Читать книгу Los días ciegos - Raúl Alonso Alemany - Страница 19

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Uno se puede sentir orgulloso de las cosas más absurdas. Por ejemplo, de la victoria de un deportista de su país en una competición de esquí alpino. Solo hace falta una buena disposición y las circunstancias adecuadas. Tal vez estar delante del televisor en una tarde plomiza de invierno sin mucho más que hacer y con el mando a distancia lejos de tu alcance.

En tales momentos, un incomprensible orgullo puede apoderarse de uno al comprobar que un esquiador nacionalizado bate por dos décimas de segundo a un deportista neozelandés. Por más que el compatriota en cuestión sea un imbécil al que no saludarías ni el ascensor; por más que el neozelandés sea un tipo ejemplar, que llama a su madre cada día, huele bien y da de comer a las palomas.

Pero el patriotismo es una cosa extraña, y se parece mucho a la soledad.

Uno se siente orgulloso de cosas sin saber por qué. A menudo, es cuestión de fe o de tradición. Se heredan frases, ideas, patrias, y quien más quien menos se agarra a ellas como al clavo ardiendo.

En ese sentido, mi referencia siempre fue un tío de mi madre, que se llamaba Manel, tenía el pelo amarillento y al que todo el mundo llamaba solo «tío», incluso la gente ajena a la familia, empezando por su mujer. Era un hombre malhumorado que solía presumir de su buen humor. Si le decías que le había salido un grano en la cara, que tenía una mala mano en las cartas o que te gustaba más la Coca-Cola que la Pepsi (no como a él), se irritaba muchísimo: se enfadaba, gritaba y maldecía a los cuatro vientos. Sin embargo, si le decías que el mundo no tenía sentido, que el ser humano es una bala perdida y que somos un vagar por un espacio que no tiene salida ni final, pues entonces asentía calmadamente y aceptaba la vida tal como venía.

Era un referente porque a mi mirada de niño le parecía una actitud increíblemente absurda por medio de la cual tal vez algún día comprendería el mundo. Él se sentía orgulloso de su piel fina como la de un bebé, de su pericia a la hora de jugar a las cartas o de su buen gusto en relación con las bebidas gaseosas con sabor a cola. Y por eso no admitía discusión alguna al respecto. Estaba todo en orden y era perfecto.

Esa era su fe.

Sin embargo, no tenía problema a la hora de admitir que la vida no tenía sentido. Es más: era un entusiasta defensor de tal idea. Estaba dispuesto a perder toda la dignidad, cualquier atisbo de orgullo y de sentido final si se trataba de algo compartido, de un hundimiento colectivo.

Si la especie humana se iba toda junta al garete, no había problema.

Porque el tío Manel tenía fe en la parte miserable de la existencia.

Al pasar el control de seguridad y cuando unos funcionarios rusos me miraron de arriba abajo sin encontrar nada sospechoso en mí, sentí ese orgullo idiota que había heredado de mi tío por las cosas minúsculas y los pequeños triunfos cotidianos.

Llevaba diez horas en aquel aeropuerto después de que mi gran historia de amor se hubiera ido al traste en un callejón nevado de Moscú. La tristeza, la soledad, las ganas de dormir…

No obstante, cuando el arco de seguridad no pitó, cuando no detectaron ninguna bomba en mi maleta ni líquido alguno en una botella demasiado grande, sentí un pequeño subidón de felicidad por formar parte legal de la parte legal del mundo. Como si un esquiador que viviera en la otra punta del planeta lo hubiera logrado, como si, por fin, hubiera quedado probado que la Pepsi-Cola es para los hombres buenos.

Tras colgar el teléfono, se había hecho el silencio y había dado otras vueltas por los pasillos del aeropuerto. Siempre ese horror al vacío tras acabar una conversación con Maria Elena.

Supuse que ya no me encontraría a los dos soldados vestidos con trajes de camuflaje que había convertido en parte de mi historia, pues vi a otros dos guardias sentados donde antes habían estado ellos. En sus rostros ya no se percibía la quietud de la vigilancia nocturna, sino un frescor opuesto. Para ellos ya era el día siguiente, aunque no hubiera rastro de la luz del sol detrás de la nube que cubre Moscú de noviembre a abril.

