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TOMAS DE PARTIDO

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En el cruce de búsqueda determinística y razón poética es donde reside la mayor fecundidad teórica y clínica del psicoanálisis.

La racionalidad en que se inscribe pretende claridad en el descubrimiento causal; de allí el recurso a supuestos deterministas para hallar cadenas explicativas en el desbrozamiento de los síntomas, y lo perdurable de la teoría traumática en su seno.

Pero sus operaciones clínicas, si bien conllevan una dimensión explicativa, hacen a un orden de conocimiento en el cual son esenciales:

 las resonancias,

 la identificación empática operacional,

 la oscilación heimlich/unheimlich,

  la transmisión conjetural de sentido.

Teniendo en cuenta lo dicho, la ampliación al máximo de las posibilidades de manifestación no se limita a dar lugar a ansiedades primarias o desestructuraciones psicóticas, lo cual sin duda es importante pero puede constituirse en meta distorsionada que fascine por exceso, sino a manifestaciones neuróticas albergadas en disimuladas simbiosis, en silencios cultivados que progresivamente se tornan escisiones o en vínculos con valores e instituciones renuentes a exponerse al análisis.

Se crea así un campo analítico heterogéneo, con materiales provenientes de distintos planos y separados por resistencias de diferente calidad.

Tal heterotopía del campo es uno de sus rasgos principales y determina una no-linealidad en las manifestaciones del analizando diferente de la que surge cuando se levantan represiones.

Éstas operan sobre una misma corriente psíquica, por lo tanto en el seno de una lógica más homogénea, “rodeando” núcleos temáticos.

En cambio, si se facilita la libre manifestación, los desplazamientos asociativos y de las partículas de acción tienden a una marcada errancia.

A lo cual se suma que la dinámica del material puede ser escasa, escandida, fluente o centrífuga, de donde surge la necesidad de aprehenderla con la mayor amplitud posible de percepción flotante.

Lo que nos exige extremar los recursos de contención y pulir las aptitudes contratransferenciales, así como legitimarlas teóricamente.

De este modo es posible acudir, operacionalmente, al vasto reservorio de hipótesis y conocimientos referidos a los procesos primeros, recopilados desde diversos marcos de referencia, para entender los ladrillos vinculares que integran el campo transferencial.

Valga como ejemplo considerar como soportes necesarios: la mirada amorosa/admirativa, el fluir de la leche trazando un interior que se fusiona en lo agradable nutricio del “objeto”, el abrazo consistente, la lengua materna configurando un marco sonoro de prosodia basal…

Contención, reelaborando lo ya dicho, supone una función activa de metabolización de lo revivido transferencialmente y que conlleva una exigencia de acción/respuesta.

El diferimiento de esta última, que nada tiene que ver con pasividad, se torna productivo en el seno de microscópicas u ostensibles tareas de conexión, la forma más elemental de referirse al pensar nuevo a que tiende el proceso analítico.

Unir lo separado y desgarrado, lo supuestamente imposible de aceptar como propio.

Contener sin elaboración facilita regresiones que pueden ser aliviantes, pero reciclan circuitos de dependencia; se trata, en cambio, de recibir - colectar - unir - ir pensando - pensar, lo cual recrea, o crea –a menudo no nos resulta claro– un procedimiento económico y placentero para lidiar con los apremios de la vida: sublimación en acto en el campo analítico.

Cabe apuntar que elaboración no quiere decir verbalismo, aun cuando las enunciaciones tiendan a enunciarse y el momento interpretativo defina, más allá de la resonancia empática, una forma nítida de logro.

Ahora bien: la interpretación no es sólo culminación de un tramo de análisis mediante la explicitación acabada de un decir, sino mutación de perspectiva y reordenamiento del material en juego y sus prioridades como resultado de trabajo acumulado.

La importancia del señalamiento tiene que ver con esto, en tanto andarivel precario de sentido pero ligado a lo que se vislumbra entre las resistencias.

Vincular la elaboración a lo placentero puede sonar extraño, sobre todo por cierta tendencia al dolorismo en la que a veces se desliza el reconocimiento del dolor en la vida psíquica y su papel en los procesos de “crecimiento mental” (Bion).5

Son placeres funcionales, como aquellos que en el desarrollo acompañan el acceso a habilidades nuevas y que no dependen de las temáticas que se procesen sino del poder hacer.

Lo cual permite la religadura laica con una simbólica compartida, como empresa de verdad para la cual efectivamente nada de lo propio –humano– sea “a priori” descartable (ajeno), y no en virtud de acordar en determinados “contenidos” que podrían constituirse en núcleos de fe.

Es lo opuesto al insoportable dolor de pensar en las que el eslabonar se torna conjunción dilacerante, que lleva a evacuarla malamente y sin que sea posible compartirla, aspectos que han sido magistralmente desarrollados por aquel autor.

