Читать книгу Los días ciegos - Raúl Alonso Alemany - Страница 15

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—¿Sabes lo que es un cadáver? —me preguntó mi tío Jesús cuando era un niño: siete, nueve, once años tal vez.

Yo, que sí lo sabía, porque ya había averiguado hacía tiempo qué era la muerte, porque sabía que la muerte era la no vida (pues así solían definirse las cosas y las personas, por su contrario, por lo que se descartaba), me encogí de hombros al intuir que aquella no era la respuesta que me iba a dar mi tío, que siempre me miraba sus grandes gafas de sol, en las que podías ver reflejado tu propio rostro, amenazante, pequeño y curvo.

—Pues viene del latín —dijo él con satisfacción mientras pulía un rayajo que algún graciosillo le había hecho a su BMW, que era verde, tenía una banderita de España al lado de la matrícula y dos botines cántabros de imitación colgados del espejo interior del coche—. Del latín, como los niños —aclaró, y se rio, mi tío Jesús, que era el dueño de una funeraria que le pagaba esos coches y esas gafas de sol con las que podías ver el mundo y te veías a ti mismo desde una perspectiva completamente distinta: oscura y deforme—. Pues, según cuentan, la palabra «cadáver» surge de la unión de tres palabras, como la Trinidad, ya ves, niño. ¿Sabes qué tres palabras? ¿No? Caro data vernibus —dijo, arrastrando aquel latinajo como si estuviera descubriendo el milagro no revelado de Fátima—. Ca-dá-ver. Esto es, niño: carne dada a los gusanos —añadió, antes de escupir sobre la superficie verde de su BMW para limpiar una mota de polvo casi invisible y olvidar toda erudición.

Y eso era un cadáver, algo que se daba a los gusanos; algo que en una acumulación perfecta y estudiada pagaba cochazos de importación; algo que te encontrabas tirado en el suelo de un aeropuerto del este de Europa cuando habías ido persiguiendo una historia de amor.

Reconocí el tono rojizo de su nariz. Sus ojos todavía dejaban intuir ese aire vidrioso que le debía de haber acompañado en los últimos tiempos: los tenía abiertos, como si la muerte aún pudiera pillar por sorpresa a alguien. Hacía unas horas aquel hombre me había recordado cómo podía ser de terca la realidad. Yo, que me creía un Romeo redivivo, había recordado gracias al aliento de un hombre muerto que era un verdadero estúpido.

—¿Qué pasar? —le pregunté al hombre que no llevaba sombrero de ala ancha cuando llegué a su altura.

Pero no necesitaba respuesta. Un muerto. Pasaba un muerto. Que en realidad es casi todo lo que puede pasar en esta vida.

—Este hombre ser muerto —me respondió él con la mirada fija en el tipo que hacía unas horas había soltado sobre mí su aliento de vodka.

Enseguida apareció más gente alrededor del cadáver. Un montón de personas que se apelotonaron a mi espalda y frente a mis ojos. Los cuchicheos se agolparon a nuestro alrededor en varios idiomas: ruso, inglés, francés, italiano, chino y algún otro que no supe reconocer. El español sonaba solo en mi cabeza, completamente aislado en el este de Europa.

El hombre que había escupido hacía unas horas la cruda realidad frente a mi cara de cordero degollado, yacía a nuestros pies, como un charco que todos mirábamos sin atrevernos a cruzar por encima de él, por si salpicaba y nos mojábamos de arriba abajo, irremediablemente.

El murmullo fue creciendo, aunque yo permanecí en silencio. ¿Qué se podía decir delante de un hombre muerto que hacía apenas unas horas te había enseñado lo último que habías aprendido y lo primero que olvidarías? Otra vez comencé a pensar que todo hablaba de mí: las voces, las canciones, las miradas… Hasta los muertos hablaban de mí.

Un sonido gutural cortó poco a poco el murmullo de la gente. Cuando se hizo más evidente, arrancó de cuajo el ruido de las voces. Uno de los guardias, el más veterano, había empezado a gritar en ruso, tal vez a hablar en ruso, pero, como yo mismo había aprendido en la última semana, el ruso es un idioma que suena áspero y a gritos hasta cuando dices «te quiero».

Se había formado un círculo alrededor del muerto. En el centro: el cadáver, el soldado veterano y el soldado más joven. Era como si cada uno ocupara una posición estratégica en un escenario. Se me pasó por la cabeza que en cualquier momento el muerto se levantaría con un movimiento rítmico, saltaría por encima de los soldados y los tres empezarían a bailar al sonido de una kalinka.