Comprobé la hora en el móvil: poco más de una hora para que saliera mi avión y no había recibido ningún mensaje de Masha en el que me dijera que me quedara allí con ella, que diera media vuelta y regresara a su lado. Además, se me estaba agotando la batería del teléfono: el quince por ciento del dibujito de una pila verde para que ella me dijera sí, quédate conmigo.

Arrastré mi maleta rota por los pasillos del aeropuerto por última vez, mirando de vez en cuando hacia la puerta por si aparecía Masha. Pero, al cabo de un rato, me resigné y me dirigí al control de seguridad, a esperar otros noventa minutos antes de que el avión despegara rumbo a Barcelona.

Al quitarme las botas para atravesar el arco de seguridad, recordé los mocasines del hombre muerto, su rostro inerte de borracho; sin embargo, cuando pasé al otro lado sin que guardias de asalto como armarios roperos me derribaran en nombre de la justicia internacional, la ONU y el Pacto de Varsovia, me pareció que también a él lo dejaba atrás. A él, a sus zapatos marrones y a aquel aliento a vodka que me había recordado quién era yo en realidad.

Antes de colgar el teléfono, le había preguntado a Maria Elena, dicho así, a la italiana, con acento en la primera «e», qué tal le iba. Le había pedido que me contara algo de ella, de su vida en América, de si pensaba regresar. Habíamos hablado del pasado y de mí. Sin embargo, en cuanto lo hice, ella pareció tener prisa por acabar la conversación. Yo intenté alargarla, como un chicle que se masca una y otra vez. Como esa imagen que no me quitaba de la cabeza. Pero ella se disculpó porque tenía que salir o hacer no sé qué cosa a siete mil quinientos kilómetros de distancia, y dejó su silencio a mi lado.

Por eso había llamado a Elena a las seis de la mañana. No solo porque fuera la única persona que conocía que estaría despierta a esa hora de la madrugada, de la noche para ella, sino también porque Maria Elena Padovani y su silencio eran todas las mujeres de mi vida. Porque puede que, como antes con la llamada perdida a mi padre o con el recuerdo de mi madre, con los guardias, con la chica de la melena de cuento o con el hombre sin sombrero de ala ancha, detrás de su silencio pudiera encontrar la respuesta a por qué llevaba tantas horas solo en el aeropuerto internacional de Sheremetievo.

Tras calzarme las botas y guardar mi portátil en su funda, volví a arrastrar la maleta por otra sucesión de pasillos buscando la puerta de embarque 35-A, que apareció ante mí después de diez minutos de caminar por un suelo encerado donde pude ver el reflejo de mi rostro.

Al llegar a la puerta de embarque, noté que allí se respiraba un ambiente diferente. La sensación de irrealidad y pausa que había compartido con los demás viajeros durante diez horas se había transformado en un ambiente bullicioso en el que los susurros y los rostros dormidos habían dado paso a gritos y expresiones despiertas.

Había niños corriendo, grupos de chicos jugando a las cartas y gente que se reía a carcajadas. Eran las primeras carcajadas que oía desde hacía días: los rusos no se carcajean así como así. Al menos no en Rusia. Es como si en su país, con toda esa herencia de espiritualismo y frío, de historia y silencio, no tuvieran tiempo que perder con esas tonterías. Esperan a estar en sus casas, tal vez, o a salir fuera de sus fronteras. Entonces sí que pueden dar rienda suelta a esa risa gutural de hombres obesos y de pelo paja que pasean en pantalones cortos de vivos colores por el centro de la ciudad, del brazo de mujeres de marfil con vestidos floreados que parecen, de tal guisa, también ellas, disparos en un museo.

