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14 LA LUNA VAMPÍRICA

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Fobos significa «miedo». En la mitología, era el hijo de Afrodita y Ares, el fruto del amor y la guerra. Es un nombre apropiado para la más grande de las lunas de Marte.

Se formó mucho antes de la edad del hombre, cuando un meteorito impactó contra el padre Marte y puso los detritos en órbita. Esta luna oblonga se quedó flotando en el espacio como un cadáver abandonado, muerta y desamparada, durante mil millones de años. Ahora rebosa de la vida parasítica que bombea sangre hacia las venas del imperio dorado. Está atestada de cargueros minúsculos y rechonchos que se elevan desde la superficie de Marte para introducirse en los dos enormes muelles grises que rodean la luna. Allí, transfieren el botín de Marte a los cosmocamiones que transportarán el tesoro por las grandiosas rutas comerciales Julii-Agos hasta el Confín o, más probablemente, hasta el Núcleo, donde la famélica Luna espera recibir su alimento.

El hombre ha dejado hueca la piedra estéril de Fobos y la ha envuelto en metal. Con un diámetro de solo doce kilómetros en su parte más ancha, la luna está rodeada por dos enormes muelles perpendiculares entre sí. Son de un metal oscuro con glifos blancos y luces rojas intermitentes para los barcos que atracan. Sobre ellos culebrean los movimientos de los tranvías magnéticos y los cargueros. Bajo los muelles, y a veces sobresaliendo por encima de ellos por los lados en forma de torres puntiagudas, se alza la Colmena: una ciudad dentada que no se formó siguiendo los ideales neoclásicos de los dorados, sino según los de la economía más salvaje fuera de los límites de la gravedad. Seis siglos de edificios perforan Fobos. Es el acerico más grande que el hombre haya construido jamás. Y la disparidad de la riqueza entre los habitantes de las Agujas, las puntas de los edificios, y el Hueco, el interior de la roca de la luna, raya en lo cómico.

—Parece más grande cuando no estás en el puente de una nave antorcha —comenta Victra a mis espaldas—. Estar privado de derechos es condenadamente tedioso.

Siento su dolor. La última vez que vi Fobos fue antes de la Lluvia del León. Entonces tenía un ejército a mi espalda, a Mustang y el Chacal a mi lado y a miles de Marcados como Únicos bajo mi mando. Potencia de fuego suficiente para hacer temblar un planeta. Ahora me escondo entre las sombras y viajo en un desvencijado carguero tan viejo que ni siquiera cuenta con un generador de gravedad artificial, con la única compañía de Victra y una tripulación de tres Hijos camioneros y un pequeño equipo de Aulladores en la plataforma de carga. Y esta vez acato órdenes, no las doy. Rozo con la lengua la píldora del suicidio que me implantaron detrás de la última muela derecha tras la iniciación de los Aulladores. Ahora todos los que pertenecemos al grupo la llevamos. Es mejor que ser capturado con vida, me dijo Sevro. Y no tengo más remedio que estar de acuerdo con él. Aun así, la sensación es extraña.

Después de mi huida, el Chacal suspendió todos los vuelos que salían de Marte hacia la órbita. Sospechaba que los Hijos llevarían a cabo un intento desesperado de sacarme del planeta. Por suerte, Sevro no es tan tonto. Si lo hubiera hecho, probablemente yo estaría de nuevo en manos del Chacal. En cualquier caso, ni siquiera el archigobernador de Marte podría mantener parado todo el comercio durante mucho tiempo, así que la moratoria duró poco. Pero las ondas de choque que el parón produjo en el mercado fueron espectaculares. Miles de millones de créditos perdidos por cada minuto que el helio-3 no fluía. A Sevro le resultó bastante inspirador.

—¿Qué parte pertenece a Quicksilver? —pregunto.

Victra se impulsa para colocarse a mi lado en la gravedad cero. Su melena serrada flota alrededor de su cabeza como una corona blanca. Se lo ha aclarado y se ha oscurecido los ojos con lentes de contacto. Es más fácil para los obsidianos moverse por los rincones más peligrosos de la Luna de lo que lo sería sin el disfraz y, teniendo en cuenta que es uno de los Aulladores más corpulentos, sería complicado que se hiciera pasar por cualquier otro color.

