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5 PLAN C

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Mierda! —exclama Holiday—. Os dije que no teníamos tiempo.

—No pasa nada —la tranquiliza Trigg. Estamos todos en el ascensor. Victra en el suelo. Trigg la ayuda a ponerse su equipo de lluvia negro para que tenga un aspecto decente. Tengo los nudillos blancos de tanto apretar los puños. La sangre de Vixus resbala sobre la imagen grabada de unos niños jugando en los túneles. Gotea sobre mis padres y tiñe el pelo de Eo de rojo antes de que la limpie de la hoja con mi mono de prisionero. Se me había olvidado lo sencillo que resulta arrebatar una vida.

—Vive para ti mismo, muere solo —susurra Trigg—. Cualquiera pensaría que con tanto cerebro tendrían el suficiente sentido común para no ser tan gilipollas. —Levanta la mirada hacia mí y se aparta un mechón de pelo de sus ojos duros—. Siento ser un idiota, señor. Ya sabes, si era un amigo...

—¿Amigo? —Niego con la cabeza—. Vixus no tenía amigos.

Me agacho para retirarle a Victra el pelo de la cara. Duerme tranquilamente apoyada contra la pared. Tiene las mejillas cinceladas por el hambre. Los labios finos y tristes. Incluso ahora sus facciones son de una belleza dramática. Me pregunto qué le habrán hecho. Pobre mujer, siempre tan fuerte, tan impetuosa, pero solo para ocultar la bondad de su interior. Me gustaría saber si aún le queda algo de esa humanidad.

—¿Estás bien? —me pregunta Trigg.

No contesto.

—¿Era tu chica?

—No —respondo. Me acaricio la barba que me ha crecido en la cara. Odio que me pique y que apeste. Ojalá Danto me la hubiera afeitado también—. No estoy bien.

No siento esperanza. No siento amor.

No mientras contemplo lo que le han hecho a Victra. Lo que me han hecho a mí.

Es odio lo que predomina.

Odio, también, hacia aquello en lo que me he convertido. Siento la mirada de Trigg. Sé que está decepcionado. Él quería al Segador. Y yo no soy más que el marchito cascarón de un hombre. Me paso los dedos por la jaula que forman mis costillas, un montón de huesos delgados y finos. Les prometí demasiadas cosas a estos grises. Le prometí demasiado a todo el mundo, especialmente a Victra. Ella me fue leal. ¿Y qué fui yo para ella sino otra persona que quería utilizarla? Otra de esas personas contra las que su madre le enseñó a estar prevenida.

—¿Sabes lo que necesitamos? —pregunta Trigg.

Lo miro con intensidad.

—¿Justicia?

—Una cerveza fría.

Una carcajada me estalla en la boca. Demasiado estruendosa. Tanto que me asusta.

—Mierda —murmura Holiday mientras sus dedos vuelan sobre los mandos—. Mierda. Mierda. Mierda...

—¿Qué? —pregunto.

Estamos atascados entre los niveles veinticuatro y veinticinco. La gris aprieta los botones, pero de repente el ascensor comienza a subir.

—Se han hecho con el control de los mandos. No vamos a conseguir llegar hasta el hangar. Nos están redirigiendo... —Deja escapar un largo suspiro cuando levanta la vista para mirarme—. Hacia el primer nivel. Mierda. Mierda. Mierda. Nos estarán esperando con lurchers, puede que con obsidianos... tal vez con dorados. —Guarda silencio durante un instante—. Saben que estás aquí.

Combato la oleada de desesperación que me sube desde el vientre. No retrocederé. Pase lo que pase. Mataré a Victra, me suicidaré antes de permitir que nos atrapen de nuevo.

Trigg está encorvado sobre su hermana.

—¿Puedes piratear el sistema?

—¿Y cuándo demonios crees que he aprendido a hacer eso?

—Ojalá estuviera aquí Efraín. Él sabría hacerlo.

—Bueno, pues yo no soy Efraín.

—¿Y si salimos del ascensor trepando?

—No está mal si quieres convertirte en una pegatina estampada contra el suelo.

—Supongo que eso solo nos deja una opción, ¿eh? —Se lleva la mano al bolsillo—. El plan C.

—Odio el plan C.

—Ya, bueno, es lo que hay. Ha llegado el momento de lanzarse a la mierda, muñeca. Desempaqueta al bárbaro.