Los espectadores, asombrados, romperían a dar palmas y sonreirían de par en par. Al terminar la actuación, el soldado más joven pasaría su gorro ruso, su ushanka, por entre el público, que iría dejando allí rublos, euros, dólares, yenes.

Pero no fue así, claro.

El soldado joven acercó su oreja al pecho del muerto. Luego, el rostro a la cara. A continuación, pasó la mano sobre sus ojos, que se cerraron por última vez.

—Él ser muerto —dijo el hombre que no llevaba sombrero de ala ancha, antes de salir del círculo que rodeaba al cadáver.

Fue el único que se alejó de aquel espectáculo. Los demás seguimos allí embobados con la escena. Podría habérsele tomado por un asesino que se recrea un momento en su víctima y después desaparece discretamente del lugar del crimen, al que siempre se vuelve según las películas. Pero, como aquello era la realidad, supuse que era más bien como la famosa frase de los diarios de Kafka: «Esta mañana, Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar». Me di la vuelta y me lo encontré sentado en una silla: otra vez esperando el próximo avión que lo alejara de aquel lugar, con un vaso en una mano y un periódico en la otra.

Al cabo de un rato, cuando se había renovado aquel cuchicheo de voces (inglés, ruso, italiano, francés, chino…), aparecieron dos hombres vestidos con unos anoraks fosforitos y una camilla plegada entre las manos. En el ínterin, los dos soldados, con sus rifles en los hombros, habían comenzado a hablar con aire despreocupado. Lo hacía sobre todo el más veterano; el más joven se dedicaba a asentir y a pasear la mirada buscando algo que le interesaba más que las palabras de su compañero.

La gente aumentó el volumen de sus conversaciones: hubo quien incluso se rio; hubo otros que miraron sus teléfonos móviles; hubo gente que sacó unas fotos perfectas, a las que les pasaron ciertos filtros para amortiguar la luz demasiado intensa del lugar; un hombre tosió; una mujer cogió la mano de una anciana; un chico joven se sacó una espinilla que le había crecido cerca del labio.

Me estremeció la idea de que todos nosotros, al cabo de unos minutos, fuéramos como la frase del diario de Kafka: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, me reí, miré mi teléfono, me hice una fotografía y filtré la luz, tosí, cogí la mano de una anciana, me saqué una espinilla muy molesta que me había crecido cerca del labio».

Un hombre ha muerto en el aeropuerto internacional de Sheremetievo.

Por la tarde fui a nadar.

Los enfermeros comprobaron de nuevo el pulso del cadáver. Y otra vez, como en la vida, lo que faltaba dijo todo lo que había que decir.

Obraron en silencio e intercambiaron tres o cuatro comentarios con los soldados. Al cabo de unos minutos, sacaron una bolsa de color negro que extendieron al lado del cadáver. El soldado más joven le enseñó a uno de los enfermeros una cartera raída que había extraído del interior de la chaqueta del muerto.

Apenas me había fijado en nada más que en su hedor a vodka y en sus ojos vidriosos. Ni siquiera me había planteado que pudiera tener un nombre. Había inferido automáticamente que estaba allí como algo que formaba parte del paisaje, como los bancos marrones, los pasillos de color beis o las cafeterías que abrían toda la noche. Simplemente, el típico borracho ruso vagabundo que se protege de la nieve en el interior de un lugar de paso. Hay gente que es solo el lugar que habita, pensé.

Yo a veces pienso cosas así, como dándome importancia.

Me reproché por no haberme fijado mejor en él. Enseguida empatizaba con los perdedores y los versos sueltos, pero no lo había hecho con ese hombre. ¿Tan importante era su hedor? ¿Tan sumido estaba en mi fallida historia de amor? ¿Acaso me creía mejor que aquel tipo, que, como yo, se había extraviado esa noche en el aeropuerto de Moscú? Por ejemplo, una vez más, ¿cómo eran sus zapatos? ¿Por qué no me fijaba más en esos detalles?

Pensaba y pensaba por no pensar en lo que tenía que pensar.

Yo soy mucho de eso.

Al final, lo subieron a la camilla, que se elevó sobre unas patas al cabo de un instante. Con el cadáver cubierto por la bolsa de plástico, los cuatro hombres (los soldados y los enfermeros) intercambiaron unas palabras que no fueron más que sonidos para mí. Presté atención para ver si comprendía algo, alguna palabra cazada al vuelo que recordara del poco ruso que había aprendido en los últimos días. Sin embargo, desgraciadamente, no dijeron nada que tuviera que ver con el amor, la belleza de tus ojos o tu forma de sonreír.