Cerca de las siete de la mañana, volví a preguntarme si había hecho todo lo que estaba en mi mano para convencer a Masha de que se quedara conmigo para siempre, para toda la vida. Estaba seguro de que esa era la puerta a la que tenía que llamar, pero tal vez lo había hecho mal: quizás había pulsado el timbre cuando lo correcto hubiera sido aporrear la puerta con los nudillos. Repasé los últimos días para intentar comprender qué había ido mal en mi plan. Aunque debo reconocer que tampoco es que hubiera trazado una estrategia muy elaborada: cojo un avión, recorro Europa y le digo que la quiero.

Fin de la historia.

Tal vez me habían fallado la sencillez del plan o las mismas palabras. Quizá, si diera con la palabra justa, podría convencerla de que se equivocaba dejándome marchar. Puede que si le enviaba un mensaje antes de que el avión despegara, se obrara un milagro final propio de una película de Hollywood: la chica corriendo por el aeropuerto, saltándose todos los controles, con guardias gordos persiguiéndola por los pasillos mientras se sujetaban con una mano la gorra, y con la otra, los pantalones por debajo de un abultado vientre en el que sobresalía un cinturón con una hebilla plateada. Y, al final, el reencuentro: quizá de lejos, pero el reencuentro: «El abuelo Davidka viajó hasta Rusia para decirle a la abuela que la quería. Y fuera nevaba».

Poco a poco, me fui convenciendo de que tenía que haber algo que pudiera decirle, algo que cambiara la suerte de la partida en el último momento.

Yo es que suelo convencerme de lo que me conviene.

Sé que es absurdo, pero pensé que tal vez la clave de mi felicidad fuera como uno de esos juegos de ingenio para todas las edades en los que hay que dar con la solución para sobrevivir: un hombre tiene que elegir entre dos puertas; una conduce a la muerte, la otra lleva a la libertad. Cada una de ellas está custodiada por un guardia. Uno siempre dice la verdad; el otro siempre miente. Y solo se puede formular una pregunta.

Y yo pensé que Masha volvería a quererme si daba con la palabra apropiada, si resolvía el acertijo y nos convertíamos en una escena de película.

Al cabo de un rato, me pareció ver pasar a la chica de la melena de cuento de hadas, pero no le presté atención. Tal vez ni si quiera fuera ella. Además, ya no tenía tiempo para eso. Ya solo sentía curiosidad por mí, cosa que me ponía más y más nervioso: mucho más que ver a un hombre muerto, más que hablar con Maria Elena y sentir de nuevo mi forma de añorarla, de echar de menos el pasado, más que recordar la vida de mis padres y buscar una explicación al fracaso de mi viaje de amor.

El ruido de fondo fue perdiendo forma a medida que me convencía de que tenía que haber una solución. Si me montaba en el avión sin haber dado con ella, no habría vuelta atrás, me dije.

Ya he dicho que me convenzo de cosas absurdas si es lo que me interesa.

Intenté concentrarme, a pesar del sueño y del cansancio de las últimas semanas. ¿Qué podía decirle a Masha? ¿Qué palabra era la justa? ¿A cuál de los dos guardias tenía que formularle la pregunta, al que mentía siempre o al que decía la verdad? En la pantalla del móvil, los minutos pasaban a la misma velocidad que se me acababa la batería. Tenía la sensación de que una bomba iba a explotar.

Y así hasta que se me ocurrió algo bonito que decirle. Y eso fue bastante para que me sintiera más animado. Recupere mi fe desmedida en las palabras. Aquello podría resultar trivial para cualquier otra persona, pero no para mí, que la sentía bajo la piel, como otra canción que hablaba de todos nosotros. Cortaría el cable azul o el cable rojo y que fuera lo que Dios quisiera. Aunque lo que iba a decirle no era exactamente una palabra (un solo cable), más bien era una frase (un conjunto de cables azules o rojos). No podía fallar.

Y todo aquel despropósito de ideas tuvo más sentido que nunca en mi cabeza.

—¿Tu planeador va pronto? —me preguntó una voz que al principio me costó hacer regresar a mi mundo.

El tipo que no llevaba sombrero de ala ancha me observó con una sonrisilla en los labios. Estaba de pie ante mí, mirándome desde arriba. Sentado, yo había empezado a escribirle a Masha aquella frase que desactivaría la bomba y que quedó congelada en la pantalla de mi móvil.

