Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 10
ОглавлениеEl ciervo permanecía inmóvil y aterrorizado, atrapado en una red que se mecía con el rumor del viento. Era la imagen de la más pura indefensión. Aleyn desató la cuerda del tronco del árbol y tanto el animal como una roca que hacía de contrapeso se estrellaron contra el suelo. Al caer, el ciervo intentó zafarse de su captura, pero con las patas enredadas lo único que hacía era caerse, levantarse y volver a caer. Aleyn se aproximó, susurró un par de palabras tranquilizadoras y le cortó el cuello con un pequeño puñal. El ciervo emitió un par de ruidosos sonidos de desesperación y luego, cuando un enorme caudal de sangre bañaba el suelo, se desplomó.
Limpió el puñal con un pañuelo viejo y ensangrentado y lo guardó en su funda. Se agachó, agarró las patas del animal y se echó su peso en los músculos de la espalda y los brazos.
Cargado con al menos el doble de su peso, recorrió el lejano bosque de Odris, donde las primeras heladas del otoño habían dejado un manto de escarcha sobre la hierba. El bosque de Odris, situado en el extremo norte de Ylandra, era un horrible paraje para vivir. Apenas dos poblados constituían la única vida civilizada que se podía encontrar en cientos de leguas a la redonda, en mitad de un paisaje escarpado y quebradizo.
Aleyn detestaba vivir allí, pero sospechaba que quizá no había lugar más seguro para un condenado a muerte como él. La única alternativa al bosque, con tan escasa demografía, se encontraba en el Gran Desierto del sur y, entre un mar de árboles y un océano de fuego, prefería el primero. Al menos allí ni el agua ni la comida le habían faltado nunca.
Conforme avanzaba sintió otra presencia humana aproximándose por uno de sus flancos. Se ajustó el cadáver del ciervo en la espalda y apresuró el ritmo de sus pisadas. Lejos de aumentar la distancia con su perseguidor, esta menguó. Luego sintió otra presencia más, en su flanco derecho. Luego otra, esta vez en el izquierdo, y finalmente una última frente a él. Allí parado, con las piernas abiertas, las manos a la espalda y la postura erguida, le esperaba un joven vestido de rojo y negro.
Aleyn dejó caer el cuerpo del animal. Se giró y vio a las otras tres figuras aproximándose. Dos eran equivalentes estéticos del hombre que ya había visto. La última era una mujer de mediana edad, vestida con una túnica nada elegante de color granate.
—Buenos días, señor —saludó Nuza—. Una buena presa la que transporta.
—Gracias, señora.
—Yo no como ciervo. No me gusta el sabor.
—No estaba en mis pensamientos compartirlo —dijo Aleyn.
Nuza se rio, seguida de Aleyn. Una risa tensa y comprometida.
—Dígame, ¿qué están haciendo en el bosque? ¿Se han perdido? —preguntó Aleyn.
—No, señor. En realidad estamos buscando a una persona que creemos que vive aquí. —Aleyn reevaluó la situación, ya no como un incordio sino como una amenaza. Su cuerpo se tensó y su mano se preparó para desenfundar el puñal, única arma con la que contaba—. Al parecer estábamos en lo cierto —terminó de decir Nuza.
Aleyn sonrió. Desde luego aquello se parecía mucho a una amenaza, aunque algo fallaba. Tres hombres y una mujer. Ninguno de ellos maestro de La Escuela. O no eran lo que parecían o Aleyn había envejecido mucho más de lo que su reflejo le decía.
—Así que están aquí por la recompensa. Han decidido venir al norte, perderse en un bosque y buscar fortuna. Espero que al menos sean buenos luchadores.
—Así es, señor.
Aleyn sonrió, desconcertado. Sus cuatro adversarios permanecían tranquilos, siguiendo un guion previamente acordado. Aleyn se fijó en que no portaban arcabuces ni espadas, aunque aquello no quería decir que estuvieran desarmados. Un pistolete o un cuchillo podía esconderse en decenas de lugares bajo la ropa.
—¿De cuánto es la recompensa? —preguntó Aleyn—. No he podido seguir sus progresos todos estos años. La última vez creo recordar que rondaba las quince piezas de oro.
—¡Oh, de eso hace ya tiempo! La república rebajó su precio a tres oros hace tres años.
Aleyn se sorprendió y el dolor de una pequeña aguja atravesando su orgullo ensombreció su rostro.
—No lo dice en serio —dijo Aleyn.
