Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 11
ОглавлениеEl Día de la Liberación se había convertido en la celebración más importante, orgullosa y pomposa de la República de Ylandra. Ni siquiera la Semana de los Tres o el Día del Diálogo, que conmemoraba las últimas horas del mesías en Ylandra, tenían tal grado de repercusión, aunque fueran mucho más antiguas.
A pesar de los discursos, las palmadas en los hombros, los relatos de gloriosas batallas y demás, el Día de la Liberación podía suponer una auténtica oportunidad para extender relaciones y hacer contactos, más aún para un joven inteligente, instruido y con ambiciones en la política local.
Aquella noche, en el palacio de Valar se reunirían las personalidades más importantes de Viendavales y, por ende, del Estado del Oeste. Acudirían representantes públicos de la ciudad, empresarios y terratenientes acaudalados y poderosos, altos oficiales del ejército, senadores de la capital y, por supuesto, el gobernador del estado. Para Jules, tercer consejero del secretario de asuntos raciales de la ciudad, aquella masa de gente suponía la oportunidad de posicionar sus piezas de forma ventajosa sobre el caótico tablero de la política.
Había una segunda razón para que a Jules no le atormentase participar en aquella fiesta: su hermana Mara. Había llegado a la ciudad hacía unos días y Jules aún no había tenido ocasión de verla o, para ser más precisos, había rechazado tales ocasiones. La había añorado y se alegraba al saberla de regreso, pero no pensaba traicionar sus convicciones por carecer de paciencia. Hacía años prometió que jamás volvería a pisar la plantación y, hasta donde fuera capaz, pensaba cumplirlo.
Jules, sin acompañante y vestido con un frac azul marino, avanzó por el gran salón, saludando a aquellas personas que conocía, pero sin detenerse a hablar con nadie. Había llegado temprano y los personajes realmente ilustres aún tardarían en hacer su entrada. No quería que su aparición le cogiera distraído y mucho menos enfrascado en una discusión de la que salir apresuradamente pudiera resultar complicado o descortés.
Con un incesante goteo de personas, la enorme estancia fue llenándose de personalidades elegantemente vestidas y de los esclavos que los acompañaban. El suelo era de mármol blanco con vetas negras, los enormes ventanales, decían, constituían una perfecta obra de vidriería, pero lo que convertía a aquel salón en uno de los lugares más emblemáticos de Ylandra eran los haces de luz blanca que proyectaban tres arañas de cristal suspendidas en el aire y que bañaban hasta el último rincón de la estancia. Se trataba, por supuesto, de artilugios fabricados en La Escuela y, según decían, únicos. Para Jules eran auténticas obras de arte.
Un grupo grande hizo su aparición, entre los que se contaban el gobernador Theodore Barbrow, un comandante del Ejército de la República de Ylandra, una maestra de La Escuela y una bella mujer ataviada con un precioso vestido azul. Eran, probablemente, el grupo más poderoso de esa sala y, aunque tentador, Jules no creía estar a la altura de tales celebridades. No podía aproximarse, presentarse y esperar nada más allá que mera formalidad. El encuentro se prolongaría diez segundos y se compondría de un par de comentarios educados. Para llegar de verdad a ellos, Jules necesitaba la intervención de un padrino y estaba empeñado en encontrarlo.
Después de otros dos grupos de personas, vio aparecer a su familia. En primer lugar, avanzaban su padre y su hermano Viktor. Tras ellos, la mujer de su padre y su cuñada mantenían una conversación intermitente. Y en último lugar se encontraba Mara. Sonriente. Maravillada por el espectáculo de luces. Al bajar, sus ojos fueron a parar sobre los de Jules. Frunció el ceño, revisó que su hermano Viktor continuara a su lado y luego echó a correr. Al llegar hasta él, saltó y le abrazó.
—Quiero que sepas que estoy muy cabreada contigo —le susurró al oído antes de separarse de él—. ¡Llevo aquí cuatro días! ¿Cuándo pensabas venir a verme?
—¿Tanto me has echado de menos, hermanita?
—¡Pues que sepas que no! —respondió Mara, fingiendo sentirse indignada—. He podido estar con Viktor. Al fin y al cabo, los dos sois iguales.
—¡No somos iguales! —protestó Jules.
—Jules, sois gemelos idénticos.
—Lo sé, lo sé, pero fíjate en ese colgajo que tiene en el estómago. ¿No me irás a decir que yo también tengo eso?
Mara miró a su hermano Viktor y se echó a reír.
—Daxal, sí te he echado de menos —dijo Mara.
—Yo a ti también, hermanita.
El padre de ambos apareció en la espalda de Mara, la agarró del brazo y la obligó a girarse con una brusquedad desmesurada.