—Es difícil saberlo —contesta—. Las propiedades de Silver son de lo más complejo. Ese tipo tiene tantas empresas fantasmas y tantas cuentas bancarias fuera de la red que dudo que ni siquiera la soberana sepa lo grande que es su cartera.

—O quién aparece en ella. Si el rumor de que tiene dorados en propiedad es cierto...

—Lo es. —Victra se encoge de hombros y el gesto la hace retroceder—. Sus manos llegan a todas partes. Es uno de los pocos hombres demasiado ricos para matarlos, según mi madre.

—¿Más rico de lo que lo era tu madre? ¿De lo que lo eres tú?

—De lo que era —me corrige, y a continuación niega con la cabeza—. Es demasiado listo para eso. —Guarda silencio un segundo—. Pero puede que sí.

Busco con la mirada el icono del talón alado de Silver que está estampado en la más alta de las torres de Fobos, una doble hélice de tres kilómetros de largo hecha de acero y cristal y coronada con una luna creciente plateada. ¿Cuántos ojos dorados la mirarán con envidia? ¿Cuántos más poseerá o sobornará para que lo protejan de todos los demás? Tal vez solo uno. Su socio secreto fue crucial para el ascenso del Chacal. Un hombre que lo ayudó desde la sombra a hacerse con el control de los medios y las industrias de telecomunicaciones. Durante mucho tiempo pensé que ese socio eran Victra o su madre y que el Chacal había cerrado el círculo en el jardín. Pero parece que su mayor aliado está vivito y coleando. De momento.

—Treinta millones de personas —susurro—. Increíble.

Noto que Victra clava su mirada en mí.

—No estás de acuerdo con el plan de Sevro, ¿verdad?

Con el pulgar rasco un trozo de chicle rosa pegado al mamparo oxidado. Secuestrar a Quicksilver nos proporcionará información y acceso a enormes fábricas de armamento, pero la jugada de Sevro contra la economía me resulta más preocupante.

—Sevro ha mantenido a los Hijos con vida. Yo no fui capaz. Así que sigo sus órdenes.

—Ya. —Me mira con escepticismo—. Me pregunto cuándo empezaste a pensar que las agallas y la visión son lo mismo.

—Eh, caraculos —grazna Sevro a través del intercomunicador que llevo en la oreja—, si habéis acabado de disfrutar de las vistas, de follar o de lo que demonios quiera que estéis haciendo, es hora de arroparse.

Media hora después, Victra y yo estamos acurrucados con los Aulladores en uno de los contenedores de helio-3 almacenados en la parte trasera de nuestro transporte. Notamos las reverberaciones del barco en el exterior del contenedor cuando sus enganches magnéticos se acoplan a la superficie circular del muelle. Al otro lado del casco de la nave, los naranjas estarán flotando con sus trajes mecanizados a la espera de poder trasladar los contenedores de carga ingrávidos hasta los tranvías magnéticos que, a su vez, los llevarán hasta los cosmocamiones que aguardan para iniciar el viaje a Júpiter. Allí reabastecerán la flota de Roque para que continúe con su esfuerzo bélico contra Mustang y los señores de las Lunas.

Pero antes de que se trasladen los contenedores, los inspectores grises y cobres se acercarán a examinarlos. Nuestros azules los sobornarán para que cuenten cuarenta y nueve contenedores en lugar de cincuenta. A continuación, un naranja comprado por nuestro contacto perderá el contenedor en el que viajamos, una práctica común en el contrabando de drogas ilegales o mercancías libres de impuestos. Lo depositará en un atracadero para partes de máquinas situado en un nivel más bajo, donde nuestro contacto se reunirá con nosotros y nos acompañará a nuestra casa franca. Al menos ese es el plan. Pero de momento, esperamos.

Finalmente regresa la gravedad, lo cual quiere decir que estamos en el hangar. Nuestro contenedor cae sobre el suelo con un golpe seco. Nos sujetamos a los barriles de helio-3. Al otro lado de las paredes de metal del contenedor se oyen voces. El carguero emite varios pitidos cuando se desacopla de nosotros y regresa al espacio por el campo de pulsos. Y luego el silencio. No me gusta. Cierro la mano en torno a la empuñadura de cuero de mi falce, dentro de la manga de mi chaqueta. Doy un paso en dirección a la puerta. Victra me sigue. Sevro me agarra del hombro.

