Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 20

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—¡Última oportunidad, cegato! —gritó el capataz, dejando caer el cuerpo azotado de Güido sobre el suelo de su habitación—. Si al amanecer no estás trabajando, mi hacha y yo vendremos a por tu cabeza.

Escupió sobre las heridas de su espalda y le clavó la punta de la bota en las costillas. Güido tosió y se estremeció de dolor, soportando las risas del capataz y de sus dos hombres. Mascullaron un par de insultos más y se marcharon.

Güido apenas se sentía con fuerza para llegar a lo alto de la cama. Con el torso desnudo y la marca de ocho latigazos sangrantes en la espalda se sentía a punto de morir. Eso era lo último que le quedaba por hacer. Desde el momento en el que vio morir a su madre supo que ya estaba muerto. Solo era cuestión de esperar el momento oportuno. La mañana siguiente le parecía adecuada.

Desde que colgaran a su madre se había negado a trabajar. Había soportado palizas, insultos, humillaciones, privaciones de comida y agua, así como latigazos, pero no había cedido. Por fin había comprendido que la única libertad que a veces le quedaba a un esclavo era decidir el momento de su muerte.

Cogió aire y se levantó como pudo, ayudándose con los temblorosos brazos. Luego se sentó en la cama y buscó bajo el colchón la esfera de cristal. Agitó el objeto y una luz azul comenzó a brillar, iluminando sus ojos de anirio. Aún no lograba comprender por qué nadie se lo había arrebatado, pero no le importaba. Lo tenía y le gustaba.

—Curioso artilugio —dijo una voz rasgada desde la puerta.

Güido se sobresaltó. Un hombre de extraña indumentaria estaba ahí parado, observándole. Tenía el rostro tapado con una tira de tela negra y la capucha proyectaba una sombra sobre sus oscuros ojos. El torso estaba rodeado por la misma tira de tela negra que tenía en la cabeza y que ocultaba un peto de cuero. Los pantalones eran anchos y flexibles. El hombre no iba armado.

—¿Sabes quién soy? —preguntó, con una cadencia intrigante en su voz.

Güido se encogió de hombros y volvió a centrar su atención en la esfera. Volvió a agitarla un par de veces más y la luz iluminó toda la sala.

—¿Te importaría apagar eso, por favor? —demandó el hombre.

Güido sopló sobre la esfera y la luz se fue mitigando poco a poco, hasta que la oscuridad volvió a reinar sobre aquel estrecho cuarto.

—Usted es el Inferus ese del que la gente habla —comentó Güido entre dientes.

—Así es.

—¿Qué hace aquí?

—Disculparme.

—¿Porque han matado a mi madre debido a un levantamiento que usted provocó? —El hombre asintió—. Usted no ordenó que la mataran.

—Lo sé —dijo.

El Inferus se acercó a Güido y se sentó a su lado. Le miró de arriba abajo, centrándose en las heridas de su espalda.

—¿Te duele mucho?

Güido volvió a encogerse de hombros.

—Me da igual. Además, mañana ya no importará.

—¿Entonces estás decidido a hacerlo? ¿Dejar que te maten?

El corazón de Güido se quedó helado, atenazado por el miedo. Durante esos días le habían amenazado con la muerte decenas de veces, pero siempre era un enemigo quien se lo decía y Güido no pensaba ceder ante ellos. Sin embargo, el hombre que se había sentado a su lado ni parecía un enemigo, ni parecería disfrutar con la idea de asesinarlo. No quería infundirle miedo. Solo le estaba preguntando si de verdad iba a dejar que lo mataran.

El Inferus se puso en pie, caminó hacia la puerta y se giró.

—Dejarás que te maten, pero te gustaría no tener que hacerlo —dijo ante la atenta mirada de Güido—. Es un buen comienzo. Tu madre ha sido asesinada. Tú aún tienes elección. Puedes permitir que esas mismas personas te ejecuten o puedes hacer algo más. ¿Qué quieres hacer?

La imagen del señor Wellington colgando por el cuello, envuelto en penosos pataleos mientras Güido lo veía cambiar del rosa al rojo y del rojo al morado cruzó su mente. No se sintió alegre al imaginarlo, pero sí en calma. Como si algo hubiera sido colocado de nuevo en el lugar que le correspondía.

—¿Por qué está aquí? —preguntó de nuevo Güido, esta vez con brasas en su boca—. ¿Qué quiere de mí?

—Eso depende —respondió el Inferus—. ¿Qué quieres tú? ¿Quieres morir al alba o crees que no te queda otra opción?

Güido se levantó de repente y se encaró al Inferus. Temblaba mientras hablaba.

—¡Yo no quiero morir, pero no viviré ni un día más en este lugar!

—Comprendo —afirmó el Inferus.

Güido, al sentir la parsimonia de aquella voz, volvió a tomar asiento. Sus emociones estaban descontroladas y pasaban de un extremo al otro en cuestión de segundos. En el momento en el que sintió que la rabia se extinguía, la tristeza ante el recuerdo de su madre volvió a embargarlo. Nunca antes se había sentido tan desorientado.

—Los anirios no sois una raza inferior, Güido —dijo el Inferus—. Pero los esclavos muchas veces lo creéis. ¿Sabes lo que me habría dicho un hombre libre en tu posición? —Güido negó con la cabeza—. Habría dicho que su único deseo era matar al asesino de su madre. Habría reclamado justicia y cuando esta le hubiera sido negada habría buscado venganza.

—Supongo que un hombre libre puede hacer muchas cosas.

—Un hombre puede hacer muchas cosas. Más aún si está debidamente motivado —respondió el Inferus—. He venido hasta aquí para ver si estaba ante ese hombre.

¿Estaba oyendo bien? El Inferus le estaba insinuando que… ¿qué?