—¿Qué demonios te ocurre? Aquí no puedes correr ni reírte como una niña ingenua. Tu actuación está avergonzando a esta familia. Haz el favor de comportarte como es debido.
—Lo siento, padre.
—Buenas noches, hijo —saludó Deian en dirección a Jules.
—Hola, padre.
—¿Has venido solo?
—Así es.
—Luego me gustaría hablar contigo. Debo ir a dar mis saludos a algunas personas. Mara, por favor, te pido que te comportes.
Dijo antes de marcharse, recto y con gesto de autoridad. Jules suspiró y arrastró a su hermana en un paseo por el salón.
—¿Entonces el regreso bien? —preguntó.
—Más o menos —respondió Mara—. ¿Qué le pasa a padre? ¿Por qué parece que…?
—¿… que tiene un palo atravesado por el culo?
Mara soltó una carcajada, que enmudeció al instante con sus manos.
—Siempre ha sido así, en realidad —aclaró Jules.
—Yo no le recuerdo tan estricto y estirado.
—Eso es porque madre suavizaba las cosas. Era la que se encargaba de reñirnos, castigarnos y educarnos. El juez —pronunció la palabra de forma despectiva— siempre ha sido un repugnante tirano.
Pasaron cerca del ilustre grupo del gobernador y continuaron adelante. Unos pasos más allá se toparon con una maestra de La Escuela. Miró a Jules un segundo y luego se centró en su hermana.
—Bienvenida a casa, señorita —dijo la maestra.
Vestía una túnica de seda escarlata, con broches de plata y oro adornando los bordes y piedras preciosas engastadas en los hombros. Tenía la piel tersa y blanca, ojos azules y una larga melena negra que le caía en forma de rulos.
—Maestra Cronista —saludó Mara inclinando ligeramente el cuerpo.
—Veo que ya has tomado una decisión. —La maestra chasqueó la lengua—. Una pena. Podrías haber sido una buena maestra. Quizás en otra vida, querida —añadió, acariciándole la mejilla—. Señor —se dirigió a Jules y se marchó.
—¿De qué conoces a Allyson Lumeni? —preguntó Jules extrañado.
—De nada. No la había visto en mi vida.
—No ha dado esa impresión.
—Es una maestra cronista, Jules —dijo Mara, expresando obviedad.
—Imagino que para ti eso tiene algún significado, hermana, pero yo estoy muy perdido.
—Los cronistas son capaces de percibir las vibraciones en las cuerdas del tiempo.
—En serio. No estás ni cerca.
Mara gruñó y escogió las palabras con más cuidado. No todo el mundo comprendía las capacidades extraordinarias de los maestros de La Escuela.
—Pueden ver el pasado y el futuro de las personas. —Jules se detuvo y torció el gesto—. ¿De verdad no lo sabías?
—Algo había oído, sí, aunque… ¿De veras pueden ver el futuro?
—No es que «vean» nada, ese no es el verbo correcto. Pueden sentir e interpretar las vibraciones que se forman en el hilo del tiempo. Por ejemplo, ella sabía que yo venía de La Escuela y que había decidido no volver. Aunque no tuvieras ese poder, es algo que podrías deducir. Mi comportamiento esta noche me delata. No sé mostrarme en sociedad y sin embargo soy la hija de un juez de la Alta Corte muy respetado. Cualquiera podría deducir que llevo fuera mucho tiempo. Si atas cabos…
—Me dejas impresionado —reconoció Jules—. No te recordaba tan lista. De hecho, te veía más bien tontita.
—¡Serás…! —bufó Mara golpeando el brazo de Jules.
—Ya, bueno, de nada por el cumplido. Ahora en serio, ¿qué tal es aquello? ¿Cómo han sido estos años?
Mara sonrió con tristeza y se encogió de hombros.
—Duros. Muy duros. Los primeros días siempre me iba llorando a la cama. Después ya llegaba tan exhausta que no me quedaban fuerzas ni para derramar lágrimas. Pero al final vale la pena.
—¿Tú puedes hacer algo de eso? —preguntó Jules.
—¿Como lo de la maestra? No, no. Para aprender a hacer eso tendría que volver y, bueno, entregarles mi vida.
—¿Por poder predecir el futuro? —se interesó Jules—. Daxal, yo me lo pensaría.
—¿Quieres que me vaya o qué? —dijo Mara ofendida.
—Bueno, ser el pequeño tiene sus ventajas. —su hermana sonrió—. Pero prefiero volver a tenerte cerca. Solo digo que si me lo ofrecieran a mí… Mira, por allí viene la causa de mis penas.
Su padre se dirigía hacia ellos, con un par de copas de champaña en las manos. Al llegar, le tendió una de ellas a Jules.
—¿Te importa que hablemos?
—No.
