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VALORES, OMNIPOTENCIA

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Uno de los puntos fuertes del psicoanálisis radica en la suspensión de las valoraciones que surgen precipitadamente en toda situación significativa, pero integrándola en un método y no simplemente como recomendación edificante.

También es uno de sus flancos débiles, sea por sumar a la indiferencia frente a los asuntos del mundo, sea por no encarar la omnipotencia infantil, la cual con facilidad se liga a magnas propuestas colectivas en las que el ser oculta su desamparo.

Aunque la omnipotencia fue jerarquizada en el psicoanálisis clásico como un componente muy activo en diversos momentos del desarrollo y de a poco admitida como imprescindible para entender, desde sus transformaciones, la perdurabilidad contra viento y marea del propio ser, suele caer en la zona ciega de desconocimientos contrarresistenciales.

Lo cual no debe asombrarnos, por la ondulación de conceptos que se eclipsan temporariamente y pierden relevancia, para luego ser redescubiertos.

El respeto a ideas y creencias confundido con veda de su exploración, concurre también para perfeccionar zonas de exclusión.

Son temáticas que tienden a permanecer intangibles puesto que vinculan la propia omnipotencia con la de padres y ancestros, a través de anudamientos transgeneracionales.

Por su parte, la asignación de culpas y exigencias de reparación enraizadas en mitos familiares, así como las misiones más o menos mesiánicas que de allí se desprenden, transportan todo a dimensiones superlativas, inaccesibles para los recursos humanos comunes.

Estas elaboraciones requieren transitar por incómodos caminos transferenciales; en ellos, los inevitables errores en las intervenciones del analista se pagan caros, por el narcisismo en riesgo que vuelve por sus fueros vengativamente.

Pero son también dificultades surgidas como efecto indeseado del haber jerarquizado la autonomía de pensamiento de los analizandos, tendiendo a adjudicarles con facilidad una ecuanimidad que niega la pertinacia de enclaves infantiles y de sus lógicas de atribución, inculpación y exculpación.

El soslayar el análisis sistemático de la omnipotencia obedece además a cambios sutiles en los modos de intervenir, incluyendo una suerte de autocrítica colectiva por una historia de estilos psicoanalíticos autoritarios.

Y, en la misma línea, al traslado hacia la clínica de crisis en el sostén de posiciones de autoridad en la crianza de los hijos.

Claro está que eludir simpáticamente el arduo trabajo de paciencia que requiere su elaboración, confunde el respeto a la dignidad del otro con hacer el juego a fantasías que causan limitaciones y desubicaciones en la vida a menudo groseras.

Y que como recién apuntábamos, no son simplemente debidas a aspectos nucleares del Self del paciente, con lo cual recaeríamos en la atribución reintroyectiva sobre la que advertíamos, puesto que lo recreado surge de la activación transferencial de una Gestalt que va más allá del individuo.

En efecto, la omnipotencia que se repite en la neurosis de transferencia es la propia y la de los otros primordiales que parasitan tiránicamente y configuran un mundo superlativo.

De ahí que en este punto nuestra tarea consista en redimensionar escenarios inconscientes distorsionados, que dificultan la excentración de perspectiva y la multiplicación de vértices, para relativizar grandiosidades y premisas narcisistas.

Uno de los efectos principales de esas remanencias infantiles es el daño a la capacidad de cálculo existencial, en el barrido constante de lo posible, lo probable, lo accesible o inaccesible, de acuerdo a medio y circunstancias.

Bárbara es una mujer adulta, profesional, autónoma; no obstante, el pago de su análisis ha dependido en cierta proporción del dinero que –cada vez más a regañadientes– sus padres le dan.

Por contingencias laborales me pide, con sus maneras cordiales y adecuadas de siempre, si podría rebajarle los honorarios para tener algo más de holgura en sus gastos y continuar con el número actual de sesiones.

No es la primera vez que me hace un planteo semejante, al cual empáticamente me siento inclinado a acceder, pero también sintiendo, disociadamente, que me parecería mucho más justo que sean sus padres quienes lo solventen, y no yo.

La inhibición para pedirles esa “ayuda” nace, en Bárbara por ser “ya grande, independiente...”, dándole “no se qué, por ella y su madre...” ponerse y ponerla en tal situación.

Siento desagrado frente al tema y una cierta compulsión reactiva a acceder para dar por concluido el asunto.

No lo hago, y no sólo por razones de prudencia analítica sino por renuencia a someterme.

Se trataba de una impregnación contratransferencial con varios costados, de esas que anuncian riqueza de material, cierto baluarte movilizado y el riesgo de perder una oportunidad fecunda en caso de precipitarme en decisiones de cualquier índole que sean.

Prosiguiendo, logramos despejar niveles de culpa importantes que se mostraban como efectos “exitosos” de crianza y correspondían en rigor a madureces forzadas.

En ese punto era sabia la prevención de Bárbara respecto de todo lo que pudiera realimentar dependencia, pero de hecho la trasladaba hacia mí, recreando una deuda que invertía reclamos más profundos referidos al amor administrado aunque no dado por su madre.

Desplazaba así al dinero intercambios amorosos “previos” (cutáneos, orales, fusionales), intentando forzadamente cuantificar lo incuantificable.

Cerrados para siempre los reclamos, insistían en el síntoma de las insuficiencias –ahora vuelto propias– para “cubrir lo que faltaba”.

El análisis de estas cuestiones permitió abrir las fijaciones obsesivas, que abroqueladas analmente mantenían apartado el dolor más profundo sufrido ante las reticencias en el juego primario de intercambios.

Estas, a su vez, eran las que intentaba anular transferencialmente coercionándome moralmente e intentando (re)crearme, más allá de mí mismo, como “muy (suficientemente) bueno”.

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