—¿En qué consiste el plan C? —pregunto en voz baja.

—Combate. —Trigg activa su intercomunicador. Varios códigos destellan sobre la pantalla mientras se conecta a una frecuencia segura—. Bastidor a Wrathbone, ¿me recibes? Bastidor a...

—Wrathbone te recibe —resuena una voz fantasmagórica—. Solicito código de autorización Eco. Cambio.

Trigg consulta su terminal de datos.

—13439283. Cambio.

—Código verde.

—Necesitamos extracción secundaria dentro de cinco minutos. Tenemos a la princesa y uno más en la segunda etapa.

Se produce un silencio al otro lado de la línea, el alivio de la voz palpable aun a través del crepitar de la electricidad estática.

—Notificación tardía.

—El asesinato no suele ser muy puntual.

—Estaremos allí dentro de diez minutos. Mantenedlo con vida.

La conexión se desvanece.

—Condenados principiantes —masculla Trigg.

—Diez minutos —repite Holiday.

—Nos hemos visto en mierdas peores.

—¿Cuándo? —Su hermano no le contesta—. Deberíamos habernos limitado a ir al condenado hangar.

—¿Qué puedo hacer? —pregunto percibiendo su miedo—. ¿Puedo ayudar?

—No te mueras —contesta Holiday mientras se quita la mochila—. Porque si lo haces todo esto no habrá valido una mierda.

—Tienes que arrastrar a tu amiga —me dice Trigg, que ha empezado a quitarse toda la tecnología del cuerpo a excepción de la armadura.

Saca otras dos armas antiguas de su mochila: dos revólveres para complementar el ambirrifle de gas de alta potencia. Me pasa una de las pistolas. Me tiembla la mano. No había vuelto a empuñar un arma de pólvora desde que tenía dieciséis años y entrenaba con los Hijos. Son tremendamente ineficaces y pesadas, y el retroceso hace que sean muy imprecisas.

Holiday saca una caja de plástico grande de su bolsa. Coloca los dedos cautelosos sobre los pestillos.

Cuando la abre, deja al descubierto un cilindro metálico con una bola giratoria de mercurio en el centro. Me quedo mirando el aparato. Si la Sociedad la pillara cargando con él, Holiday nunca volvería a ver la luz del día. Es ilegal. Echo un vistazo al monitor del graviascensor en la pared. Faltan diez niveles para llegar. La gris coge un mando a distancia para el cilindro. Ocho niveles.

¿Nos estará esperando Casio? ¿Aja? ¿El Chacal? No. Los dos primeros estarían en su barco, preparándose para la cena. El Chacal estaría viviendo su vida. No sabrán que la alarma es por mí. Y aun cuando lo sepan, llegarán tarde. Pero ya hay bastante que temer aunque no acuda ninguno de ellos. Un obsidiano podría arrancarles la cabeza a estos dos con las manos desnudas. Trigg lo sabe. Cierra los ojos y se toca el pecho en cuatro puntos para formar una cruz. Holiday repara en el gesto, pero no lo imita.

—Esta es nuestra profesión —me dice en voz baja—. Así que trágate el orgullo. Quédate detrás de nosotros y deja que Trigg y yo hagamos nuestro trabajo.

Su hermano mueve la cabeza para que le chasquen los huesos del cuello y se besa el enguantado dedo anular izquierdo.

—Pégate a mí. Tú arrima la cebolleta, señor. No seas tímido.

Tres niveles.

Holiday empuña un rifle de gas con la mano derecha y mastica chicle con fuerza sin apartar el pulgar izquierdo del mando a distancia. Un nivel. El ascensor va más despacio. Observamos las puertas dobles. Me pongo las piernas de Victra bajo las axilas.

—Te quiero, nene —dice Holiday.

—Yo también te quiero, muñeca —contesta Trigg en un murmullo, con un tono de voz tenso y mecánico.

Siento más miedo que cuando estuve encerrado en un caparazón estelar en la cámara de un escupidor antes de mi lluvia. No estoy asustado solo por mí, sino también por Victra, por estos dos hermanos. Quiero que vivan. Quiero que me hablen de Pacífica del Sur. Quiero saber qué bromas pesadas le gastaban a su madre. Si tenían perro, una casa en la ciudad, en el campo...

