Читать книгу Mañana azul - Pierce Brown - Страница 20
11 MI PUEBLO
ОглавлениеEstoy sentado al borde del hangar con las piernas colgando y observo la ciudad que bulle de vida. El clamor de un millar de voces acalladas llega hasta mí como un mar de hojas que se rozan entre sí. Los refugiados saben que estoy vivo. Han pintado falces en las paredes. En los tejados. Es el grito silencioso y desesperado de un pueblo perdido. Me he pasado seis años deseando estar de nuevo entre ellos. Pero al mirar hacia abajo, al ver lo lamentable de su estado, al recordar las palabras de Kieran, siento que me ahogo en sus esperanzas.
Esperan demasiado de mí.
No entienden que no podemos ganar esta guerra. Ares incluso sabía que jamás podríamos plantarles cara a los dorados. Entonces ¿qué debo hacer para que se alcen?, ¿mostrarles el camino?
Tengo miedo, y no solo de no poder darles lo que quieren. También de que, al revelar la verdad, Sevro quemara las naves que nos respaldaban. Ya no hay vuelta atrás para nosotros.
Así pues, ¿qué significa esto para mi familia, para mis amigos y para esta gente? Me sentí tan abrumado por estas preguntas, por el hecho de que Sevro hubiera utilizado mi proceso de talla, que me largué de la sala sin decir palabra. Fue arrogante.
A mi espalda, Ragnar sobrepasa mi silla de ruedas y se sienta a mi lado. Las piernas también le cuelgan, como a mí. Sus botas son tan grandes que resultan graciosas. La corriente de aire que levanta una lanzadera al pasar le agita las cintas de la barba. No dice nada, pues se encuentra cómodo en el silencio. Me hace sentir seguro saber que está aquí. Saber que está conmigo. Como creía que me sentiría estando con Sevro. Pero él ha cambiado. Ese casco de Ares pesa demasiado.
—Cuando era pequeño, siempre queríamos saber quién de nosotros era el más valiente —digo—. Nos escabullíamos de nuestras casas en mitad de la noche, bajábamos a los túneles más profundos y nos colocábamos de espaldas a la oscuridad. Si guardábamos silencio, se oían los ruidos de las víboras. Pero nunca podíamos distinguir a qué distancia se hallaban. La mayor parte de los muchachos echaban a correr al cabo de un minuto, tal vez de cinco. Yo siempre era el que más aguantaba. Hasta que Eo descubrió nuestro juego. —Niego con la cabeza—. No creo que ahora durara ni un minuto.
—Porque sabes cuánto se puede perder.
Los ojos negros de Ragnar contienen las sombras de una vasta historia. A punto de cumplir los cuarenta, es un hombre criado en un mundo de hielo y magia, vendido a los dorados para comprar la vida de su pueblo y que ha servido como esclavo más tiempo del que yo llevo vivo. ¿Hasta qué punto entiende la vida mejor que yo?
—¿Sigues echando de menos tu casa, a tu hermana? —le pregunto.
—Sí. Anhelo la nieve temprana de los últimos estertores del verano, cómo se adhería a la piel de las botas de Sefi cuando la llevaba a hombros para ver a Níðho˛ggr atravesar el hielo de la fuente.
Níðho˛ggr era un dragón que vivía bajo el mundo arbóreo de las viejas sociedades nórdicas y se pasaba los días mordisqueando las raíces del Yggdrasil. Muchas tribus obsidianas creen que emerge desde las aguas profundas de su mar para romper el hielo que bloquea sus puertos y abrir las venas del polo para sus embarcaciones de guerra. En su honor, envían los cuerpos de los delincuentes a las profundidades durante una celebración llamada Ostara, el primer día de verdadera luz primaveral.
—He mandado amigos a las Torres y al Hielo para difundir tu palabra. Para decirle a mi pueblo que sus dioses son falsos. Están sometidos y pronto acudiremos a liberarlos. Conocerán la canción de Eo.
La canción de Eo. Ahora mismo parece algo frágil y tonto.
