Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 13

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El Mercado de Maestros en Lanti’s Cloe era una suerte de escaparate del poder de La Escuela. Se extendía a lo largo de diez gloriosas manzanas y, si el comprador era hábil, podía encontrar casi cualquier cosa que necesitara, desde poderosas pociones hasta artilugios con propiedades extraordinarias. Si bien la mayoría de los artículos no eran más que supercherías destinadas a comerciantes y curiosos foráneos, ciertos puestos podían esconder verdaderas maravillas, más aún a los ojos expertos de un maestro.

Siara tenía por costumbre bajar a Lanti’s Cloe durante la noche del Día de la Liberación, dado que con motivo de la celebración el mercado tendía a estar mucho más despejado. Esa noche, Enara, maestra sanctorum y profesora de Artes Sagradas, acompañaba a Siara, rutina establecida desde hacía ya diez años.

Siara guio a su compañera por lúgubres y solitarios callejones iluminados con la única ayuda de carburos dispuestos cada demasiados pasos.

—¿Dónde me estás llevando? —preguntó Enara en un momento dado.

—¿Puedes dejar de incordiar? Estamos llegando.

Giraron un par de esquinas, bajaron por unas estrechas escaleras y se encontraron con un cartel demasiado borroso para entender lo que decía. Siara llamó a la puerta y ambas maestras entraron.

—¡Jon! —exclamó Siara a la única persona presente.

—¡Qué sorpresa, maestra alquimista! ¿Quién es la maestra sanctorum? —preguntó al ver la capa negra sobre los hombros de Enara.

—Enara Stapel, maestra sanctorum y profesora de Artes Sagradas en Villa Lumeni —respondió Enara—. Un placer, señor.

Jon era un hombre de mediana edad, de aspecto desaliñado y, bajo la opinión de Siara, un poco chiflado. Dada su afición por la bebida, la punta de la nariz solía estar enrojecida, al igual que sus ojos.

—Estupendo, maestra. Yo soy Jon y esta es mi tienda.

—¿Es usted maestro? —preguntó Enara.

Jon vestía una camisa gris y pantalones de cuero, y no llevaba colocada ninguna capa que lo identificara como tal.

—¿De qué? ¿De La Escuela? No, no —se apresuró en decir—. Los Tres me libren.

Enara se acercó a una pared y examinó los diferentes frascos delicadamente colocados y etiquetados. Ácidos, extractos de belladona, amapola, celidonia o ajedrea, entre otras muchas, oro líquido, esencias de algunos de los elementos más exóticos del continente y mucho más.

—¿Qué es todo esto, Jon? —curioseó Enara.

—Ingredientes para brebajes. ¿Le interesa alguno? Podemos negociar un precio.

—He visto que tiene aquí diferentes esencias.

—Vaya… —murmuró Siara.

—Así es, maestra. Y son caras. No podrá comprarlas por menos de quince piezas de bronce. Y eso solo algunas.

—No quiero comprar nada —protestó Enara con desdén—. Las esencias son productos controlados. Solo los maestros pueden comerciar con ellas.

—Enara… —dijo Siara.

—¿Cuándo has encontrado este sitio?

—Hace unos meses. Y ahora, por favor, cállate y disfruta de lo que tienes delante. No encontrarás otro lugar como este.

Jon se encogió de hombros, satisfecho y agradecido por la mediación.

—Por cierto, Siara, tú aún no lo has visto, ¿verdad?

—¿Qué? ¿El qué?

—¿Cuándo estuviste aquí por última vez?

—No sé. ¿Primavera?

—Esto te va encantar, sígueme —le pidió Jon—. Las dos, por favor.

Les guio a lo largo de un pasillo flanqueado por altas estanterías hasta una sección mucho más pequeña de la tienda, resguardada con una cortinilla.

—Me lo trajo un comerciante el verano pasado. Dijo que lo había conseguido en el lago Elbrus.

—¿Qué es, Jon? Déjate de misterios —dijo Siara impaciente.

El estraperlista apartó un par de botes de la balda de una estantería y agarró el que estaba tras ellos. Una gran masa de un extraño líquido viscoso reposaba en su interior. El líquido variaba de color, textura y apariencia continuamente, convirtiéndolo en algo hipnótico. Se retorcía y tensaba, volviéndose más sólido, hasta que se rompía y estallaba en un fluido.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Enara.

—¡Es alucinante! —exclamó Siara—. ¿Es lo que creo que es?

—Sangre de Ngen-ko, señora —dijo Jon—. Ahora dime que me adoras.

El Ngen-ko era una criatura acuática que habitaba en grandes lagos. Se rumoreaba que podía llegar a tener el tamaño de diez carretas colocadas en hilera, aunque no había evidencias de que tal dato fuera cierto. Los Ngen-ko poseían la capacidad de mimetizarse con el agua, variando su color y textura a placer, lo que convertía su avistamiento en obra divina. Por lo demás, se decía que eran animales mansos y tímidos, por lo que en muy raras ocasiones entraban en contacto con seres humanos.