El graviascensor se detiene con un resuello.

La luz de la puerta parpadea. Y las gruesas puertas de metal que nos separan de un pelotón de la élite del Chacal sisean al separarse. Dos relucientes granadas aturdidoras entran volando y se adhieren a las pareces. Bip. Bip. Y Holiday aprieta el botón del aparato. Una profunda implosión de sonido quiebra el silencio del ascensor cuando un pulso electromagnético invisible se propaga desde el dispositivo esférico que tenemos a nuestros pies. Las granadas se desconectan con un silbido. Las luces se apagan dentro del ascensor y también en el exterior. Y todos los grises que nos esperaban al otro lado de la puerta con sus armas de pulsos de alta tecnología, y todos los obsidianos con sus pesadas armaduras de articulaciones eléctricas, sus cascos y sus unidades de filtrado de aire, reciben en la cara una bofetada de la Edad Media.

Pero las antigüedades de Holiday y Trigg aún funcionan. Los hermanos salen del ascensor con paso airado hacia el pasillo de piedra, encorvados sobre sus armas como gárgolas malignas. Es una masacre. Dos francotiradores expertos disparando breves ráfagas de balas arcaicas a quemarropa contra escuadrones de grises indefensos en amplios pasillos. No tienen donde ponerse a cubierto. Destellos en el corredor. Ruidos gigantescos de rifles de alta potencia. Hacen que me castañeteen los dientes. Me quedo paralizado en el ascensor hasta que Holiday me grita, y entonces echo a correr tras Trigg arrastrando a Victra a mi espalda.

Tres obsidianos caen cuando Holiday lanza una vieja granada. Buuuum. Se abre un agujero en el techo. Llueve yeso. Polvo. Por el boquete caen las sillas y los cobres de la habitación de arriba, que se estampan en medio de la refriega. Hiperventilo. La cabeza de un hombre sale disparada hacia atrás. Su cuerpo cae al suelo dando vueltas. Una gris huye por un pasillo de piedra en busca de refugio. Holiday le dispara en la columna vertebral. La mujer se desploma como un niño que se resbala sobre el hielo. Hay movimiento por todas partes. Un obsidiano nos ataca por un flanco.

Disparo el revólver con una puntería terrible. Las balas le resbalan por la armadura. Doscientos kilos de hombre alzan un hacha de iones que no tiene batería, pero cuya hoja aún está afilada. El obsidiano ulula el gutural canto de guerra de su raza y una neblina roja surge de su casco como si fuera un géiser. Una bala le ha atravesado la cuenca ocular del yelmo. Su cuerpo se proyecta hacia delante, resbala. Está a punto de tirarme al suelo. Trigg ya se está desplazando hacia el siguiente objetivo, hundiendo metal en los hombres con la misma paciencia con que un artesano hundiría clavos en la madera. No hay pasión en ello. No hay arte. Solo entrenamiento y física.

—Segador, ¡mueve el culo! —grita Holiday.

Tira de mí hacia un pasillo que se aleja del caos y Trigg nos sigue tras lanzar una granada adherente contra el muslo de un dorado sin armadura que esquiva cuatro de sus disparos de rifle. Buuuum. Llovizna de huesos y carne.

Los hermanos recargan sus armas mientras corren y Trigg vuelve a echarse a Victra sobre los hombros en cuanto superamos el escuadrón inicial. Yo me limito a intentar no desmayarme o caerme.

—¡A la derecha dentro de cincuenta pasos, luego escalera arriba! —ordena Holiday—. Tenemos siete minutos.

Los pasillos están espeluznantemente silenciosos. No hay sirenas. No hay luces. No se oye el zumbido del aire caliente por los conductos de ventilación. Solo el retumbar de nuestro calzado, gritos distantes, el crujir de mis articulaciones y el jadear de los pulmones. Pasamos ante una ventana. Los barcos, negros y muertos, caen por el cielo. Hay pequeños incendios ardiendo allá donde otros ya han caído. Los tranvías rechinan al pararse sobre las vías magnéticas. Las únicas luces que aún funcionan llegan desde los dos picos más lejanos. Los refuerzos cargados de equipamiento tecnológico responderán pronto, pero no sabrán qué ha provocado esto. Ni dónde buscar. Con los sistemas de cámaras y los escáneres biométricos fuera de servicio, Casio y Aja no podrán encontrarnos. Eso podría salvarnos las vidas.