—Ya no la siento, Ragnar. —Vuelvo la cabeza hacia los naranjas y rojos que miran de soslayo hacia nosotros mientras trabajan en los alas ligeras del hangar—. Sé que ellos piensan que soy su vínculo con ella. Pero la perdí en la oscuridad. Solía pensar que me estaba observando. Hablaba con ella. Ahora... es una extraña. —Agacho la cabeza—. Gran parte de todo esto es culpa mía, Ragnar. Si no hubiera sido tan orgulloso, habría visto las señales. Fitchner estaría vivo. Lorn estaría vivo.
—¿Crees que conoces las hebras del destino? —Se ríe de mi arrogancia—. No sabes qué habría sucedido si vivieran.
—Pero sí sé que no puedo ser lo que este pueblo necesita.
Frunce el entrecejo.
—¿Y cómo vas a saber lo que necesitan si les tienes miedo, si ni siquiera eres capaz de mirarlos?
No sé cómo contestarle. Ragnar se levanta de repente y me tiende una mano.
—Ven conmigo.
El hospital fue en su día una cantina. Ahora está llena de hileras de camillas y camas improvisadas, de toses y susurros solemnes mientras los enfermeros rojos, rosas y amarillos vestidos con monos amarillos serpentean entre las camas controlando a los pacientes. El fondo de la sala es una unidad de quemados, separada del resto de los pacientes por muros de contención de plástico. Detrás de estos, una mujer grita, batalla con un enfermero que intenta ponerle una inyección. Otros dos enfermeros acuden a reducirla.
Me siento devorado por la tristeza estéril del lugar. No hay escenas cruentas, no hay sangre goteando en el suelo. Pero estas son las consecuencias de mi huida de Ática. Ni siquiera con un tallista tan bueno como Mickey tendrían los recursos necesarios para curar a esta gente. Los heridos contemplan el techo de piedra preguntándose cómo será la vida a partir de ahora. Ese es el sentimiento de esta habitación. Un trauma. No de la carne. Sino de las vidas y los sueños interrumpidos.
Preferiría marcharme de esta sala, pero Ragnar tira de mí hasta la cabecera de la cama de un hombre joven. Se me quedó mirando al entrar. Tiene el pelo corto. La cara rechoncha y extraña, con la mandíbula inferior demasiado prominente.
—¿Qué pasa? —pregunto, y mi voz recuerda el sabor de la mina.
Se encoge de hombros.
—Aquí, pasando el tiempo entre bailes, ¿me entiendes?
—Te entiendo. —Le ofrezco una mano—. Darrow... de Lico.
—Ya lo sabemos. —Sus manos son tan pequeñas que ni siquiera puede rodear la mía con los dedos. Se echa a reír ante lo ridículo de la situación—. Vanno de Karos.
—¿Noche o día?
—Turno de día, capullo. ¿Acaso tengo pinta de ser uno de esos excavadores nocturnos con la cara revenida?
—Bueno, hoy en día nunca se sabe...
—Eso es verdad. Soy ómicron. Tercer perforador, segunda línea.
—O sea que serían tus residuos los que yo tendría que esquivar más abajo.
Sonríe.
—Sondeainfiernos, siempre mirándose el ombligo. —Hace un movimiento obsceno con las manos—. Alguien tiene que enseñaros a mirar hacia arriba.
Ambos nos reímos.
—¿Dolió mucho? —pregunta señalándome con la cabeza.
Al principio pienso que se refiere a lo que me ha hecho el Chacal. Luego me doy cuenta de que se refiere a los emblemas que tengo en las manos. Los que he intentado ocultar con las mangas del jersey. Los descubro.
—Qué puñetera locura.
Les da unos golpecitos con los dedos.
