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7 ABEJORROS

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Caemos hacia un ojo derretido en el centro de la ciudad cubierta por la nieve. Allí, entre las múltiples hileras de plantas de fabricación, los edificios se estremecen e inclinan cuando la tierra se eleva. Las tuberías crujen y salen volando por los aires. El vapor se escapa con un siseo a través del asfalto resquebrajado. Las explosiones de gas se propagan formando una corona, arrojando líneas de fuego por unas calles que se retuercen e hinchan como si el propio planeta Marte se alzara seis plantas para dar a luz a un antiguo leviatán. Y entonces, cuando el suelo y la ciudad ya no pueden ceder más, una Garra Perforadora irrumpe en el aire invernal, una titánica mano de metal con los dedos fundidos que echa humo, despedaza y se desvanece de nuevo cuando la Garra Perforadora vuelve a hundirse en las entrañas de Marte llevándose con ella medio bloque de pisos.

Caemos demasiado rápido.

Hemos saltado demasiado pronto. Mi mano suelta a Victra.

El suelo se acerca a nosotros a gran velocidad.

Entonces el aire cruje con una explosión sónica.

Y luego otra. Y otra, hasta que todo un coro resuena desde la oscuridad del túnel excavado por la Garra Perforadora, del que surge un pequeño ejército. Dos, veinte, cincuenta siluetas con armadura y gravibotas salen gritando del túnel hacia donde estamos nosotros. A mi izquierda, a mi derecha. Pintados de rojo sangre, sin dejar de disparar pulsos hacia el cielo que se extiende a nuestras espaldas. Se me ponen los pelos de punta y percibo el olor del ozono. Las municiones sobrecalentadas adquieren un tono azulado a causa de la fricción cuando desgarran las moléculas de aire. Las minipistolas engastadas en los hombros vomitan muerte.

Entre los Hijos de Ares que ascienden, hay un hombre con una armadura carmesí y el casco de llamas afiladas de su padre. Se mueve a gran velocidad y coge a Victra segundos antes de que impacte contra el tejado de un rascacielos. Aullidos de lobo resuenan a través de los altavoces de su casco. Es el mismísimo Ares. Mi mejor amigo de todos los mundos no me ha olvidado. Ha venido con su legión de destructores de imperios, terroristas y renegados: los Aulladores. Una docena de hombres y mujeres de metal, con sus capas de lobo negro ondeando al viento, vuela tras él. El más corpulento de todos ellos lleva una armadura de un blanco inmaculado con huellas de manos azules cubriéndole el pecho y los brazos. Una línea roja atraviesa su capa negra. Durante un instante, pienso que es Pax que ha regresado de entre los muertos por mí. Pero cuando el hombre nos coge a Holiday y a mí, veo los glifos dibujados en la pintura azul de las huellas dactilares. Glifos del polo sur de Marte. Es Ragnar Volarus, príncipe de las Torres Valquirias. Lanza a Holiday hacia otro Aullador y me coloca a su espalda para que pueda rodearle el cuello con los brazos y hundir los dedos en los remaches de su armadura. Luego pone rumbo hacia el túnel a través del valle humeante y me grita:

Agárrate bien, hermanito.

Y se lanza de cabeza. Sevro está a nuestra izquierda, sujetando a Victra. Hay Aulladores por todas partes, y sus gravibotas ululan cuando nos precipitamos hacia la oscuridad de la boca del túnel. El enemigo nos persigue. Los ruidos son terribles. Gritos del viento. Rocas que se resquebrajan cuando el fuego de pulsos agujerea los muros a nuestras espaldas y armas que gorjean. Mi mandíbula tintinea contra el hombro de metal de Ragnar. Sus gravibotas vibran a la máxima potencia. Los pasadores de la armadura se me clavan en las costillas. La mochila de baterías que lleva en la parte baja de la espalda se me clava en la entrepierna mientras zigzagueamos a toda velocidad por las tinieblas. Voy montado sobre un tiburón de metal y me sumerjo cada vez más en el vientre de un mar iracundo. Se me taponan los oídos. El viento silba. Un guijarro me golpea en la frente. La sangre me resbala por la cara y hace que me escuezan los ojos. La única luz procede del resplandor de las botas y los destellos de las armas.

El hombro derecho me estalla de dolor. El fuego de pulsos de nuestros perseguidores no me alcanza por centímetros. Aun así, la piel se me ampolla y humea hasta que la manga del mono que llevo puesto comienza a arder. El viento extingue las llamas. Pero el fuego de pulsos vuelve a desgarrar el aire a mi lado y prende las gravibotas del Hijo que va justo delante de mí. Sus piernas se funden en un solo pedazo de metal derretido. El hombre da una sacudida en el aire y se estampa contra el techo, al que su cuerpo hecho un guiñapo se queda pegado. Su casco sale despedido y se dirige directamente hacia mí.

Una luz roja palpita a través de mis párpados. Hay humo en el aire. Huele a carne. Me irrita la garganta. Tejido graso chamuscado y crujiente. Dolor intenso en el pecho. A mi alrededor, una ciénaga de gemidos, aullidos y gritos pidiendo ayuda a mamá. Y algo más. Un zumbido de abejorros en los oídos. Hay alguien encima de mí. Los veo bajo la luz roja cuando abro los ojos. Gritándome a la cara. Poniéndome una mascarilla en la boca. Una capa de piel de lobo húmeda cuelga de un hombro metálico y me roza el cuello. Otras manos tocan las mías. El mundo vibra, se inclina.

—¡A estribor! ¡A estribor! —grita alguien como si estuviera bajo el agua.

Estoy rodeado de hombres agonizantes. Trozos de armadura quemados, retorcidos. Con hombres más pequeños reclinados sobre ellos, como buitres, con sierras que relumbran en sus manos mientras les arrancan las armaduras para tratar de liberar a los moribundos de las quemaduras del interior. Pero las armaduras están totalmente adheridas. Una mano toca la mía. La de un chico tumbado a mi lado. Los ojos como platos. La armadura ennegrecida. La piel de sus mejillas es joven y suave bajo el hollín y la sangre. Aún no tiene la boca arrugada por las sonrisas. Su respiración es breve, rápida. Pronuncia mi nombre.

Y después muere.

Mañana azul

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