—¿Cómo diablos has conseguido tú esto? —quiso saber Enara.

Jon y Siara la miraron y esta última le ofreció un gesto de desesperación. Era obvio que el mercado con el que trabaja Jon estaba lejos de la legitimidad, siendo este su mejor y más atractivo activo. Aquel hombre era capaz de nutrir sus existencias con todo tipo de sustancias imposibles, ya que no tenía que dar cuenta de ello a ninguna autoridad burocrática incapaz de diferenciar entre un vaso de agua y uno de alcohol. Siara no quería ni pensar en las infinitas dificultades por las que el gobierno de La Escuela habría obligado a pasar a un comerciante honrado para poner a la venta sangre de Ngen-ko. En opinión de Siara, la generalidad de cualquier sistema legal lo destinaba a ser corrompido en ciertas circunstancias.

—¿Te gustaría llevarte unas gotas, maestra alquimista? —le ofreció Jon en un tono juguetón—. No soy capaz de imaginar lo que podría hacer esta sustancia en manos de alguien diestro.

—¿Cuánto? —preguntó Siara.

—¿Por un frasco pequeño? —Jon fingió debatir una respuesta—. Dos piezas de oro.

—¡Vete al infierno, Jon! No estoy para bromas.

—Yo tampoco.

Siara chasqueó la lengua y se mordió el labio inferior.

—No puedo —dijo.

—¿Estás segura? Esto no se encuentra todos los días.

—¡Sí, maldito estafador, estoy segura! —respondió Siara—. Devuelve el bote a su sitio antes de que me olvide de nuestra amistad.

Jon sonrió y obedeció.

Siara le dijo que quería echar un vistazo y que tardaría un buen rato en localizar y seleccionar sus compras. Jon hizo una reverencia y dejó a las dos mujeres a solas.

Durante la siguiente media hora, Siara se paseó por toda la sección de alquimia, escogiendo diferentes sustancias, leyendo sus características, comparando precios e ideando fórmulas para probar en el futuro. Enara seguía los pasos de su amiga, algo impaciente ante la delicada atención que Siara prestaba a cuanto las rodeaba. Por lo demás, veía a su amiga meter frascos con sustancias extrañas en una bolsita de tela gris. Cada vez que le preguntaba para qué quería este u otro elemento —saliva de perro, sangre de lobo, acero para fundir, lágrimas de una madre y demás—, Siara le respondía con un enigmático «ya veremos».

Cuando terminó de ojear las estanterías y los muebles, la bolsa pesaba un par de kilos. Se dirigió al mostrador donde Jon leía un libro y colocó todos los frascos y objetos sobre la madera.

—¿Todo esto? —le preguntó extrañado.

—Creí que te gustaría, pero, si no es así, puedo comprar en otras tiendas.

—No encontrarías ni la mitad de estas cosas, maestra —opinó Jon examinando los artículos—. Una selección muy nutrida. Veo que te llevas un poco de todo. ¿Qué piensas hacer con ello?

—Enseñar, espero.

—¿A quién? ¿A los potrillos a los que cuidas?

Siara se rio.

—No, Jon. Soy la nueva profesora de Alquimia en Villa Lumeni.

—¡Vaya! ¡Felicidades! —bramó aplaudiendo—. No olvides quién ha estado suministrándote material durante los últimos meses, profesora.

—No lo haré, Jon. ¿Qué te debo?

—Veamos… —calculó—. Ocho piezas de plata y cuatro de bronce. Para la nueva profesora eso son siete platas y media.

Siara le pagó, se despidieron y Enara y ella volvieron a salir a la agradable noche de Lanti’s Cloe. Tomaron la ruta más rápida para dejar atrás los callejones y terminaron en la vía principal del mercado. A pesar de ser el Día de la Liberación, aquella calle se mostraba abarrotada de personas, la mayoría de ellas foráneos maravillados con los objetos expuestos en los escaparates de las tiendas. Entonces, Siara tuvo una idea y se dirigió a una de ellas.

—¿Adónde vas ahora?

—Quiero coger un par de cosas más.

—¿Qué? ¿Aquí? Siara, hemos estado casi una hora en esa sucia tienda y te has gastado siete platas en frasquitos. ¡Quiero ir a escuchar música!

—¿Música? —preguntó Siara incrédula.

—¡Sí, música! ¿Recuerdas lo que es? Se escucha y se baila. Es lo único bueno que tiene la celebración de este maldito día.

—Está bien. Música. Me apetece mucho —dijo, ensombreciendo las palabras con un intenso sarcasmo—. Pero antes quiero comprar algunas cosas más. Tardaré cinco minutos. Diez a lo sumo.

Se dio la vuelta y entró en la tienda. Cuatro minutos más tarde había salido con cinco nuevos objetos en la bolsa y nueve platas menos en el bolsillo. Siara salía enfadada y despotricando.

—¿Todo bien?