—¿Nos disculpas, Mara?
El juez indicó el camino y Jules le siguió. Atravesaron el salón y salieron a una terraza semicircular aislada de la fiesta.
—¡Buena noche la de hoy! —exclamó el juez.
—¿Qué quiere, padre?
—La gente está hablando, hijo.
—Sana costumbre.
—Sobre ti —sentenció—. Has rechazado a seis jóvenes estupendas en el último año. La gente empieza a preguntarse por qué. Y yo también.
—Por mi podéis seguir haciéndolo. No me supone molestia alguna.
—A ti no —dijo el juez apretando el antebrazo de su hijo—. Pero a mí sí, ¿entiendes? Tienes veinticuatro años y una larga lista de familias que estarían encantadas de entregarte a una de sus hijas. Conforme pasen los años esa lista irá reduciéndose y la reputación de nuestra familia sufrirá un duro golpe. Necesito que te esfuerces en encontrar una mujer que te haga feliz. Y si no lo hace, da igual. Conque sea capaz de engendrar una criatura es suficiente.
Jules dio una violenta sacudida y se soltó del agarre.
—Sabe perfectamente que estoy centrado en mi carrera, padre. Cualquier otra cosa no me interesa.
—Si lo que te interesara fuera tu carrera estarías ya casado y con algún hijo. A los políticos les encanta la estabilidad y nada aporta más que una familia. Así que replantéate tus prioridades y encuentra una chica con la que casarte.
Jules cerró los puños e inspiró con fuerza.
—Veré qué puedo hacer, padre —respondió.
—Y otra cosa más. Ni Danea, ni tu hermano ni su esposa merecen ese desprecio que pareces sentir por mí. Ni siquiera te has dignado a saludarles.
—¿Quiere que vaya ahora? —preguntó.
—Quiero que cambies esa actitud y que dejes de ser una decepción constante.
Le retó durante unos segundos y luego se marchó, empujándole ligeramente a su paso. Jules ardía por dentro, pero se contuvo de hacer o decir nada. En lugar de eso miró la copa de champaña y derramó el líquido por el balcón. Luego hizo lo propio con la copa.
—¿Una mala noche? —preguntó una voz a su espalda.
Jules se giró, reconoció a Brendan y volvió a girarse.
—Normal, tratándose del juez.
—¿Qué ha sido esta vez? ¿Trabajo, dinero, familia, amigos, mujeres?
—Familia y mujeres.
—Podría haber sido peor.
—Con él siempre es posible.
—Sí —dijo Brendan, apoyándose sobre la barandilla de piedra—. ¿No deberías estar ahí dentro bailándole el agua a algún político repelente?
—Ese era el plan. Pero se me han quitado las ganas. Creo que escucharé el discurso, me tomaré una copa más y me marcharé a casa.
—No es mala idea —coincidió Brendan—. Te veo dentro.
Jules se despidió con un cabeceo y esperó unos minutos antes de regresar al salón, donde el gobernador estaba subido sobre un estrado desde el que se dirigía al público.
—Buenas noches, señoras y señores, y feliz Día de la Liberación. Hoy celebramos el decimocuarto aniversario del final de la guerra. Por ello, pronunciará el discurso el hombre que nos llevó al éxito. Déjenme decirles que para mí es un completo honor presentarles al comandante Rommel Edvard.
Por todo el salón se extendió una salva de educados aplausos, al tiempo que un hombre alto y atractivo, de piel bronceada, ademanes deferentes y mirada serena, subía las escaleras del estrado, daba la mano al gobernador y se presentaba ante el público.
Conforme dictaba el protocolo, el comandante dio las gracias a las autoridades allí reunidas por concederle el honor de hablar en tan distinguida ocasión, respiró y se enzarzó en una lección de historia, explicando el desarrollo de una guerra demasiado larga, demasiado violenta y demasiado cruel. Una guerra que, según su opinión, había conducido a Ylandra hasta el último límite del ser humano.
—Durante más de quince años este país luchó contra un enemigo poderoso y despiadado, y me apena decir que cientos de miles de personas murieron durante la contienda. Todos perdimos amigos, compañeros, maridos, esposas, padres y a nuestros hijos. Pero nosotros sobrevivimos, continuamos luchando y finalmente vencimos. Dimos paso a una paz larga y estable. Somos un país próspero, porque nos hemos ganado el derecho a serlo.
Continuó hablando sobre el porvenir de la sociedad y terminó alzando una petición dirigida a la concordia, el compromiso y la estabilidad de la república.
La sala imitó los aplausos previos al discurso, el comandante los agradeció y bajó del estrado.
Jules terminó de aplaudir y, percibiendo que su ausencia no se haría notar en esos momentos de revuelo, echó a andar hacia la salida y se marchó.