Carlos descubre la relación entre su envaramiento, que le producía dolores y malestares posturales, y un permanente estado de alerta, surgido de una actitud de cumplimiento de deberes extendida a los aspectos de la vida más triviales.

Esto obedecía a una sujeción superyoica potenciada por las exigencias y estilos actuales de vida y trabajo, pero manifestaba además la identificación con padres activos, eficientes y absolutamente dedicados (a él).

El cuerpo erguido representaba también falicidad, desplazando a escenas social-exhibicionistas la mezcla de conflictos eréctiles con gratificaciones narcisistas que aquella postura le otorgaba en el juego de prestancias.

Eran estos enclaves caracteriales que incluían en su régimen dispositivos musculares de lucha y fuga, junto a otros definidamente eróticos, inteligibles a lo Reich6, y por lo tanto pasibles de ser trabajados en un momento avanzado del análisis.

El tomarlos en consideración trajo el alivio de aceptar flaquezas y actitudes propias del paso de los años, las que eran negadas, para sostener a toda costa aquellos modos renegatorios de ser y de estar.

Pensarse así, con su cuerpo “humano” y no prenda simbólicamente capturada reproduciendo fetichizaciones de que fuera objeto como bebé preciado, trajo el consiguiente dolor depresivo.

Este incluía, por una parte, el definitivo adiós a sus padres literalmente encarnados en su aparato ósteo-músculo-articular; por otra, la gratificación – aquí el placer que decíamos–-, de poder expandir su autocomprensión benevolente, lo que tuvo importantes efectos convivenciales.

No cabe duda que sería absurdo pretender agotar descriptivamente la infinita gama de matices que juegan en una relación humana profunda, de ahí que la teoría psicoanalítica de la cura consista en el enunciado de ciertos ejes y conceptos de cruce que intentan estar a la altura de lo aprehendido por la percepción flotante y que resuena en otros contextos clínicos.

Es el plano de abstracción necesario y desde donde se desprenden exigencias de método, cuya observancia potenciará aquellos hallazgos y a partir de la cual se definen estilos analíticos personales y, si se sistematizan, organizan y hallan eco, corrientes y escuelas.

Cabe entonces apuntar algunas de tales condiciones, específicamente vinculadas con la posición de disponibilidad y apertura al límite que es rasgo definitorio de nuestra clínica:

a) Facilitar el desarrollo de los materiales circulantes en el campo y eventualmente alojados proyectivamente en la figura del analista merced a la postergación de la respuesta.

Esto nos precave del reflejo contratransferencial retaliativo si son dolorosos, repugnantes o desagradablemente agresivos, y contribuye a la necesaria tolerancia para con lo que se ha potenciado por regresión.

Lo que existe siempre es tensión transferencial, que no debe confundirse con transferencia negativa.

Corresponde a una elevación de los niveles de angustia señal, frente a lo disruptivo que se vislumbra al poner en suspenso promesas de salvación mágica, las que de cualquier modo vuelven por sus fueros como demanda/recreación de garantías absolutas.

La relativización de la consistencia del propio ser al exponerse las redes mitopoyéticas que la sostienen, para generar un pensar-se nuevo, es comprensiblemente trabajosa.

Convocamos fantasmas y mitos para habitarlos transferencialmente y familiarizarse con ellos, pero para luego atravesarlos, superando la cualificación superyoica o especularmente antisuperyoica.7

Reside aquí la importancia clínica del balance heimlich/unheimlich, pues aunque se trate a veces de paquetes de sentidos revestidos de simplicidad, lo que insinúan de lo reprimido en mayor o menor medida toca el borde de lo extraño e inquietante.

Y es en tales circunstancias que suele recurrirse a opiáceos culturales, que soslayan cualquier implicación personal más allá de lo trivial y adocenado.

Si en cambio se abre lo que fluye en las “cadenas asociativas”, surge lo que sea, pero además se metaaprende a pensar, disminuyendo el miedo que se halla en la base de los malos entendidos circulares, modo habitual en que las ansiedades neuróticas se juegan relacionalmente.

b) Aceptar la idealización, surja de la proyección de aspectos de sí y/o de objetos idealizados.

Eje que merecería llamarse kohutiano, por lo que este autor aportara a su entendimiento con sus ideas referidas tanto al “Self grandioso” y la “Imago parental idealizada” como a los “Objetos Self”.

Tolerarla y permitir su expansión es muy difícil, sobre todo, como bien lo señalara Kohut, por la renuencia a quedar instalado en la esfera discrecional del régimen narcisista de otra persona.

Es un claro ejemplo del soportar y muestra la importancia del “timing”: junto con aquél, la adquisición más tardía en el arte analítico –cuando se logra.

