Читать книгу Los días ciegos - Raúl Alonso Alemany - Страница 17
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—¿Conoces la historia de Psaménito, rey de Egipto? —me preguntó Maria Elena, dicho a la italiana, con acento en la primera «e».
—Me suena de algo, pero no sé de qué. Puede que la leyera hace algún tiempo —respondí, un poco porque era posible que así fuera, un poco para cubrirme las espaldas y disimular mi ignorancia—. Ya sabes…, últimamente mi memoria es como el olvido. Eso y que empieza a hacer demasiado tiempo de algunas cosas… y de libros que leí.
—Bueno, querido, a todos nos pasa. Empezamos a ser unos viejos, ¿no? —dijo ella, y me la imaginé levantando las cejas como hacía quince años, cuando la conocí—. Lo cuenta Montaigne al principio de sus Ensayos. Estoy preparando una clase sobre él; tampoco te creas que lo sé por otra cosa —mintió—. Psaménito fue apresado por Cambises, rey de los persas. Al poco de estar recluido, vio pasar por delante de él a su hija, a la que habían convertido en una criada: a la chica la habían enviado a por agua y caminaba con la cabeza gacha y con los vestidos propios de una esclava. El rey se mantuvo firme, sin hacer demostración alguna de su dolor, mientras, por el contrario, sus amigos se echaron a gemir y a gritar por semejante humillación. Poco después, Psaménito vio pasar a su hijo, a quien conducían al patíbulo, donde lo ejecutaron. Pero él mantuvo la misma actitud: flemático, frío, como si cualquier dolor que pudieran infligirle fuera insuficiente. Sin embargo, al cabo de unos días, desfiló ante él uno de sus soldados, hecho prisionero. Y entonces el rey se echó a llorar con desesperación: mesándose los cabellos, gimiendo de pena, gritando fuera de sí. Hasta tal punto que algunos cuentan que intentó acabar con su vida. Tal vez lo consiguiera, tal vez no.
—Estoy un poco espeso, Maria Elena —respondí—. Son las cinco de la mañana —añadí sin mirar el reloj.
Ella se rio al otro lado del teléfono, a siete mil quinientos kilómetros de distancia, tres años después de que la hubiera visto por última vez.
—Quiero decir que estás fijándote en el dedo, querido catalán. —Y otra vez imaginé su sonrisa—. En realidad, que estés pasando esta noche en el aeropuerto de Moscú (a quién se le ocurre, David) solo es la punta del iceberg. —Dijo la última palabra en inglés, en cursiva.
—No sé… Es complicado…
—Todo es complicado, ¿no? ¿Por qué crees que se echó a llorar Psaménito? ¿Por que habían hecho prisionero a su soldado? ¿O por que violarían infinidad de veces a su propia hija (ahora una vulgar criada)? ¿O por que habían matado a su hijo? ¿Tal vez por que le habían arrebatado todo su poder?
—¿Por todo?
—Bueno, por todo, sí, claro —me respondió con algo de impaciencia, dejando escapar su acento italiano por primera vez—. Pero lo del soldado solo fue la gota que rebasó el vaso, ¿no? ¿Se dice así en español?
—Sí, que colmó el vaso —la corregí.
—Pues eso. Le importaba una mierda la vida de ese soldado. ¿Cómo le va a importar a un rey que un súbdito cualquiera viva hoy o muera mañana? Lo del dedo, Davide. Perdona que te diga alto tan estúpido y obvio, pero no hay que mirar solo el dedo. Se necesita estar atento a la dirección que te señala. ¿No te parece?
Por delante de mí, vi pasar a la chica de la melena de cuento de hadas, justo por donde me había imaginado que señalaba el dedo de Maria Elena. Estaba buscando con la mirada a alguien. En una mano, llevaba el pasaporte. En la otra, la maleta de color calabaza. ¿Qué hora era ya?
—Además, ¿qué es esa historia de los zapatos de un cadáver? —añadió Maria Elena.
—Nada, es lo que te he dicho. Necesitaba contárselo a alguien. Por eso te he llamado —me justifiqué—. Un hombre se ha desplomado en mitad del aeropuerto. Creo que era un homeless que pasaba tiempo aquí. Me ha parecido como esa gente que existe solo como una forma del paisaje. Está el borracho del barrio, está el tonto del pueblo, está el listillo de la oficina… Y aquí, por lo que parece, estaba el vagabundo borracho del aeropuerto.
—Ya… Suena poco ruso que dejen pasear a un homeless como si tal cosa por el aeropuerto. Los espías como tú podrían informar de algo así y darles mala publicidad —bromeó.
—Sí, es un poco raro —respondí, sin captar su ironía—. Y, además, llevaba mocasines. Eso sería más para el verano. ¿No te parece extraño?