—Nueve platas por cinco objetos inútiles que no sirven ni para tomar por…

—¡Eh, eh! Alto ahí, maestra —le interrumpió Enara—. ¿Por qué los has comprado si no te sirven para nada?

—¡Oh, sí van a servirme para algo! Esa no es razón para no sentirme estafada.

Enara le apoyó una mano sobre el brazo y fue aumentando la presión hasta que Siara echó a andar. Cuando dejaron atrás el mercado, a Siara ya se le había pasado el enfado, dando lugar a esa resignación huésped habitual en sus estados emocionales.

Cerca de la plaza central de la ciudad, se introdujeron en un local bien iluminado y muy concurrido. Encontraron una mesa vacía, lejos del escenario, y pidieron que se les sirviera una copa de vino a cada una. Al poco rato el sonido de una melodía arrancada a las cuerdas de un violín meció sus emociones.

Allí sentadas, emborrachándose poco a poco, mantuvieron una conversación que las llevó a hablar sobre La Escuela, los alumnos y las clases. Enara llevaba siendo profesora de Artes Sagradas ocho años y, año tras año, había ido ganando autoridad dentro de su disciplina. Siara, por el contrario, nunca había dado clases y únicamente durante dos años había consentido tener aspirantes a su cargo. De eso hacía muchísimo tiempo. Enara adivinó que, a pesar de la máscara con la que Siara se presentaba al mundo, se sentía insegura con sus nuevas responsabilidades, de ahí el gasto de dinero, tiempo y esfuerzo que había hecho esa noche. No obstante, cuando quiso hablar de ello, Siara la cortó y cambió de tema. De ahí pasaron a hablar de política local, luego de los chismes habituales de La Escuela y finalmente abordaron el tema del que año tras año no conseguían escapar. Esta vez lo que motivó la conversación fue la interpretación de Las piedras de doña Rosalita, una canción popular que relataba en clave de humor el asesinato de un rey a manos de su doncella, con la que, por supuesto, mantenía una aventura. Bien tocada e interpretada tenía el poder de desencajar la mandíbula de cualquier público.

—¿Recuerdas la noche en que se subió al escenario, ofendido porque el músico estuviera desafinando, le quitó la guitarra y empezó a tocar? —preguntó Siara.

—Consiguió que un público de muchachos aterrorizados se desternillaran de risa. A todos se nos olvidó que a la mañana siguiente podíamos estar muertos.

—Tenía ese don, ¿verdad? Te hacía confiar en la victoria, aunque todo apuntase en la dirección contraria.

Siara le dio un trago a su copa de vino y sintió brotar un mareo en su cabeza.

—No se merecía lo que ocurrió.

Enara imitó a Siara y tomó un largo trago de vino, enmudecida ante las palabras de su amiga. La conocía lo suficiente como para saber que la mezcla de alcohol y música, más aún ese día, liberaría recuerdos dolorosos.

—Le llaman traidor, pero fue este mundo quien le traicionó —continuó Siara, perdida en sus recuerdos—. Sus propios hermanos.

Enara se mordió el labio y giró la cabeza en dirección al escenario.

—¿Por qué lo hicisteis? —insistió Siara con tono acusatorio.

—¿Vamos a empezar otra vez? —respondió Enara, temerosa de mirarla.

—Solo pienso que, si hubierais hecho lo correcto, él aún seguiría aquí.

Enara apoyó la copa de vino sobre la mesa y se inclinó hacia su amiga, en actitud amenazante.

—Hicimos lo correcto —murmuró apretando los dientes—. Puede que no estuviera bien o que no fuera justo, pero era lo correcto.

—¿Lo correcto era condenar a muerte al hombre que salvó este país de la tiranía? —escupió Siara, con los ojos llameantes.

—A Aleyn no se le juzgó por eso.

—¡Claro que sí! Hizo lo que tenía que hacer para ponerle fin a la guerra y se le condenó a morir por eso.

—¡Por Daxal, Siara! No es la primera vez que discutimos esto. Sabes muy bien lo que hizo. Desobedeció las órdenes del gobierno que pretendía defender y arrasó una ciudad de arriba abajo. ¿A cuántos condenó él esa noche?

—¡Era una guerra!

—No, no lo era. Iban a entregar la ciudad y abandonar las armas. Solo querían una rendición honorable. En lugar de eso, Aleyn ordenó acabar con hasta el último de ellos. Eso no estuvo bien, Siara. No importa cómo intentes defenderlo o justificarlo. No estuvo bien.

Siara apoyó las manos sobre la mesa y se ayudó de ella para incorporarse. Buscó un par de piezas de cobre y las tiró sobre el tablero.

—Disfruta de tu música.

Enara no hizo gesto alguno de detenerla y, cuando Siara comenzó a marcharse, le gritó:

—¡Me encanta charlar contigo, por cierto!

En la mente de Siara estallaron una serie de improperios, todos ellos demasiado cargados de crueldad para utilizarlos contra quien era, a pesar de todo, su única amiga.

Ylandra. Tiempo de osadía

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