—Esperamos al contacto.

—Ni siquiera lo conocemos —digo.

—Dancer responde por él. —Chasquea los dedos para indicarme que vuelva a mi sitio—. Esperamos.

Me doy cuenta de que los demás nos están escuchando, así que asiento y cierro la boca. Diez minutos más tarde, oímos un solitario par de pies que repiquetean fuera, en el muelle. La cerradura de las puertas del contenedor se abre y una luz tenue se filtra en el interior cuando se separan para mostrarnos a un atractivo rojo con perilla y un palillo en la boca. Es media cabeza más bajo que Sevro y parpadea cada vez que posa la mirada en uno de nosotros. Arquea una ceja cuando ve a Ragnar. Hace lo propio con la otra cuando baja la mirada hacia la boca del achicharrador con que lo apunta Sevro. Por algún motivo, no sale corriendo. El tipo tiene valor.

—¿Qué es lo que no puede morir nunca? —ruge Sevro en su mejor acento obsidiano.

—Los hongos que Ares tiene bajo las pelotas. —El hombre sonríe y vuelve la cabeza para mirar hacia atrás—. ¿Te importaría bajar esa cosa? Tenemos que ponernos en marcha, ya. El sindicato nos ha prestado este muelle. Aunque en realidad ellos no lo saben, así que a no ser que queráis tener un follón con unos cuantos profesionales serios, tenemos que dejar la cháchara y salir pitando. —Da una palmada—. «Ya» significa «ya».

Nuestro contacto responde al nombre de Rollo. Es fibroso e irónico, tiene unos ojos centelleantes y brillantes y posee cierto encanto con las mujeres, aunque menciona a su esposa, que al parecer es la mujer más hermosa que haya pisado la superficie de Marte, al menos dos veces por minuto. Lleva ocho años sin verla. Es el tiempo que él lleva en la Colmena trabajando como soldador en las torres espaciales. Técnicamente, no es un esclavo como los rojos de las minas, puesto que él y los suyos son mano de obra contratada. Esclavos pagados que trabajan catorce horas al día seis días a la semana suspendidos entre las torres megalíticas que perforan la Colmena, soldando metal y rezando por no sufrir un accidente laboral. Si te haces daño, no puedes ganarte el sueldo. Si no te ganas el sueldo, no comes.

—Se lo tiene muy creído —oigo que Sevro le susurra a Victra en mitad del grupo mientras Rollo nos guía.

—Pues a mí me gusta bastante su perilla —contesta ella.

—Los azules llaman a este lugar la Colmena —explica Rollo mientras nos dirigimos hacia un tranvía lleno de grafitis en un nivel de mantenimiento abandonado. Huele a grasa, óxido y orina rancia. Vagabundos sin hogar infestan los suelos de los sombríos pasillos de metal. Marañas de mantas y andrajos que se retuercen y que Rollo esquiva sin siquiera mirarlas, aunque en ningún momento aparta la mano del desgastado puño de plástico de su achicharrador—. Puede que para ellos lo sea. Ellos tienen escuelas y hogares aquí. Pequeñas comunidades de mentecatos, sectas, para ser más precisos, donde aprenden a volar y sincronizarse con los ordenadores. Pero permitid que os explique lo que es en realidad este lugar: no es más que una máquina picadora. Llegan los hombres. Las torres se alzan. —Señala con la cabeza hacia el suelo—. La carne se va.

Las únicas señales de que los vagabundos del suelo están vivos son las pequeñas nubes de aliento que se elevan desde sus abultados harapos como el vapor que surge de las grietas en un campo de lava. Me estremezco bajo mi chaqueta gris y me recoloco la bolsa de armamento que llevo al hombro. En este nivel hace un frío terrible. Probablemente se deba a que el aislamiento es viejo. Guijarro expulsa una nube de vapor por las fosas nasales mientras empuja una de nuestras carretillas de equipamiento y mira con tristeza a los vagabundos a izquierda y derecha. Menos empática, Victra tira de la parte delantera de la carretilla y aparta de su camino a uno de los vagabundos con la bota. El hombre protesta y levanta la mirada, cada vez más, y más, y más, hasta que ve los dos metros diez centímetros de asesina cabreada. Entonces se escabulle a toda prisa hacia la pared, con los dientes apretados. Ni Ragnar ni Rollo parecen notar el frío.