Se hizo el silencio. Me la imaginé poniendo cara de impaciencia, tan lejos y tan cerca como siempre la había sentido.
—Tú creías en los horóscopos y toda esa mierda, ¿no? —añadí entonces.
Cuando hablaba con Maria Elena, cada poco salía esa palabra: «mierda». Quizá porque durante años tuvimos el sueño de irnos juntos a la mierda, o eso nos decíamos: lejos, donde nadie nos conociera, donde pudiéramos hacer de todo sin que a nadie le importara lo más mínimo, ni siquiera a nosotros mismos (sobre todo a nosotros mismos); una playa semidesierta, una gran ciudad extranjera con cláxones y contaminación, la falda de una montaña. A la mierda podía ser a cualquier parte. Sin embargo, finalmente, lo más parecido a eso que sucedió fue que lo nuestro, si es que alguna vez había existido, se fuese justo ahí: a la mierda.
—Si lo dices de ese modo…, no, desde luego. Pero en algo hay que creer, querido. Mírate a ti: durmiendo en el aeropuerto de Moscú. Y supongo que eso es porque crees o creías en algo, ¿no?
—No sé si es lo mismo. No es que yo siguiera algún designio superior o que las cartas me dijeran que tenía que coger un avión y decirle a una mujer que la quiero o algo así. Simplemente, se hace.
—Es tan impropio de ti, catalán —dijo Maria Elena tras resoplar.
—¿El qué?
Unos años atrás, había estado a punto de realizar un viaje así por ella. Pero cuando llegó el momento, cogí otro avión. Y cuando quise rectificar, ya fue demasiado tarde. Ese me pasa mucho: que se me hace demasiado tarde.
Siempre había tenido la ridícula pretensión de pedirle perdón por aquello. Posiblemente, un gesto de amor así por Maria Elena no hubiera llegado a nada más que a «La noche en que le dije a la mujer que amaba que quería pasar el resto de mi vida a su lado, dormí toda la noche en una estación de tren del centro de Italia». Sin embargo, Maria Elena siempre me había parecido la mujer perfecta. Y pensaba se merecía que algún idiota como yo hiciera eso por ella. Me parecía inteligente, divertida, guapa, buena, culta, con carácter. Quizá, bien pensado, por eso no había cogido nunca ese avión. Precisamente porque Maria Elena me parecía perfecta y estaba íntimamente convencido de que un tipo como yo no la merecía.
—¿El qué? —me imitó—. Pues eso: que es impropio de ti hacer estas cosas. Pero, bueno, sea como sea…, mira: yo no digo que todo esté escrito, solo que a veces me parece que hay cosas que influyen, cosas que no controlamos. Solamente eso. ¿Cómo, si no, explicas lo de mi madre? —preguntó.
—¿Qué le ha pasado a tu madre?
—No, nada, está bien. Dentro de lo que cabe, ella es feliz como quien lo sabe ser. Es otra cosa, catalán.
Maria Elena tosió a siete mil quinientos kilómetros de distancia. En Nueva York debían de ser casi las diez de la noche. Me la imaginé con una copa de vino en una mano, las gafas puestas y libros en varios idiomas desperdigados encima de una mesa de madera. A veces imagino clichés que me hacen feliz.
—Ayer hablé con ella y me contó un sueño que tuvo —continuó—. Dice que se fue a dormir y que, nada más cerrar los ojos, empezaron a desfilar por su mente todas las personas que conocía de su viejo pueblo: mis tíos, mis primos, el vecino de al lado, el que hace quesos… Todos menos una persona: Lucrezia, cuya hermana había muerto hacía unos días. Mi madre se despertó de golpe y pensó que debía llamar a mi tía para pedirle el teléfono de Lucrezia, para poder darle el pésame a esa mujer. ¿Y sabes qué pasó?
—¿Qué?
—Pues que mi madre, efectivamente, al día siguiente llamó a su hermana para pedirle el teléfono de Lucrezia. Pero mi tía le dijo que Lucrezia, la hermana de Francesca, la única que no había aparecido en su sueño, había muerto hacía unas horas.
Los bancos que hacía un rato estaban ocupados por pasajeros esperando medio dormidos la salida de su avión estaban vacíos. Se respiraba un aire diferente. Había más gente de pie y la primera luz del día se abría paso entre la nieve del exterior. Sentí una punzada de angustia. Algo parecido a la nostalgia por venir. Me empezaba a separar irremediablemente de mi noche de amor y, francamente, me importaba un carajo aquella nueva historia.
—Tal vez fuera intuición. Tu madre siempre fue muy intuitiva —le dije.