Me hubiera gustado saber de qué había muerto exactamente aquel hombre. Si había sido un infarto de miocardio o si había tropezado y se había golpeado contra el suelo de forma fatal. Sin más: solo porque estaba borracho como una cuba y no se había tenido en pie. Pero el lenguaje y el idioma son los límites.

Aun así, lo intenté. Me acerqué con cautela hacia donde los cuatro hombres seguían charlando. No parecían tener ninguna prisa por llevarse el cadáver.

Una vez que habían tapado el cuerpo con el plástico negro, la gente que pasaba aquella noche en el aeropuerto se había ido dispersando, de vuelta a sus maletas o a los bancos que ocupaban de tres en tres para tumbarse y echar una cabezadita.

Carraspeé un par de veces para llamar la atención de los hombres. Uno de los enfermeros tenía una mano apoyada en la camilla, junto a la pierna derecha del cadáver.

Mirado con cierta perspectiva, no sé por qué lo hice. Y, sin embargo, yo, que no habló por no molestar, no tuve otra idea que decir en voz alta y con mi inglés de aeropuerto:

—¿Qué suceder? ¿Por qué morir el hombre? Este hombre. —Y señalé el cadáver, por si había dudas.

Los cuatro tipos me observaron con cara de sorpresa y de los pocos amigos que uno suele tener cuando está trabajando a las cinco de la mañana recogiendo cadáveres. No miré mucho a los enfermeros, pues los sentía más lejanos que a los soldados, a los que había espiado en las últimas horas. Aunque ellos no eran conscientes, yo ya sabía muchas cosas de sus vidas (si bien es cierto que no eran más que conjeturas, pero ¿qué es todo lo que sabemos?). Así pues, no podía considerarlos unos completos desconocidos, en especial al soldado más joven.

—Muerto hombre —me respondió el soldado veterano, con ese tono seco tan ruso que servía para decirlo todo: «eres lo más importante en mi vida; te quiero; los guisantes están sobre la encimera; quédate conmigo para siempre; el coche se ha averiado; he de comprar patatas; prometo hacerte feliz»—. Demasiado beber, incluso para un ruso.

Todos sonrieron, aunque ninguno se rio.

—¿Ser un hombre que vivir aquí? —preguntó uno de los enfermeros: pálido y flaco, con gafas y pelo moreno, con la cara chupada, la nariz morcillona.

Le agradecí la deferencia de hacerlo en inglés de pasillo de aeropuerto, para que fuéramos cinco, en lugar de que fueran cuatro.

—Ser usual del aeropuerto. A veces, cuando era frío, nosotros permitir que él dormir aquí. Solo haber una condición: no molestar los pasajeros. Y solo en la noche.

—Bueno, ahora no molestar más, este hombre —dijo el otro enfermero, el que tenía la mano apoyada en la camilla. Llevaba un gran anillo en su dedo anular, uno de esos con un sello de extraño dibujo. Alto, rubio, pálido, con una barba pelirroja poco convincente, añadió—: Ahora no más beber.

Todos volvieron a sonreír. Hasta mis labios se dejaron arrastrar por la sonrisa compartida.

—¿Qué es su nombre? El nombre del muerto hombre —pregunté.

El soldado me miró de arriba abajo. Esta vez prestándome más atención, como si se fijara más en los detalles de aquel turista de paso en sus dominios. ¿Repararía en mis botas para la nieve? ¿En que podía sumergirlas en un cubo de agua sin que se mojasen, tal y como me había explicado la dependienta de la zapatería del paseo de Gracia donde me las había comprado?

Al sentirme observado de ese modo, me di cuenta de que para él aquel no-lugar sería como el salón o el despacho de mi casa para mí: el sitio donde me pasaba horas leyendo textos que habían escrito otros; a veces, tachándolos y destrozándolos; en ocasiones, acompañándolos en su vago caminar hasta el estante provisional de una pequeña librería, dispuestos la mayoría a criar polvo o a pasar desapercibidos hasta ser guillotinados en una nave industrial de la periferia. Y así, para el soldado veterano, yo debía de ser como un libro guillotinado, descatalogado por inconmprendido, que se pusiera a hacer preguntas bobas en plena noche.

—Su nombre es Valeri —respondió finalmente uno de los enfermeros, al tiempo que agitaba la cartera del muerto, atada con un viejo cordel—. Él tener treinta y siete años.

Los días ciegos

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