Los Hijos de Ares nos esperan en el destartalado andén del tranvía y dentro del convoy. La mayoría son rojos, pero hay una buena cantidad de naranjas, verdes y azules en el grupo. Empuñan una variopinta selección de achicharradores viejos y apuntan hacia el resto de los pasillos que desembocan en el andén con unas miradas inquietas que no pueden evitar volver hacia nosotros para preguntarse quién demonios somos en realidad. Me siento más agradecido que nunca por nuestros contactos y prostéticos obsidianos.

—¿Esperabais problemas? —pregunta Sevro fijándose en las armas que los Hijos llevan en las manos.

—Los grises llevan un par de meses haciendo redadas aquí abajo. Y no esos quincallas cabezas huecas de la comisaría loca, sino cabrones que saben lo que hacen. Legionarios. Incluso algunos de la Decimotercera mezclados con la Décima y la Quinta. —Baja la voz—. Hemos pasado un mes muy malo, nos han jodido a base de bien, maldita sea. Se hicieron con nuestro cuartel general en el Hueco y también nos echaron encima a los matones del sindicato. Les pagaron para que cazaran a sus propios miembros. La mayor parte de nosotros tuvimos que ocultarnos, escondernos en pisos francos secundarios. El cuerpo principal de los Hijos ha estado ayudando a los rojos rebeldes del puesto, claro está, pero nuestro grupo de operaciones especiales no ha movido un dedo hasta hoy. No queríamos correr ningún riesgo, ¿sabéis? Ares me ha dicho que tenéis que ocuparos de un asunto importante.

—Ares es muy listo —dice Sevro con desdén.

—Y una reina del drama —añade Victra.

En la puerta del tranvía, Ragnar titubea, con la mirada clavada en un cartel antiterrorista pegado en una columna de hormigón en la zona de espera del tranvía. «Si ves algo, di algo», reza, y muestra a un rojo pálido con unos malignos ojos carmesí y el estereotípico traje harapiento de un minero merodeando junto a una puerta que dice «Acceso restringido». El resto no se ve. Está cubierto por las pintadas rebeldes. Pero entonces me doy cuenta de que Ragnar no está mirando el cartel, sino a un hombre en cuya presencia yo ni siquiera había reparado y que está hecho un ovillo en el suelo debajo de él. Lleva la capucha puesta. Su pierna izquierda es un viejo recambio mecánico. Una venda marrón y costrosa le tapa la mitad de la cara. Se oye un siseo. Gas presurizado. Y el hombre se aparta de nosotros, temblando y con una sonrisa de dientes negros. Un bote de plástico de estimulantes cae al suelo con estrépito. Polvo de alquitrán.

—¿Por qué no ayudáis a esta gente? —pregunta Ragnar.

—¿Ayudarlos con qué? —pregunta Rollo a su vez. Ve la empatía en el rostro de Ragnar y en realidad no sabe cómo contestar—. Hermano, apenas tenemos suficiente para los de nuestra sangre. No sería bueno compartirlo con esta panda, ¿sabes?

Pero ese de ahí es rojo. Son tu familia...

Rollo frunce el entrecejo ante la verdad desnuda.

—Ahórrate la lástima, Ragnar —interviene Victra—. Eso que se está metiendo son drogas del Sindicato. La mayoría de ellos te rajarían el cuello a cambio de un chute para la tarde. Son carne vacía.

—¿Qué has dicho? —digo volviéndome hacia ella.

La brusquedad de mi tono de voz la pilla con la guardia baja, pero no está dispuesta a dar marcha atrás. Así que, por instinto, arremete con más fuerza.

—Carne vacía, querido —repite—. Parte de ser humano es tener dignidad. Y ellos no la tienen. Se lo buscaron ellos mismos. Fue decisión suya, no de los dorados, a pesar de lo sencillo que resulta echarles la culpa de todo a ellos. Entonces ¿por qué iban a merecer mi compasión?

—Porque no todo el mundo es tú. Ni tuvo tu nacimiento.

Victra no contesta. Rollo se aclara la garganta; se muestra un tanto escéptico respecto a nuestros disfraces.