—Lo siento —respondió Nuza—. La versión de su muerte ha terminado por calar en la ciudadanía. Hubo un par de asesinatos a personas con cierto parecido con usted y se decidió rebajar la recompensa para disuadir a los estafadores.
Aleyn se estremeció al saberse en parte responsable de la muerte de dos personas más, pero rápidamente regresó a la normalidad. Hacía mucho tiempo que había dejado atrás la culpa. El día que decidió que o bien la vencía o esta le vencería a él.
—¿Así que han venido hasta aquí por tres miserables piezas de oro? Creo que no lo han pensado bien.
—¿Le parece que seamos cazarrecompensas?
Aleyn se encogió de hombros.
—Me he equivocado otras veces.
—En eso estamos de acuerdo —dijo Nuza—. Le prometo dos cosas, maestro Aleyn. Ni yo ni ninguno de estos jóvenes le haremos daño alguno. Dudo mucho que pudiéramos aunque quisiéramos. Mi único deseo es charlar con usted y después, pase lo que pase, nos marcharemos. Mi segunda promesa es que jamás le diremos a nadie dónde está. No lo hemos hecho durante todos estos años.
Aleyn volvió a mirar a los tres jóvenes y trató de auscultar el interior de sus almas.
Algo no estaba bien.
—De acuerdo, ¿quiénes sois? —interrogó Aleyn serio.
—Mi nombre es Nuza. Mis acompañantes son Kevyn, su hermano Jemy y Mein.
—Un dudoso placer —comentó Aleyn—. ¿Quiénes sois?
—Antes de poder llegar a eso, necesitaría pedirle un favor —dijo Nuza—. ¿Sería tan amable de desarmarse?
Aleyn se echó a reír, emitiendo sonoras carcajadas. La risa se fue apagando poco a poco y el cuerpo recuperó la tensión anterior.
—No. Ni de lejos soy tan amable.
—Por favor, maestro. Me sentiría más segura si ambos gozáramos de la confianza del otro.
—Ustedes no gozan de mi confianza, señora Nuza.
—Nuza, a secas.
—Lo que sea —replicó Aleyn en un tono despectivo—. No confío en ustedes. No confío en nadie que sepa quién soy. No confío en nadie que venga a mi casa a charlar conmigo. No me desprenderé de mi arma, señora. Si han venido para cobrar una prima por mi cadáver o si no, es irrelevante. Son una amenaza y no tengo reputación de ceder ante ellas.
Nuza suspiró y agachó la cabeza. Miró a sus tres compañeros y se encogió de hombros.
—Recuerde que yo he confiado en usted —dijo derrotada—. Somos miembros de la Orden de Addai.
Aleyn extrajo el puñal y lo blandió frente a si, vigilando los ángulos muertos, sus flancos y las distancias lejanas. En cualquier momento más hombres podrían aparecer armados, una flecha atravesarle el corazón o, mucho menos probable, una bala de plomo incrustrarse en su cabeza.
—Estamos solos, maestro —advirtió Nuza.
—¡Cállate, furcia!
Aleyn no vio ni sintió nada en la lejanía, así que volvió a centrar su atención sobre los cuatro addais que le rodeaban. No se habían movido. Permanecían quietos, pero esta vez observaban el puñal con algo más que duda y miedo.
—Tampoco llevamos armas —confesó Nuza—. Si quisiera podría matarnos ahora mismo. Sospecho que sería muy fácil para alguien como usted.
—¡Oh, sí, lo sería! —dijo Aleyn con el cuerpo aún ligeramente encorvado, en posición hostil—. ¿Y por qué no debería hacerlo?
—Porque no somos sus enemigos.
—Ya, bueno, llámelo como más le guste. Durante siglos su orden dio caza a los maestros por toda Ylandra.
—Hasta que dejamos de hacerlo —le informó Nuza.
—Hasta que les obligamos a dejar de hacerlo —puntualizó Aleyn—. Creía que la orden había muerto hacía cuatrocientos años.
—Algo así debió de ocurrir. No estuve allí. Imagino que usted tampoco. Pero sé que desde entonces no hemos asesinado a ningún maestro.
—Nunca se ha hecho nada hasta que se hace, ¿no cree?
—Sí, pero este no va a ser el día. Se lo prometo.
—No confiaba en usted antes, señora. ¿Cree que algo ha cambiado? El hecho de que os denominéis miembros de la Orden de Addai no ha mejorado las cosas.
