan bello, tan engañoso en su promesa de poder... La hoja me diría que soy un dios, como se lo ha dicho a las generaciones de hombres que me han precedido, pero ahora ya conozco la mentira que reside en esas palabras. El terrible precio que ha hecho pagar a los hombres por orgullo.

Me aterra volver a empuñarlo.

Y rechina como la llamada de apareamiento de una víbora cuando se transforma en una falce curvada. La última vez que lo vi estaba vacío, liso. Pero ahora está atestado de imágenes grabadas en el metal blanco. Viro la hoja para poder ver mejor la forma tallada justo encima del puño. Me quedo mirándola boquiabierto. Eo me devuelve la mirada. Una imagen de mi esposa grabada en el metal. El artista la ha plasmado no en el patíbulo, no en el momento que la definirá para siempre ante los demás, sino en un momento íntimo, como la chica que yo amaba. Está agachada, con el pelo alborotado sobre los hombros, cogiendo un hemanto del suelo, mirando hacia arriba, a punto de esbozar una sonrisa. Y encima de Eo está mi padre besando a mi madre en la puerta de nuestra casa. Y hacia la punta de la hoja, Leanna, Loran y yo con máscaras del Octobernacht persiguiendo a Kieran por un túnel. Es mi infancia.

Quienquiera que haya realizado este trabajo me conoce.

—Los dorados graban sus hazañas en sus espadas. Las mierdas grandiosas y violentas que han hecho. Pero Ares pensó que preferirías ver a la gente que quieres —dice Holiday en voz baja desde detrás de Trigg.

La gris vuelve a echar una ojeada a la puerta.

—Ares está muerto. —Examino sus rostros y veo en ellos la mentira. Veo la maldad de sus ojos—. Os ha enviado el Chacal. Es un truco. Una trampa. Para que os lleve a la base de los Hijos. —Tenso la mano en torno a la empuñadura del filo—. Para usarme. Estáis mintiendo.

Holiday da un paso atrás para alejarse de mí, cautelosa ahora que tengo un filo en la mano. Pero la acusación ha destrozado a Trigg.

—¿Mintiéndote? ¿A ti? Moriríamos por ti, señor. Habríamos muerto por Perséfone... Eo. —Le cuesta encontrar las palabras adecuadas y me da la sensación de que está acostumbrado a dejar que sea su hermana la que hable—. Hay un ejército esperándote fuera de estas paredes, ¿lo entiendes? Un ejército a la espera de que su... su alma vuelva a él. —Se inclina hacia delante, implorante, mientras Holiday vuelve la vista hacia la puerta—. Somos de Pacífica del Sur, el último rincón de la Tierra. Creía que moriría allí vigilando silos de trigo. Pero estoy aquí. En Marte. Y nuestro único trabajo es llevarte a casa...

—He conocido a mejores mentirosos que tú —le espeto.

—A la mierda.

Holiday comienza a manipular su terminal de datos. Trigg trata de detenerla.

—Ares dijo que era solo para emergencias. Si piratean la señal...

—Míralo. Esto es una emergencia.

Holiday se quita el terminal y me lo lanza. Está realizando una llamada a otro dispositivo. La pantalla parpadea en azul, a la espera de que contesten al otro lado. Cuando le doy la vuelta en la mano, el holograma de un casco con afiladas llamas solares florece de repente en el aire, tan pequeño como mi puño apretado. Unos ojos rojos refulgen amenazadores desde el casco.

—¿Fitchner?

—Prueba otra vez, caraculo —gorjea la voz.

No puede ser.

—¿Sevro?

Casi me echo a llorar al decir su nombre.

—Eh, chaval, tienes la misma pinta que si hubieras salido a rastras del chocho raquítico de un cadáver.

—Estás vivo... —digo mientras el casco holográfico se desvanece para revelar la cara de hacha de mi amigo.