—La señorita tiene razón en cuanto a lo de que os rajarían la garganta. La mayor parte de ellos eran mano de obra importada. Como yo. Sin contar con mi esposa, hay tres personas en Nueva Tebas que dependen del dinero que les envío, pero no puedo volver a casa hasta que acabe mi contrato. Me quedan cuatro años. Esta escoria se ha rendido y ya no intenta regresar.

—¿Cuatro años? —pregunta Victra con suspicacia—. Antes has dicho que ya llevabas ocho aquí.

—Tengo que pagarme la vuelta.

Ella lo mira con incredulidad.

—La empresa no lo cubre. Debería haber leído la letra pequeña. Por supuesto, fue decisión mía venirme aquí. —Señala a los vagabundos con la cabeza—. También ellos lo eligieron. Pero cuando la única alternativa es morirse de hambre... —Se encoge de hombros como si todos conociéramos la respuesta—. Estos desgraciados solo tuvieron mala suerte en el trabajo. Piernas perdidas. Brazos. La empresa no cubre las prótesis, y mucho menos las decentes...

—¿Y los tallistas? —pregunto.

Resopla.

—¿Y a quién demonios conoces que pueda permitirse un trabajo de talla?

Ni siquiera había pensado en el coste. Eso me recuerda lo alejado que estoy de muchas de las personas por las que aseguro estar luchando. Tengo a un rojo ante las narices, uno de los míos, más o menos, y ni siquiera sé qué tipo de comida es típica en esta cultura.

—¿Para qué empresa trabajas? —pregunta Victra.

—Anda, pues para Industrias Julii, claro está.

Observo la jungla de metal que pasa al otro lado de la sucia ventana de durocristal mientras el tranvía se aleja de la estación. Victra está sentada a mi lado, con una expresión de desasosiego en el rostro. Pero yo estoy a un mundo de distancia de ella, de mis amigos. Perdido en la memoria. Ya había visitado la Colmena una vez, con el archigobernador Augusto y con Mustang. Él trajo a sus lanceros para que se reunieran con los ministros de economía de la Sociedad y discutiesen la modernización de las infraestructuras de la luna. Después de las reuniones Mustang y yo nos escapamos para visitar el famoso acuario de la luna. Yo lo había alquilado por un precio absurdo y lo había arreglado todo para que nos sirviera una cena acompañada de vino ante el tanque de la orca. A Mustang siempre le gustaron más las criaturas naturales que las talladas.

He cambiado los vinos de cincuenta años de antigüedad y los ayudas de cámara rosa por un mundo más lúgubre con huesos corroídos y matones rebeldes. Este es el mundo real. No el sueño en el que viven los dorados. Hoy siento los gritos silenciosos de una civilización a la que llevan cientos de años pisoteando.

Nuestro camino bordea los límites del Hueco, el centro de la luna, donde la celosía de los apartamentos de los suburbios, que más bien parecen jaulas, se descompone en la falta de gravedad. Entrar en ellos nos haría correr el riesgo de caer en medio de la guerra callejera del Sindicato contra los Hijos de Ares. Y subir hacia los niveles de los colores medios nos haría correr el riesgo de toparnos con los marines de la Sociedad y sus infraestructuras de seguridad formadas por cámaras y holoescáneres.

Así que atravesamos el interior de los niveles de mantenimiento que hay entre el Hueco y las Agujas, donde los rojos y los naranjas hacen que la luna continúe funcionando. Nuestro tranvía, conducido por un simpatizante de los Hijos, se salta las paradas. Las caras de los trabajadores que lo esperan se convierten en una masa difusa cuando pasamos ante ellas. Un popurrí de ojos. Pero todas las caras grises. No del color del metal, sino del de la ceniza vieja en una hoguera al aire libre. Caras de ceniza. Ropa de ceniza. Vidas de ceniza.

Pero cuando el túnel engulle nuestro tren, el color estalla a nuestro alrededor. Las pintadas y los años de rabia rezuman de las paredes estriadas y resquebrajadas de su garganta una vez gris. Blasfemias en quince dialectos. Dorados destripados de una docena de formas sombrías. Y a la derecha de un tosco esbozo de la guadaña de un segador decapitando a Octavia au Lune hay una imagen de Eo con el pelo en llamas y colgando del patíbulo hecha con pintura digital. Escrito en diagonal: «Rompe las cadenas». Es una única flor reluciente entre las malas hierbas del odio. Se me forma un nudo en la garganta.