Por primera vez la expresión de Nuza dejó entrever sus emociones. Estaba frustrada y eso le había llevado a cabrearse. Dejó su posición y avanzó hacia Aleyn. Cuando casi estuvo a su altura, este levantó el puñal y lo interpuso entre su cuerpo y el de la mujer.
—En algo sí tiene razón. Yo tampoco confío en ustedes. No le daría a un maestro de la gloriosa Escuela ni un vaso de agua, aunque estuviera literalmente ahogándome en ella —dijo con un rutilante odio en su voz antes de empezar a caminar en círculos, obligando a Aleyn a girar con ella—. El odio que sentimos el uno por el otro es natural. Durante toda la historia que conocemos hemos sido enemigos. ¿Quiere saber qué ha cambiado? La Escuela. Usted la cambió y por eso hemos venido.
—Genial, pero se me han terminado los trofeos.
—Es usted gracioso —observó Nuza—. Jamás le hubiera imaginado así.
—Pues usted está cumpliendo todas mis expectativas —respondió Aleyn.
—¿Sí?
—Desde que la he visto he pensado que sería un incordio que me arruinaría el desayuno y, de momento, cualquiera apostaría que soy maestro Cronista.
Nuza volvió a reír, esta vez de forma sincera.
—No tiene el carácter típico de La Escuela. Allí todos parecen tan serios, sabios y honorables… Va bien descubrir que no todos fingen ser eso.
—Oiga, me encanta esta charla, pero me gustaría ir terminando. ¿Por qué no cogen sus mentiras y se marchan de aquí?
Nuza se detuvo y volvió a encararse a Aleyn.
—¿Mentiras? Su mundo es una mentira, maestro Aleyn. Todo lo que sabe es falso. Todo lo que siempre le contaron sobre sus gloriosos dioses, su Escuela, su misión en Ylandra y su vida es mentira. La Escuela, nacida de los mismos descendientes de los Tres para guiar a la humanidad hasta la gloria. Para tiranizar a la humanidad —se corrigió.
—Cualquier rastro de tiranía en La Escuela se extinguió hace catorce años.
—Lo sé. Usted se encargó de ello. Por eso vive aquí, alejado de toda presencia humana —ironizó Nuza—. Pero no le hablo de la tiranía de algunos maestros malvados. Le estoy hablando de un mundo doblegado a la voluntad de los Tres. Los maestros creéis que os cedieron su poder para guiar a los hombres, pero no fue así, Aleyn. Los Tres fueron derrotados por Addai y cedieron su poder solo para que, llegado el día, pudieran recuperarlo. Creéis que sus descendientes fundaron La Escuela y así fue, pero no hubo nobles intenciones en aquello.
—¿Qué edad tiene, señora? —preguntó Aleyn.
—Soy más joven que usted, maestro. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque debe de estar loca o senil para decir lo que está diciendo. Y dado que es más joven que yo…
—Continúe haciendo bromas, maestro. Mientras, el enemigo avanza.
—El enemigo.
—Rótalo vuelve a caminar entre nosotros. Pronto sus hermanos le acompañarán y, cuando eso pase, las diferencias entre la Orden de Addai y La Escuela no importarán.
—Rótalo —musitó Aleyn como si hubiera escuchado la cosa más absurda del mundo.
Era inverosímil, estúpido y una locura. Y a pesar de ello, aquella mujer, que parecía lúcida y cuerda, lo creía. De eso estaba seguro.
—Le digo la verdad —confesó Nuza.
Aleyn bajó el puñal y lo volvió a guardar en su funda.
—Y la creo —dijo—. Está convencida de decir la verdad. Simplemente creo que se equivoca.
—¿Equivocarme? ¿En qué parte?
—¡En todo! Cada libro de historia, cada documento antiguo cuenta un relato de Ylandra completamente diferente al suyo. No sé quién les ha dicho eso, pero mentía.
—Puedo enseñarle pruebas. La orden no solo se dedicó a matar maestros. También recopiló y guardó libros antiguos. Contamos con una gran biblioteca abarrotada de volúmenes que relatan lo que le he dicho.
—¿Cree que un libro es prueba suficiente? —preguntó Aleyn.
—Estos sí.