Su sonrisa deja al descubierto los dientes de sierra de Sevro. La imagen titila.

—No hay florecilla capaz de matarme en todos los mundos. —Suelta una risotada—. Ha llegado el momento de que vuelvas a casa, Segador. Pero yo no puedo acudir a ti. Tienes que venir tú a mí. ¿Entendido?

—¿Cómo?

Me enjugo las lágrimas de los ojos.

—Confía en mis Hijos. ¿Serás capaz de hacerlo?

Miro a los dos hermanos y asiento.

—El Chacal... tiene a mi familia.

—Esa zorra caníbal no tiene una mierda. A tu familia la tengo yo. Los saqué de Lico después de que te pillaran. Tu madre está esperando para verte.

Empiezo a llorar otra vez. El alivio es demasiado abrumador.

—Pero tienes que echarle valor, chaval. Y tienes que moverte. —Mira de soslayo a alguien—. Pásame de nuevo a Holiday. —Obedezco—. Hacedlo limpiamente si podéis. Combatid si no podéis. ¿Entendido?

—Entendido.

—Rompe las cadenas.

—Rompe las cadenas —repiten los hermanos al tiempo que la imagen de Sevro se extingue.

—Mira más allá de nuestro color —me dice Holiday.

Me tiende una mano tatuada. Me quedo mirando los emblemas grises tallados en su carne y luego levanto la vista para toparme con su rostro pecoso y franco. Uno de sus ojos es biónico y no parpadea como el otro. Las palabras de Eo suenan muy diferentes cuando salen de su boca. Aun así, creo que ese es el momento en que mi alma vuelve a mí. Mi mente no. Todavía siento las grietas que la asolan. La oscuridad serpenteante y dubitativa. Pero mi esperanza sí. Me aferro a su mano, más pequeña que la mía, desesperadamente.

—Rompe las cadenas —repito con voz áspera—. Vais a tener que cargar conmigo. —Me miro las piernas inútiles—. No puedo ponerme de pie.

—Por eso te hemos traído un cóctel de la casa.

Holiday enarbola una jeringuilla.

—¿Qué es? —pregunto.

Trigg se echa a reír.

—Tu cambio de aceite. En serio, amigo. La verdad es que no creo que quieras saberlo. —Esboza una gran sonrisa—. Esa mierda reanimaría a un cadáver.

—Pínchamela —digo estirando la muñeca.

—Va a dolerte —advierte Trigg.

—Ya es un niño grande —dice Holiday al acercarse.

—Señor... —Trigg me da uno de sus guantes—. Entre los dientes.

Con algo menos de confianza, muerdo el cuero de sabor salado y le hago un gesto a Holiday. La gris se abalanza sobre mí dejando atrás mi muñeca y clavándome la aguja directamente en el corazón. El metal me perfora la carne mientras libera la carga.

—¡Mierda! —intento gritar, pero tan solo emito un barboteo.

El fuego hace cabriolas por mis venas, siento que el corazón se me desboca. Bajo la mirada, esperando verlo salir al galope de mi condenado pecho. Siento todos y cada uno de mis músculos. Todas y cada una de las células de mi cuerpo, que estallan, palpitantes de energía cinética. Tengo arcadas. Me desplomo agarrándome el pecho con las manos. Jadeando. Escupiendo bilis. Dándole puñetazos al suelo. Los grises se apartan de mi cuerpo que se retuerce. Embisto contra la silla y prácticamente la arranco de los pernos que la anclaban al hormigón. Dejo escapar una retahíla de palabrotas que habría sonrojado incluso al mismísimo Sevro. Luego me pongo a temblar y los miro.

—¿Qué... era... eso?

Holiday intenta contener la risa.

—Nuestra madre lo llama picadura de serpiente. Solo durará treinta minutos con tu metabolismo.

—¿Lo ha hecho tu madre?

Trigg se encoge de hombros.

—Somos de la Tierra.

Mañana azul

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