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¿Un cine nacional?

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La diversidad del cine peruano de hoy permite imaginar que se construye un “cine nacional”: es decir, un cine que alberga múltiples representaciones sobre los “otros” y sobre “nosotros propios”. Cineastas de diversos orígenes, formaciones y lenguas representan a terceros y se representan ellos mismos.

Directores limeños, puneños, ayacuchanos, cajamarquinos, trujillanos, entre otros, miran sus entornos y ejercen una apropiación cultural de las nuevas tecnologías de registro y edición de imágenes y sonidos con fines de representación o autorrepresentación. Priorizan el “rescate” de narrativas ligadas a sus entornos y dan cuenta de prácticas culturales ligadas a una cosmovisión determinada. Algunas películas, dominadas por la fuerza de la fabulación, construyen memorias y tradiciones alternativas41.

Si hasta 1996 la mención al cine peruano refería, sobre todo, a un corpus fílmico concebido, producido y consumido, en forma mayoritaria, en Lima, ahora el panorama es otro. Por eso, se puede hablar hoy de un “cine nacional” en el que debaten múltiples formas de realización cinematográfica e identidades culturales, como lo quería Stuart Hall (1910, p. 69).

Hall plantea pensar las identidades culturales, no tanto como el reflejo de las experiencias históricas comunes y códigos culturales compartidos que proporciona a “un pueblo” marcos de referencia y significado estables y continuos, sino como puntos de identificación o sutura inestables que son siempre construidos dentro de los discursos de la historia y la cultura, no una esencia fija y trascendental que existe de forma ajena a ellas. En este sentido, Hall propone situar al cine no como un espejo de segundo orden que refleja una identidad cultural ya existente, sino como una forma de representación que es capaz de constituirnos como nuevos tipos de sujetos, construir puntos de identificación (García Carrión, 2013, p. 29).

Se ha descentrado la noción del cine peruano. El cine limeño pasa a ser minoritario, aun cuando resulte el más visible, para efectos mediáticos. Pero ya no puede reclamar para sí la capacidad de representación de algún tipo de identidad cultural excluyente. El cine de Lima es el de una región más. Como explica Marta García Carrión —refiriéndose a lo tratado en los estudios actuales sobre identidades nacionales y cinematografía—: se ha producido una desestabilización del concepto de “cine nacional” entendido como un aparato cultural monolítico que “contiene la idea de que un cuerpo particular de películas comparte una identidad única y coherente, lo que se produce a costa de la subordinación de otras identidades posibles (…)” (2013, p. 29).

La mirada de los cineastas andinos sobre sus propias historias, personajes y entornos físicos es inédita en el cine peruano. Difiere de las representaciones realizadas por cineastas limeños o “criollos”, pero también de las visiones de los realizadores indigenistas de los años cincuenta y de los cineastas “comprometidos” políticamente de los años setenta. No encontramos en las películas andinas de hoy ni los afanes plásticos o contemplativos de una cinta como Kukuli ni los arrestos épicos y militantes de Kuntur Wachana. Donde nacen los cóndores, ni las apelaciones mitológicas a un futuro utópico de Laulico. Tampoco proponen símiles de las imágenes de los Andes acuñadas por la publicidad oficial, por las organizaciones no gubernamentales ni por los documentales realizados con fines académicos.

El discurso heterogéneo, cuyo “productor pertenece a un mundo culturalmente distinto al mundo de su referente” (Tarica, 2009, p. 130), convive, dialoga y disputa con experiencias cinematográficas de autorrepresentación.

Alonso Quinteros señala que los cineastas andinos se posicionan dentro de

una cultura pública peruana pensada como ‘zona de debate cultural’, en donde estaría en constante disputa lo que se toma como lo andino, lo nacional, lo regional; e incluso lo que se denomina como lo público, más precisamente, lo que debería estar contemplado dentro de lo público (2011, p. 415).

Una de las películas regionales más valiosas, Rosa (2010), hecha en Junín por Dalmer Quintana, pone en cuestión (a la vez que dialoga) el tratamiento ofrecido por el cine peruano de los espacios físicos andinos y la naturaleza tangible. Y lo hace mostrando la vida cotidiana en una comunidad rural de Junín. Apelando a una estructura episódica y evocativa, la película muestra el día a día de una niña y su entorno familiar cercano. Es una convivencia estrecha, pero también cruel, con la naturaleza. Nada hay de compuesto, idealizado o poetizante en la mirada de Quintana: es el cronista del crecimiento de la muchacha, de su relación con los animales del predio, con insectos, arañas, caracoles, lombrices de tierra, pero también con las plantas, tunas, ortigas, y con los ciclos de la tierra. Y con la necesidad de servirse de todos ellos. Quintana filma una de las secuencias más fuertes y detonantes del cine peruano: muestra el degüello de un gallo sin recurrir al énfasis ni a la complacencia, pero sin apelar a la elipsis ni rehuir el registro frontal del hecho. Si Rosa ofrece una mirada de integración entre los personajes y su entorno natural, lo hace sin las marcas de las intervenciones “estetizantes” y deslumbradas con la belleza del lugar, propias del cine de referente andino, o sin lamentar la armonía perdida que es el presupuesto de las requisitorias ideológicas de otrora. Esa mirada de una película huancaína que naturaliza la relación con el entorno, se suma a las de otras películas (hechas bajo otros regímenes de producción o en otros lugares, lejos de los Andes) que representan relaciones conflictivas con un medio natural que amenaza con su poder elemental y subterráneo, o que emplean algunos elementos naturales como metáforas de pulsiones primarias o de comportamientos crueles, como ocurre en Madeinusa (la relación de la protagonista con la ratas que acechan su casa) y en Las malas intenciones, donde vemos a la niña Cayetana mantener ambiguas relaciones, de ternura y crueldad, con los animales.

Otra lograda película, El abigeo (2001), de Puno, dirigida por Flaviano Quispe, basada en el relato Ushanan Jampi, de Enrique López Albújar, ofrece una mirada inédita al álgido tema de la justicia comunal y la actuación de los sistemas de autodefensa. Un asunto que fue tratado, en 1981, por El caso Huayanay: testimonio de parte, de Federico García. La diferencia entre ambas radica en el modo en que El abigeo enfrenta la situación central de la captura y sanción colectiva del ladrón de ganado. Si el sesgo ideológico de El caso Huayanay… impedía la representación del momento climático de la muerte del ladrón de ganado, a causa de la “incorrección” de mostrar las consecuencias brutales de los actos de los campesinos enardecidos, El abigeo va hasta el fin y construye una secuencia seca y contundente. La expulsión del campesino de la comunidad no ahorra detalles expositivos en un estilo bronco, elemental y potente. Lo mismo ocurre en Hay esperanza (2012), de Aquileo (Leo) Tucto Huaranga, que representa, con detalle, la captura de un ladrón y abigeo por parte de la población, las torturas que se le aplican, y la ejecución: al grito colectivo de “¡mátenlo!”: envuelto en una bolsa de plástico, el infortunado es arrojado al río por un grupo de comuneros.

Son miradas que ignoran las posibilidades de construir “exotismo” o de embellecer o romantizar las condiciones de vida de las comunidades andinas. Se abocan a recrear el quehacer comunal como trasfondo de ficciones que tocan asuntos dolorosos o polémicos, desde el alcoholismo hasta la comisión del incesto, pasando, claro, por las prácticas de “justicia” colectiva, ante la clamorosa ausencia del Estado. Hay una dimensión performativa en ese hacer y ese mostrar42.

El cine peruano en tiempos digitales

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