Miro a mi alrededor, repentinamente consciente de que Vanno no es el único que me mira. Son todos. Incluso en el otro extremo de la sala, en la unidad de quemados, los rojos se incorporan en sus camas para mirarme. No pueden ver el miedo que llevo por dentro. Ven lo que quieren ver. Miro a Ragnar, pero está ocupado hablando con una mujer herida. Holiday. La gris me saluda con un gesto de la cabeza. El dolor aún es demasiado evidente en su cara por la pérdida de su hermano. Tiene el revólver de Trigg junto a la cabecera de la cama. El rifle apoyado en la pared. Los Hijos recuperaron su cuerpo durante el rescate para poder enterrarlo.
—¿Que si dolió mucho? —repito—. Bueno, imagina que te caes en una Garra Perforadora, Vanno. Centímetro a centímetro. Primero la piel. Luego la carne. Después el hueso. Todo muy lento.
Vanno silba y baja la mirada hacia sus piernas desaparecidas con expresión cansada, casi aburrida.
—Esto ni siquiera lo sentí. Mi traje me inyectó hidrófono suficiente para dejar fuera de combate a uno de esos. —Señala a Ragnar y coge aire con los dientes apretados—. Y al menos todavía conservo la picha.
—Pregúntaselo —lo exhorta el hombre que tiene al lado—. Vanno...
—Cállate —suspira él—. Los chicos no dejan de preguntar. ¿Conseguiste conservarla?
—¿Conservar el qué?
—Eso. —Me mira la entrepierna—. O..., bueno..., ya sabes... Te la hicieron proporcional.
—¿De verdad queréis saberlo?
—Vaya... no es por razones personales. Pero me juego mi dinero.
—Bien. —Me inclino hacia él con semblante serio. Vanno y sus vecinos de cama hacen lo mismo—. Si realmente quieres saberlo, deberías preguntárselo a tu madre.
Vanno me clava una mirada intensa y luego estalla en carcajadas. Sus compañeros se echan a reír y hacen llegar el chiste hasta el último rincón de la sala. Y en ese brevísimo instante, el ambiente se transforma. La asfixiante esterilidad atajada por risas y bromas soeces. De pronto, susurrar en esta sala parece ridículo. Me llena de energía ser testigo de ese cambio en la marea y darme cuenta de que se debe a una sola carcajada. En lugar de retirarme de las miradas, de la sala, me alejo de Ragnar entre las filas de camastros para mezclarme más con los heridos, para darles las gracias, para preguntarles de dónde son y aprenderme sus nombres. Y es ahora cuando le doy las gracias a Júpiter por tener buena memoria. Olvida cómo se llama un hombre y él te olvidará a ti. Recuérdalo y te defenderá para siempre.
La mayoría me llaman señor o Segador. Y quiero corregirles y decirles que me llamen Darrow, pero conozco el valor del respeto, de la distancia entre los hombres y su líder. Porque, aunque me estoy riendo con ellos, aunque están ayudando a sanar lo que han quebrado en mi interior, no son mis amigos. No son mi familia. Todavía no. No hasta que podamos permitirnos ese lujo. De momento, son mis soldados. Y ellos me necesitan tanto a mí como yo a ellos. Soy su Segador. Ha hecho falta que Ragnar me lo recuerde. El obsidiano me honra con una sonrisa desgarbada, encantado de verme sonreír y bromear con los soldados. Nunca he sido un hombre de alegrías o un hombre de guerra, ni una isla en la tormenta. Nunca he sido un absoluto, como Lorn. Eso era lo que fingía ser. Soy y siempre he sido un hombre al que completan los que lo rodean. Siento que la fuerza crece en mi interior. Una fuerza que hacía mucho que no sentía. No es solo que me quieran. Es que creen en mí. No en la máscara, como mis soldados del Instituto. No en el falso ídolo que creé al servicio de Augusto, sino al hombre que se esconde debajo. Puede que Lico haya desaparecido. Puede que Eo guarde silencio. Que Mustang esté a un mundo de distancia. Y que los Hijos estén al borde de la extinción. Pero siento que mi alma regresa a mí poco a poco al darme cuenta de que al fin estoy en casa.