—Sí, ir pronto —le respondí con ganas de quitármelo de encima.

—Mí también —dijo él—. Pero a mí parecer que el planeador de ti ir a otra ciudad, otro lugar.

Sonreí para poner fin a la conversación.

—La vida es en este modo —siguió él, que me hizo perder la concentración en mi mensaje de artificiero: ya no sabía qué cable cortar ni a quién preguntarle, si a quien siempre mentía o si al que siempre decía la verdad—. El hombre nunca sabe dónde es el final. Tú mirar el hombre muerto antes. ¿Esto no es verdad?

Pensé que tal vez fuera una señal que aquel tipo se me pusiera a hablar precisamente en ese momento. ¿Estaba mandándome señales el universo a través de un personaje de mi imaginación?

—Yo cambiar el planeador en el último minuto —añadió—. Ahora yo ir a otro lugar. El hombre nunca sabe dónde es el final —repitió.

—Sí —dije. Y no sé si fue la madrugada o si fue porque quería otra señal, algo que volviera a dejar clarísimo que todo Sheremetievo hablaba de mí, pero el caso es que le pregunté—: ¿Y la chica del largo pelo?

Una sombra cruzó su rostro. Había leído muchas veces esa frase en las novelas que había corregido y leído durante años. A Millás le había leído que frases como aquella ocupaban un lugar en el manual de estilo junto a expresiones como «Cruzó el zaguán», «Olía a naftalina», «Lo miró de hito en hito» o «Frunció el ceño». Pero nunca había visto una frase como esa en tres dimensiones.

Todavía con el móvil y las palabras milagrosas en mis manos, sentí que finalmente la literatura me había atrapado o, más bien, que yo la había atrapado a ella. Ahora sí que era el protagonista de todas las novelas. Ahora sí que todos los géneros se confundían en una sola vida. Aunque para ello hubiera tenido que cruzar toda Europa y pasarme doce horas en un aeropuerto.

La respuesta a por qué había pasado toda la noche en Sheremetievo el día en que le dije a la mujer que quería que se quedara conmigo para siempre tenía que ver con cómo me había convertido yo mismo en frases de libros que había leído centenares de veces.

—El hombre nunca sabe dónde es el final —repitió por tercera vez el hombre que no llevaba sombrero de ala ancha—. La sola opción para conseguir el amor de una mujer es estar paciente —añadió, y se fue de nuevo, sin tocarse el sombrero que no llevaba.

Cerré los ojos unos segundos. Las lentillas me molestaban, pero siempre me las pongo cuando he de coger un avión. Me parece que en caso de accidente aéreo es mejor llevar lentes de contacto que gafas, por si hay que lanzarse al agua, sumergirse o algo así. Sé que no tiene mucho sentido, pero es que yo a menudo pienso cosas sin sentido.

Al abrir los ojos, el tipo sin sombrero había desaparecido, y ya no supe si me lo había imaginado todo. Grupos de pasajeros empezaron a formar colas con pasaportes y billetes en las manos. En fila india, en desorden, con cara de dormidos. En el aire, seguía aquel bullicio alegre y tenso que precede al momento de embarcar: como si no fuera insensato meterse en una cápsula forjada de un material desconocido, con toda esa chapa de pintura blanca y ese cubículo pequeño dispuesto a sobrevolar miles de kilómetros a miles de metros de altura.

Volvía entonces a mirar el móvil (cable rojo, cable azul; guardián que dice la verdad, guardián que cuenta siempre mentiras) y ya no vi las infalibles palabras de amor que le había escrito a Masha. Solo la pantalla en negro del teléfono. Imaginé que la batería se había agotado mientras el tipo que no llevaba sombrero de ala ancha me decía que nunca se sabe dónde está el final.

En lo alto, una pantalla me anunció que quedaban menos de diez minutos para el embarque. Para regresar a Barcelona y para que se acabara el día en que le dije a una mujer que la quería, que se quedara conmigo para siempre.

Me estremecí, porque yo es que me estremezco bastante a menudo.

Los días ciegos

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