Media hora después de partir, nuestro tranvía se para en seco ante un núcleo industrial desierto donde miles de trabajadores de los colores inferiores deberían alejarse de su traslado matutino desde las Chimeneas para ocuparse de sus funciones. Pero ahora está tan silencioso como un cementerio. Los suelos de metal están llenos de basura. Las holopantallas todavía emiten los destellos de los programas de noticias de la Sociedad. Una taza descansa sobre una mesa en una cafetería, con el vapor aún brotando de la bebida. Los Hijos han despejado el camino solo unos minutos antes. Y eso demuestra el alcance de su influencia en este lugar.

Cuando nos marchemos, la vida regresará a este lugar. Pero ¿qué pasará después de que pongamos las bombas que hemos traído con nosotros? Después de que destruyamos las fábricas, ¿no se quedarán también en paro todos los hombres y mujeres a los que pretendemos ayudar, igual que esas pobres criaturas de la estación del tranvía? Si el trabajo es su razón de ser, ¿qué ocurre cuando se lo arrebatamos? Le expreso mis preocupaciones a Sevro, pero es una flecha ya disparada, tan dogmático como yo mismo lo fui una vez. Y cuestionarlo en voz alta parece una traición a nuestra amistad. Él siempre ha confiado ciegamente en mí. Entonces ¿soy el peor de los amigos por dudar de él?

Gracias a varios graviascensores, llegamos a un garaje para camiones de la basura que también pertenece a Industrias Julii. Sorprendo a Victra limpiando la mugre del blasón de su familia en una de las puertas. El sol alanceado está desgastado y descolorido. Las pocas docenas de trabajadores rojos y naranjas de las instalaciones fingen no reparar en nuestro grupo cuando entramos formando una hilera en una de las áreas de carga. Dentro, a los pies de dos tráileres enormes, nos encontramos con un pequeño ejército de Hijos de Ares. Más de seiscientos.

No son soldados. No como nosotros. La mayoría son hombres, pero hay unas cuantas mujeres aquí y allá, sobre todo rojas y naranjas forzadas a emigrar aquí para trabajar y poder alimentar a sus familias en Marte. Sus armas son de mala calidad. Algunos están de pie. Otros sentados. Abandonan sus conversaciones para mirar a nuestro grupo, doce obsidianos asesinos que avanzan dando zancadas por el muelle de metal cargados con bolsas de armamento y empujando dos carretillas misteriosas. Noto que la llama de la tristeza prende en mi interior. No importa lo que hagan, no importa adónde vayan, sus vidas quedarán marcadas por este día. Si dirigirme a ellos fuera obligación mía, les advertiría acerca de la carga que asumen, de la crueldad que permiten que entre en sus vidas. Les diría que es más agradable oír hablar de las gloriosas victorias de una guerra que presenciarlas, que sentir la sobrecogedora irrealidad de estar tumbado todas las mañanas en una cama sabiendo que has matado a un hombre, sabiendo que un amigo se ha ido.

Pero no digo nada. Ahora mi lugar está junto a Ragnar y a Victra, detrás de Sevro, una vez que escupe su chicle y pasa a mi lado —guiñándome un ojo y dándome un codazo en las costillas— para colocarse frente al pequeño ejército. Su ejército. Es demasiado bajo para ser un varón obsidiano, pero resulta aterrador, con sus cicatrices y tatuajes, para esta compañía de basureros de manos pequeñas y soldadores de torres encorvados. Echa la cabeza hacia delante, con los ojos ardientes tras las lentes de contacto negras. Sus tatuajes de lobo tienen un aspecto maligno sobre su piel pálida bajo la luz industrial.

—Saludos, monos grasientos. —Su voz retumba, grave y amenazante—. Es posible que os preguntéis por qué Aras ha enviado a una pandilla de canallas de los duros como nosotros a este agujero de hojalata. —Los Hijos se miran unos a otros, nerviosos—. No estamos aquí para abrazaros. No estamos aquí para inspiraros ni soltaros discursos eternos como el maldito Segador. —Chasquea los dedos. Guijarro y Payaso acercan las carretillas y abren los pestillos de las tapas. Las bisagras chirrían al abrirse y descubrir explosivos de minería—. Estamos aquí para hacer saltar la mierda por los aires. —Abre los brazos de par en par y suelta una risotada—. ¿Alguna pregunta?

Mañana azul

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