Subimos las escaleras corriendo. Un calambre me atenaza la pantorrilla derecha. Gruño y estoy a punto de desplomarme. Holiday carga con la mayor parte de mi peso. Su poderoso cuello apretado contra mi axila. Tres grises nos divisan por detrás, desde el pie de la larga escalera de mármol. La chica me empuja hacia un lado y derriba a dos con su rifle, pero el tercero responde a los disparos. Las balas mordisquean el mármol.

—Tienen repuestos de gas —ladra Holiday—. Hay que largarse. Hay que largarse.

Dos giros a la derecha más, pasamos ante varios colores inferiores que se me quedan mirando boquiabiertos, recorremos pasillos de mármol con techos altísimos y esculturas griegas, dejamos atrás las galerías donde el Chacal guarda sus artefactos robados y donde una vez me enseñó la declaración de Hancock y la cabeza momificada del último gobernante del Imperio Americano.

Me arden los músculos. Me parto en dos.

—¡Aquí! —grita finalmente Holiday.

Llegamos a una puerta de servicio en un pasillo secundario y la franqueamos para salir a la fría luz del día. El viento me devora. Sus dientes gélidos me perforan el mono cuando los cuatro salimos dando tumbos a una pasarela de metal que recorre un lateral de la fortaleza del Chacal. A nuestra derecha, la roca de la montaña se rinde ante el moderno edificio de metal y cristal que tiene encima. A nuestra izquierda, hay una caída de mil metros. La nieve revolotea en torno a la cara de la montaña. El viento aúlla. Avanzamos por la pasarela hasta que rodea parte de la fortaleza y se une con un puente pavimentado que va desde la montaña hasta una plataforma de aterrizaje abandonada, como un brazo esquelético que tiende una bandeja de hormigón cubierta de nieve.

—Cuatro minutos —vocifera Holiday mientras me ayuda a franquear el puente hacia la explanada.

Cuando llegamos al final, me tira al suelo. Trigg también deja a Victra detrás de mí. Una dura piel de hielo convierte el hormigón en algo resbaladizo y de un color gris ahumado. Las ventiscas se arremolinan alrededor del muro de hormigón de algo más de un metro de alto que separa la plataforma de aterrizaje circular de la caída de mil metros.

—Tengo ochenta en la recámara larga, seis en la antigualla —le dice el chico a su hermana—. Luego se acabó.

—Me quedan doce —informa ella tras lanzar un bote pequeño. Cuando estalla, un humo verde se alza en espiral por el aire—. Hay que defender el puente.

—Tengo seis minas.

—Colócalas.

Trigg vuelve a cruzar el puente. Al final del mismo hay unas puertas cerradas herméticamente, mucho más grandes que la ruta de servicio por la que hemos llegado desde el lateral de la fortaleza. Temblando y cegado por la nieve, coloco a Victra a mi lado junto al murete para protegernos del viento. Los copos se acumulan sobre el equipo de lluvia negro que lleva puesto. Y después descienden aleteando como la ceniza que cayó el día en que Casio, Sevro y yo quemamos la Ciudadela de Minerva y les robamos a su cocinera.

—Todo irá bien —le digo a mi amiga—. Vamos a conseguirlo.

Echo un vistazo por encima del muro hacia la ciudad que se extiende a nuestros pies. Está extrañamente tranquila. Todos sus ruidos, todos sus conflictos, silenciados por el pulso electromagnético. Me fijo en un copo de nieve de mayor tamaño que los demás que revolotea hasta posarse sobre mi nudillo.

¿Cómo he llegado hasta aquí? Era un chaval de las minas y ahora soy un caudillo caído y tembloroso que contempla desde las alturas una ciudad oscurecida con la esperanza de poder marcharse a casa contra todo pronóstico. Cierro los ojos, pensando que ojalá estuviera con mis amigos, con mi familia.

—Tres minutos —dice Holiday a mi espalda. Me pone una mano enguantada en el hombro con ademán protector mientras otea el cielo en busca de nuestros enemigos—. Tres minutos y nos largamos de aquí. Solo tres minutos.

Desearía poder creerla, pero la nieve ha dejado de caer.

Mañana azul

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