Ocurre que la asignación proyectiva de plenitud y omnipotencia –que en otro plano supone incorporación fusional– es un típico ejemplo de entronización paralizante, a la que aludiera Freud con el ejemplo del rey Kukulú, reverenciado por la tribu pero en el interior de una jaula de la que no podía moverse.8

Situación claustrofóbica contratransferencial extrema, que puede sugerir la tentación de romperla de cualquier modo, racionalizándolo con desalienar al analizando o alguna explicación altruista semejante.

Tanto a) como b) suponen exigencias de tiempo y de sostenimiento del encuadre, ambas estrechamente ligadas.

En efecto: es necesario dar cabida tanto a las exploraciones cautelosas como a retracciones tentaculares de la atención, por el miedo y la prevención de heridas narcisistas, por lo que una estabilidad confiable es imprescindible.

Por otra parte, las intervenciones del analista surgen a través de una grilla virtual, instaurada por reiteración, que expresa la ligazón de aquél a un orden diferente de la pura arbitrariedad, por más “creativa” que esta se pretenda.

Y los “momentos de concluir” (Lacan) sin duda existen, pero han de ser situados en la perspectiva de la elaboración, evitando el riesgo de cualquier espectacularidad que realimente omnipotencias y la búsqueda enfermiza de intervenciones efectistas, con el decaimiento consiguiente de los procesos de verdad.

c) Regular la empatía.

Se trata de la identificación con diversos aspectos del analizando y que lleva incluso a bordear, por simetrización, el eclipsamiento de la función analítica.

El punto reside en que esas situaciones no sólo ocurren de hecho –pero se las podría considerar como respuestas contratransferenciales en el sentido tradicional y sospechoso de la expresión– sino que es imprescindible jerarquizarlas.

Es claro que centrar el proceso en sostenes empáticos renovados trastrueca el eje del psicoanálisis, así como entenderlos exclusivamente como comprensión ecuánime es una versión insuficiente para los niveles de penetración que se requieren.

Por añadidura, las emociones que se despliegan apoyándose en la garantía empática pueden acumular rencores solapados, compensados por idealización, volviéndose a la larga inanalizables.

La empatía eficaz requiere un estado de soltura que garantice distancia en el seno de la cercanía.

De otro modo se plantea el riesgo de fusionalidad sin distancia operativa o de mutar las respuestas contratransferenciales positivas en formas de sometimiento o de ocupación por contraidentificación proyectiva9 (Grinberg).

En este último caso se afecta la generación de distancia operativa en la medida que un estado del analizando coloniza la mente del analista, y la acción diferida que da posibilidad a elaborar intervenciones basadas en el valor verdad se sustituyen por búsquedas de alivio, descarga o retaliación.

Una guía adecuada respecto de la funcionalidad del compromiso emocional y cognitivo es la percepción de autonomía conservada en el seno mismo de la resonancia empática admitida.

Un ejemplo notable de su ejercicio es la recomendación de Frieda Fromm Reichman, en el tratamiento de psicóticos graves, de imitar sus actitudes corporales, por ejemplo, replegándose al modo fetal en un rincón, para entender en algo como se vive el mundo desde tal posición.10

Lo que en grado variable sirve para cualquier análisis, y también para mostrar la profundidad que siempre supone ese ponerse en el lugar del otro y salirse –relativamente– del propio.

El del analista resulta de la composición de fuerzas que juegan en el campo, y es función de las mismas, en el sentido que su consistencia se recrea en el conjunto de operaciones que despliega.

En tales casos la persona (psicológica) del analista y los aspectos de su Self hiperadaptado en alguna proporción se desarman, quedando en una disponibilidad cuasi despersonalizante.11

La inmersión en una experiencia fundamental compartida no supone un ejercicio agotador y sacrificial; en el “buen uso” de la empatía, la interioridad del analista se amplía, mientras que del lado del analizando se enriquece el metabolismo de lo vivido.

Todo esto constituye lo opuesto a lo que Enrique Pichon Rivière denominara psiquiatras –o psicoanalistas– “a distancia”.

Hace al punto de disponibilidades latentes, muchas de ellas desconocidas, y de contar confiadamente con posibilidades de usarlas en transferencia.

Lo cual se funda en la activación de identificaciones continentes y amigables –regresión funcional– pero sosteniendo la órbita de circulación excentrada, que preserva de actitudes pedagógicas o paternales, que clausuren en clave bondadosa el sentido del análisis.

Es por todo esto que hablamos de percepción flotante, pues se trata de recurrir a cuantas disponibilidades de captación el analista posea, manteniendo la sustancia de la indicación freudiana en tanto reconoce la vectorialidad nómade de una atención con la que hallamos en tanto no busquemos.

Cada fragmento convoca un eje de conjunción o de dislocación de sentidos, los que se elaboran, disipan o disocian; estos últimos impregnarán con su presencia virtual y activable a los sucesivos campos, empobreciéndolos si los parasitan, como en el caso del baluarte.

Pacto del cual cabe destacar su malignidad: barrio vienés donde todos los delincuentes irían a refugiarse, como apuntara Freud en su alegoría.

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