—¿Qué quiere decir?

—¿Te gustaría vengar la muerte de tu madre?

—¿Y usted va a ayudarme?

—No. Serás tú quien me ayude. Luego podrás vengarte. Es posible que cuando llegue el momento ya no necesites mi ayuda.

Güido mantuvo la respiración unos segundos mientras interpretaba lo que estaba escuchando.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó.

—Muerto no conseguirás hacer demasiado, así que lo primero será sobrevivir. Después tendrás que volver a ganarte la confianza de tu amo. He oído que antes del incidente trabajabas en la casa, al lado del señor.

—Sí.

—Recuperarás tu posición en la casa.

—No quiero trabajar allí. No podré mirarle a la cara y no…

El Inferus frenó su lengua con un chasquido.

—¿Quieres tener la oportunidad de vengarte? —preguntó y Güido asintió—. La venganza nunca es fácil, chico. No se trata solo de matar a una persona. Hay que vencerla. Destrozar su vida, su identidad y su persona. Matarle es solo el final de un glorioso camino.

Güido tragó saliva. No se sentía con la suficiente entereza para hacer lo que le pedían, pero tampoco deseaba dejar marchar esa oportunidad.

—¿Qué necesita de mí?

—Información. Toda la que puedas darme. Como esclavo tendrás la oportunidad de oír ciertas conversaciones, de leer algunos mensajes…

¿Cómo sabía aquel hombre que Güido sabía leer?

—Lo haré —dijo Güido.

—Sí. Lo harás.

El Inferus le tendió la mano. Güido miró primero el brazo y luego los ojos oscuros de aquel hombre. Güido se la estrechó, inundado de una extraña sensación similar al orgullo.

—Bien, muchacho, una última cosa. He oído que tu señor va a presentarse al cargo de gobernador. ¿Sabes lo que es eso?

—Los ciudadanos libres eligen a alguien para que les diga lo que tienen que hacer.

—Algo parecido. Solo lo sabe un reducido grupo de personas, pero cuando se haga público el señor Wellington empezará a tener innumerables visitas. Visitas de personas importantes con las que charlará de cosas importantes. Necesito que estés lo más cerca posible de esas visitas. —El Inferus buscó en algunos bolsillos escondidos entre sus ropas y sacó un frasco lleno de un líquido amarillento. Se lo tendió a un sorprendido Güido—. Tiene un sabor horrible, así que asegúrate de no vomitarlo cuando lo bebas.

—¿Qué es?

—Un brebaje. Te aliviará el dolor físico durante unas horas sin afectar tu mente. Tómalo mañana antes de vestirte o esas heridas harán que apenas puedas moverte.

El Inferus le colocó la mano en el hombro.

—¿Si descubro algo…?

—Vendré a verte. Ten cuidado.

—Gracias, señor.

No le agradecía la advertencia. Güido ya no se sentía triste. Sabía que aquel sentimiento continuaba ahí y que en algún momento de su vida tendría que lidiar con él, pero ahora tenía otro al que agarrarse. La ira. Una ira dirigida contra el autor de la muerte de su madre. Por un segundo, embriagado por el aroma de la fantasía de la venganza, imaginó que era libre y se sintió como tal. Eso era lo que le estaba agradeciendo.

Pasó la que hacía un rato iba a ser su última noche, en vela, anhelante ante el futuro que se le avecinaba. Al oír los primeros cantos de los gallos se puso en pie, se tomó el amargo brebaje que el Inferus le había dado y se vistió para volver al trabajo. Tal y como le había dicho, el brebaje hizo efecto enseguida y Güido dejó de sentir el dolor de su espalda.

Se presentó en la casa junto al resto de esclavos que servían en ella. Todos en posición de firmes para que el capataz Jonah pudiera asegurarse de que estaban los ocho. Sus compañeros le miraron con una mezcla de curiosidad y pena, pero ninguno se dirigió a él. Güido se fijó en la aniria que había sustituido a su madre. Se llamaba Naría y recordó que a Cazi le caía bien.

El capataz Jonah hizo su aparición junto a dos guardias. Güido conocía a Mac, pero la cara del otro le era desconocida. Seguramente se trataba de una nueva incorporación para sustituir a los guardias que habían perdido.

—Vaya, vaya, vaya —dijo Jonah cuadrándose frente a Güido—. Mira a quién tenemos aquí, Mac.

Jonah parecía feliz de ver allí a Güido, casi henchido de orgullo.

—¡Venga hombre! —exclamó Mac—. ¿Pero qué haces aquí, muchacho? —le preguntó a Güido.

Güido permaneció en silencio.

—Mi compañero te ha hecho una pregunta, cegato.

—He venido a trabajar —susurró Güido.

—¿Cómo dices? ¡Habla más alto, maldita sea!

—He venido a trabajar —insistió.

El capataz se echó a reír, apoyando su mano sobre el hombro de Güido.

—Bien dicho, anno —dijo—. Mac, ya sabes, eran siete cobres.

Mac se acercó a Güido.

—¿Qué diablos te pasa a ti, anirio asqueroso? ¡Estabas convencido de lo que querías! ¿Te has cagado de miedo? ¿No recuerdas a tu madre? ¡Eres patético!

—Patético o no, aquí está, Mac —señaló el capataz—. Suelta las piezas y acabemos.

Mac estrujó la cara y escupió al suelo. Buscó el dinero y se lo puso en la mano al capataz. Luego se giró hacia Güido y le apuntó con un dedo.

—Tú, cobarde, acabas de costarme siete malditos cobres. Será mejor que de ahora en adelante te portes bien, porque si no… —Mac le apoyó el dedo sobre el pecho y le dio un par de golpes en él—… me comeré tu corazón.

Ylandra. Tiempo de osadía

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