—Puede ser, sí. Claro. O puede ser algo que no se controla. Tal vez sea una lección de humildad. Nos creemos capaces de manejarlo todo. Sentimos que podemos controlarlo todo, pero en realidad no controlamos nada. Tal vez haya cosas que no dependen solo de uno: de tomar una decisión o la contraria. Llámalo cómo quieras, pero creo que hay cosas que se escapan de nuestra competencia. Simplemente, viene y se van.
—¿Quieres decirme que coja inmediatamente el próximo avión a Barcelona y me largué de aquí?
—Yo no sé qué quiero decir, Davide —dijo, y soltó un suspiro—. Mira, has hecho lo que has podido…, pero a mí no me pinta nada bien. Al menos, por lo que me has contado. Cierto día recibes un mensaje de una mujer a la que dices querer en el que ella te insiste en que no le hables más. Y ya no hay más explicación. En realidad, nunca la hubo. Y sé que hay una pulsión interna por descubrir cualquier misterio que nos asalta, pero a veces es mejor no conocer la verdad, ¿sabes?, no vaya a ser que toda la épica se vaya a la porra. No sé… En todo caso, con esa carta de mentira, que ni siquiera puedes tocar, con ese e-mail que no deja rastro alguno, que no huele a nada (no la puedes arrugar y hacer una bola de ella, no puedes pintar un corazón encima, no puedes quemarla para ver cómo se deshacen las palabras), tú coges un avión, atraviesas toda Europa en pleno invierno para decirle a esa mujer (que a estas alturas debería empezar a parecerte una desconocida) que no, que no te conformas, que no te rindes, que has ido a llevarle a la mismita puerta de su casa una historia de amor. Para que comprenda de una vez por todas qué es el amor. ¿Y qué hace ella?
—¿Qué hace?
—Deja de que duermas toda la noche en el aeropuerto.
—Bueno, más o menos.
—Ya, esa la historia que tú quieres vender. Lo sé. Querido, entiendo que todos necesitamos darle cierta épica a nuestra vida. Eso lo hace todo más digno y llevadero. De alguna manera, puede justificar cualquier fracaso… Como si el fracaso tuviera que justificarse. Como si vivir no implicara fracasar. Hay que saber perder, catalán. Porque la vida siempre te derrota. Cada día luchas por no morir, pero, al final, tarde o temprano, mueres: pierdes. Después está toda esa basura de la «filosofía» del no rendirte nunca, de pensar que todo es posible. Pero, querido, te voy a recordar una cosa: el mundo es un lugar injusto en el que siempre se pierde.
—No sé si es una cuestión de justicia —repliqué, casi como una prueba de vida, para dejar claro que seguía allí y la escuchaba.
—Resulta que vivimos en un universo que se expande, en el que brillan unas estrellas que llevan miles de años muertas, en un caos agónico al que, a pesar de todo, intentamos dar orden. ¿Y sabes por qué?
—¿Porque somos unos románticos, Maria Elena?
—Y unos nostálgicos. Echamos de menos la época en la que el mundo tenía sentido. En la que podíamos entender las cosas que sucedían. Un tiempo en el que había suficiente con el misterio no revelado. Pero, malas noticias, querido, ese mundo explotó: se vino abajo hace muchos muchos años. Se fue donde tú y yo sabemos.
«A la mierda», dijimos los dos a la vez.
Oí el correr de una persiana metálica, vi a una pareja de turistas franceses que dormían en un banco contiguo al mío e imaginé a Maria Elena Padovani a siete mil quinientos kilómetros de distancia andando por su pequeño apartamento de Nueva York, con su acento en la primera «e», a la italiana.
Después de que se hubieran llevado el cadáver de los mocasines marrones, que tan sospechosos me habían parecido, me había sentado cerca de los paneles que anunciaban las salidas de los próximos vuelos. Unas horas y abandonaría esa ciudad. Nada se acaba del todo, nunca, pero un rastro de sequedad en la boca me advirtió de que si no se terminaba sí que palidecía hasta casi no verse. A mi gran viaje de amor se le empezaban a ver las costuras como a un texto improvisado que no ha pasado por las manos de un editor: con personajes de mentira, con frases que pesan como piedras de mil kilos, con un largo y desmedido etcétera.
Entonces, cuando los enfermeros se habían ido con el cadáver, cuando no vi a los guardias con sus trajes de camuflaje ni pude espiar la conversación de una chica con una melena de cuento de hadas, cuando la realidad me golpeó solo en un banco de un aeropuerto lejano, volví a sentirme como un verso suelto que alguien había escupido al suelo con desprecio.
Y volví a preguntarme qué diablos hacía yo allí aquella noche.
Y cuando sentí que nada tenía sentido, pensé en Maria Elena.
Regresé a ella, como siempre.