Con Ragnar a mi lado, vuelvo a la sala de mando, donde Sevro y Dancer están inclinados sobre un cianotipo. Teodora está en un rincón intercambiando correspondencia. Se dan la vuelta cuando entro, sorprendidos al ver la sonrisa que luzco en el rostro y que ahora voy caminando. No por mí mismo, pero sí con ayuda de Ragnar. He dejado la silla de ruedas en el hospital y le he pedido que me llevara de vuelta a la sala de mando de la que me había largado una hora antes. Me siento un hombre nuevo. Y puede que no sea lo que era antes de la oscuridad, pero tal vez sea mejor gracias a ella. Tengo una humildad que no poseía antes.
—Siento mi comportamiento de antes —les digo a mis amigos—. Ha sido... abrumador. Sé que lo habéis hecho lo mejor que habéis podido. Mejor de lo que lo podría haber hecho cualquiera, teniendo en cuenta las circunstancias. Todos habéis mantenido viva la esperanza. Y me habéis salvado. Igual que a mi familia. —Guardo silencio un instante para asegurarme de que les queda claro cuánto significa eso para mí—. Sé que no esperabais que volviera así. Sé que creíais que volvería con rabia y fuego. Pero no soy lo que era. Simplemente no lo soy —insisto cuando Sevro intenta corregirme—. Confío en vosotros. Confío en vuestros planes. Quiero ayudar en todo lo posible. Pero no puedo ayudaros estando así. —Levanto mis brazos delgados—. Así que necesito que vosotros me ayudéis con tres cosas.
—Siempre tan dramático —dice Sevro—. ¿Cuáles son tus exigencias, princesa?
—Primero, quiero enviarle un emisario a Mustang. Sé que pensáis que me ha traicionado, pero quiero que sepa que estoy vivo. Puede que exista la posibilidad de que ese hecho marque la diferencia. De que colabore con nosotros.
Sevro resopla.
—Ya le dimos la oportunidad una vez. Casi os mata a Ragnar y a ti.
—Pero no lo hizo —interviene Ragnar—. Merece la pena correr el riesgo, si al final nos ayuda. Yo me ofrezco como emisario, así no dudará de nuestras intenciones.
—Y una mierda —replica Sevro—. Tú eres uno de los hombres más buscados del Sistema. Los dorados han cerrado todo el tráfico aéreo no autorizado. Y tú no durarás ni dos minutos en un puerto espacial, ni siquiera con una máscara.
—Enviaremos a una de mis espías —sugiere Teodora—. Ya tengo una en mente. Es buena, y cien kilos menos llamativa que tú, príncipe de las Torres. Esa chica ya está en una ciudad portuaria.
—¿Evey? —pregunta Dancer.
—Exacto. —Teodora me mira—. Evey se ha esforzado mucho por compensar los pecados del pasado. Incluso los que no había cometido ella. Nos ha resultado muy útil. Dancer, yo misma me encargaré de los preparativos para el viaje y la tapadera, si te parece bien.
—Adelante —dice Sevro a toda prisa, pero aun así Teodora espera a que Dancer haga un gesto de asentimiento.
—Gracias —digo—. También necesito que traigáis a Mickey de vuelta a Tinos.
—¿Por qué? —pregunta Dancer.
—Necesito que vuelva a convertirme en un arma.
Sevro se echa a reír.
—¡Así se habla! Hay que ponerte algo de carne asesina en esos huesos. Ya se ha acabado esta mierda de espantapájaros anoréxico.
Dancer niega con la cabeza.
—Mickey está a quinientos kilómetros de distancia, en Varos, trabajando en su pequeño proyecto. Lo necesitan allí. Y lo que tú necesitas son calorías. No un tallista. En el estado en que te encuentras, podría resultar peligroso.
—El Segador puede aguantarlo. Creo que podemos tener aquí a Mickey y a su equipo antes del jueves —asegura Sevro—. De todas maneras, Virany ya ha hablado con él respecto a tu estado. Se pondrá rosa del gusto al verte.
Dancer observa a Sevro con una paciencia tensa.
—¿Y la última petición?
Esbozo una mueca.
—Tengo la sensación de que esta no va a gustaros.