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DIALÉCTICA HISTÓRICA

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No obstante lo dicho, si observamos el lugar que ocupa el psicoanálisis en el mundo contemporáneo, no cabe duda que las aspiraciones de su fundador en cuanto a trascender en la cultura –entendida en su sentido más amplio de formas de vida, hábitos y creencias y en las maneras de encarar los interrogantes básicos de la existencia, la enfermedad y la salud– se han cumplido.

Buena prueba de esto es que los psicoanalistas hemos perdido el dominio sobre el saber específico, el cual se ha diseminado a través de prácticas diversas que –aun sin reconocerlo– en él se inspiran.

Incluso cuando se le adjudican signos de decadencia se admite aquella penetración, que va desde los modos de concebir la sexualidad, la crianza de los niños y la pedagogía, hasta los cauces para pensarse y pensar a los otros, el teatro, el cine, la literatura, la crítica del sentido común y de las ideologías.

Y si tuviéramos que sintetizar todo este conjunto de logros y avatares, podríamos decir que el psicoanálisis dio cuenta de la densidad del espacio interior al mismo tiempo que contribuyó a incrementarla, señalando su conflictividad esencial y su tenaz opacidad.

Para lo cual conjugó de manera inédita las tradiciones románticas e iluministas de la Europa Central de fines del siglo XIX con el ímpetu del positivismo, que expandía sin fronteras los dominios de la Ciencia: proyecto de racionalidad que enunciaba su consistencia así, con mayúsculas y en singular.

La instigación kantiana a abrirse al conocimiento, el “Sapere aude”, cuyo atrevimiento sintetiza de manera notable el proyecto histórico de la Filosofía de las Luces, había ampliado hacia fuera y hacia dentro las fronteras de los saberes, mientras la tradición romántica transitaba gozosamente las ciudadelas del alma.

Se trataba ahora de transformarlas siguiendo un método transmisible, lejos de contemplaciones y regodeos.

Lo cual no sólo obedecía a razones pragmáticas surgidas desde la clínica sino a un modo específico de suscitar alivio y a la vez conocimiento, a saber, venciendo resistencias, por lo que se requerían fuentes renovadas de placer para que la asimilación de emociones recuperadas y el desarrollo de pensamientos no pensados fuera posible.

Se fue así consolidando una disciplina de vocación crítica y racional, aunque al ser comunicable de persona a persona y fundar sus verosimilitudes en el reducido círculo de quienes se abrían a la experiencia del inconsciente, mostraba un status epistémico ambiguo y una discursividad oscilante entre relatos de artesanos y pretensiones de cientificidad.

Pero el objetivo esencial de nuestra clínica conserva plena vigencia: volver permeables las diferentes corrientes de la vida psíquica, para que las formaciones penosas de compromiso se sustituyan por realizaciones que permitan mayor placer y libertad.

De este modo el espacio interior podrá contener de manera más fecunda y con modulaciones más amplias del dolor diversos aspectos de sí que fueron desgajados, apartados y extrañados desde los primeros momentos de la vida.

Se trata de una idea ambiciosa, que supone lidiar con miedos, angustias y culpas resueltos sintomáticamente o mediante compensaciones que a través del tiempo han determinado escisiones empobrecedoras y rigideces caracteriales.

Esta pretensión radical marcó al psicoanálisis desde sus comienzos, y supone gran confianza en que exponer los abismos íntimos y las contradicciones que desde ellos se plantean puede resolverse en alivio del sufrimiento e incremento de las posibilidades personales.

Metafóricamente, que “Eros fará da se”: los recursos vitales y las tendencias reparatorias eslabonarán de por sí los nuevos y antiguos afectos y representaciones, al caducar los lazos de la neurosis infantil.

Lo cual requiere ir más allá en cada punto de llegada, sosteniendo lo interminable del análisis –puesto que el retorno de lo disociado y reprimido es inagotable– pero dando cabida y legitimidad a momentos de logro que originen círculos virtuosos de transformaciones.

Partiendo de la resolución de síntomas, el psicoanálisis se extendió hacia las inhibiciones, estereotipias y modalidades caracteriales, llegando en la actualidad a una situación paradójica.

En efecto, cunde entre los psicoanalistas una preocupación creciente respecto de sus limitaciones frente a resistencias pertinaces entrelazadas con nuevas formas de ser y padecer, mientras que a la vez contamos con palancas refinadas y distintas para abrir posibilidades de transformación.

Claro está que estos instrumentos requieren compromisos personales y hondas revisiones teórico-clínicas, así como relativizar la apelación tradicional a criterios de autoridad.

Por otra parte el saber psicoanalítico se halla en estado de dispersión, lo cual desde posiciones convencionales tiende a ser visto catastróficamente.

En rigor obedece a una expansión transversal de conocimientos, experiencias y formas de transmisión, junto a desarrollos diferenciados por razones culturales e históricas.

Pero, como apuntábamos arriba, un vector perdura: desprender el dolor y los miedos de ataduras inconscientes en las que rigen proporciones extremas, imagoicas, para hacer posible modulaciones diferentes de la angustia y un pensar nuevo.

Cuando se logra la habilitación de espacios psíquicos cancelados se incrementa el flujo de experiencias emocionales y de producciones imaginantes, las que pugnan por hallar realización y chocan con el orden previo de sentidos, poniendo en marcha un proceso, en rigor, exorbitante, puesto que por su propia índole excede lo que el método puede abarcar.

De donde la permanente búsqueda de rigor teórico y precisión instrumental, para contener lo convocado e intervenir con prudencia y eficacia.

Las sobreadaptaciones, por su parte, uno de los rasgos conspicuos del padecer de nuestro tiempo, conjugan corazas culturales con inhibiciones personales y una vasta gama de miedos a transformarlas, suscitadas por el desamparo y la paranoia funcional con lo inhóspito del mundo en que vivimos.

Y si bien participamos, como nuestros analizandos, de los cambios del siglo, sabemos de modos insistentes y replegados de pensar y existir –y por lo tanto de sufrir– en los que se entrelaza la fantasmática personal a mitos familiares, de etnias y grupos.

La transferencia, que los recrea, es central en nuestra clínica, haciendo que se explayen hasta los límites que seamos capaces de construir en cada caso y cada momento del proceso.

Es este el territorio nativo del psicoanálisis y que continúa siendo el de su mayor fecundidad: clínica de lo singular que facilita la expansión de los vínculos primarios, que buscan revivirse para realizarse, hallar por fin resonancias o por la mera inercia de la repetición.

Por lo que nada de lo humano nos puede ser ajeno, aunque comprobemos de continuo la desproporción entre lo que sabemos e intuimos y las transformaciones logradas.

Ocurre que nos movemos siempre sobre un lecho resistencial, que es el nombre dado a los equilibrios originados en miedos diversos y en ataduras a la economía de los goces que cada uno construyó, naturalmente renuentes a modificarse.

De ahí lo especial de una cura que requiere dejar de lado ensañamientos transformadores –el furor curandis– para dar vida a lo reparatorio bloqueado o inédito, ampliando los márgenes de libertad constreñidos por las distintas patologías y estabilizados como modos de ser.

Y que incluye, en el límite, a modalidades psicóticas de funcionamiento.

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