Aleyn dudó. No le gustaba aquel bosque, ni le gustaba la soledad, ni la ausencia de música, ni la vida que llevaba. Le ofrecían algo. Poca cosa. Tonterías probablemente. Por otro lado, decían ser addais y Aleyn debía concederles cierta credibilidad histórica. Podría acompañarlos, ver qué tenían, desacreditarlo y volver a su retiro. ¿Qué podía perder? A menos que fueran asesinos con un plan muy elaborado. E incluso eso supondría un alivio a sus rutinas.
—¿Dónde está esa biblioteca? —preguntó Aleyn.
—Seis días a caballo.
Entonces Aleyn sintió una ligera tanda de vibraciones en el suelo, extrajo su puñal y lo colocó sobre el cuello de Nuza.
—Así que estáis solos —masculló entre dientes.
Los ojos de Nuza se estremecieron de pánico y Aleyn aflojó la presión de la hoja sobre la carne. Unas gotas de sangre se precipitaron hacia el suelo.
—Los demás quietos —les advirtió Aleyn.
Un jinete, de vestimenta similar a los otros hombres, se acercó al grupo al galope y, al ver la tensión de la situación, maldijo para sí y detuvo el caballo. Aleyn, un hombre de piel negra, metro noventa de estatura, musculoso, de cara estrecha y frente ancha, tenía bajo su dominio a la mujer a la que había ido a buscar.
—¿Es de los tuyos? —preguntó Aleyn al oído de Nuza.
—Sí, pero no venía con nosotros.
—Ya, ¿y qué hace aquí? —Nuza negó con la cabeza—. ¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí?
El jinete se dio por aludido.
—Debo entregarle un mensaje a la anciana. Es urgente —dijo sacando un trozo de pergamino de entre sus mangas.
—¿Estás armado? —preguntó Aleyn.
El jinete miró a Nuza y esta asintió.
—Sí, señor. Llevo una espada, dos puñales y un pistolete.
—Vas muy bien armado, soldado.
—Corren tiempos difíciles, maestro. Conviene estar preparado.
Aleyn dudó entre el abanico de opciones que tenía delante. Lo que quería hacer podía ser lo más absurdo que hubiera hecho en su vida y, sin embargo, continuaba queriendo hacerlo. Soltó a Nuza y le indicó que fuera a por el mensaje.
La anciana se acercó al jinete, leyó el pergamino e intercambiaron un par de breves comentarios.
—Espera aquí —indicó finalmente Nuza.
—Anciana, debemos apresurarnos.
—Lo sé. Será solo un segundo —dijo y se acercó a Aleyn.
—¿Qué sucede? —preguntó este.
—Todo avanza demasiado rápido —respondió—. Escúcheme. Existe una profecía. Una profecía dictada por el mismísimo Addai antes de que su cuerpo muriera. Dice que llegará el día en que los Tres volverán y ese día Ylandra se doblegará, sangrará y morirá. La Orden de Addai nació para evitar que eso sucediera. En el camino perdimos de vista nuestro destino y es posible que eso nos haya condenado. La Escuela, sin embargo, nació para allanar el regreso de los Tres, pero, al igual que la orden, también perdió de vista su destino. Creo que es posible que eso pueda salvarnos. Le necesitamos, Aleyn, y le pido que venga con nosotros. Vea nuestros documentos, escuche nuestras historias. Créanos y ayúdenos a redimir esta tierra.
Aleyn frunció el ceño y, aunque trató de evitarlo, la palabra redención retumbó en cada partícula de su ser.
Se rascó la mejilla y aceptó.
—Gracias, maestro —dijo Nuza—. Ahora debo irme. El consejo debe votar y deben estar todos sus integrantes para poder hacerlo. Con usted se quedará Kevyn. Él le guiará.
Kevyn se adelantó y asintió.
—Maestro —saludó.
—Seis días a caballo, ¿eh? Nunca me ha gustado viajar con prisas.
—Tómese el tiempo que necesite, maestro, pero sepa que, a partir de ahora, corre en nuestra contra.
—Eso ya lo veremos, señora. De momento haré el viaje para revisar unos cuantos documentos antiguos. Entonces hablaremos.
—Sí, lo haremos —afirmó Nuza sentándose tras el jinete—. Ha sido un placer, maestro.
Inclinó la cabeza y el caballo comenzó a cabalgar. Los otros dos chicos echaron a correr tras ellos.
—Una vez más, eso ya lo veremos —gritó Aleyn.
Se giró hacia Kevyn y le miró de arriba abajo, negando.
—Si esto es algún tipo de treta estás en un buen apuro —le advirtió—. ¿Quieres desayunar? Tengo té, huevos, leche de cabra y pan.