Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 16

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Por las calles de Viendavales el revuelo había ido en aumento desde las tres de la madrugada, logrando que casi toda la ciudad entrara en vigilia antes de tiempo. Viktor despertó al escuchar algunos voceríos y, temiendo haberse quedado dormido, se incorporó rápido y nervioso. Al ver que por las ventanas aún no entraba la luz del amanecer se extrañó, musitó unas palabras tranquilizadoras a su mujer, se colocó una bata y salió a la calle a ver qué ocurría.

—Disculpe, caballero, ¿sucede algo? —preguntó Viktor a un vecino.

—Esos cerdos acaban de ganarse una buena represalia.

—¿Disculpe?

—Los anirios. Esos cegatos —dijo—. ¡Annos asquerosos! Han atacado algunas granjas de las afueras.

El vello de los brazos de Viktor se erizó y sus músculos se tensaron.

—¿Qué granjas? —preguntó—. ¿La plantación Wellington?

—Oiga, no lo sé. Es posible. ¿Les conoce?

—Es la plantación de mi padre.

Retrocedió unos cuantos pasos y cerró la puerta. Mientras se vestía le explicó a Neire lo poco que sabía sobre el incidente. Se mostró aterrorizada e insistió en que deseaba acompañarle.

—Será mejor que no. Además, hay que estar pendientes de Aulyn.

—¿Dónde están Elba y Ford? —preguntó Neire.

Elba y Ford eran un matrimonio de esclavos con una hija que convivían con la familia de Viktor. Tenían cedidas un par de habitaciones en el sótano donde podían dormir, comer y tener intimidad.

—¡Elba! ¡Ford! —gritó Viktor.

Los dos anirios aparecieron al cabo de un minuto, vestidos con los harapos con los que Viktor imaginaba que dormían.

—¿Sabéis qué está pasando ahí afuera?

—No, señor —respondió Ford.

—Muy bien. Volved al sótano —ordenó.

En cuanto desaparecieron, Neire se echó sobre los brazos de su marido.

—No puedes dejarnos solas con ellos.

—No te preocupes por eso —dijo recorriendo el pasillo y cerrando con llave la puerta que daba acceso al sótano—. Si intentan salir les dices que no pueden, y si continúan intentándolo coges a la niña y vas a buscar a algún guardia, le das un par de bronces y que les recuerde quién es su dueño. Volveré en cuanto pueda.

Se despidió de su mujer, montó en su caballo y cabalgó en dirección a las afueras de Viendavales, donde las granjas y plantaciones de los terratenientes se extendían a lo largo de cientos de hectáreas.

Por el camino, incluso antes de dejar atrás las murallas interiores de la ciudad, pudo percatarse de la gravedad del incidente, pues una gran masa de personas curioseaba en plazas, parques y tabernas abiertas en exclusiva para la ocasión.

Cuando salió de la ciudad puso su montura al galope y se dejó llevar por el viento que le azotaba la cara. A mitad de camino reconoció el caballo de su hermano, avanzando a paso ligero. Disminuyó su velocidad y se colocó a su lado.

—Hermano —saludó, tocándose el sombrero.

—Hola, Viktor —respondió Jules con su peculiar falta de entusiasmo.

—¿Sabes si la plantación de padre…?

—Sí. Esa y otras cinco, creo. También he oído que han matado a los Dreider.

—¿Y padre? —interrogó, inquieto y asustado.

—He oído que sigue vivo. Mala hierba…

—¡Jules! —le reprendió—. ¡Es tu padre!

—Lo que no quita para que sea un miserable.

—No deberías decir eso.

—Hay tantas cosas que no debería hacer…

Viktor, quien ya había tenido esa misma discusión con su hermano cientos de veces, lo dejó estar y cambió de tema, buscando aguas más tranquilas.

—El señor Dreider… Era un buen hombre —comentó.

—Era otro asqueroso tratante de esclavos. Solo eso.

—¡Vamos, Jules! —protestó Viktor, harto de la actitud de su hermano—. ¡Esos anirios acaban de asesinarlo! A un hombre que siempre ha tratado bien a nuestra familia. Se merece al menos algo de respeto ¿no crees?

—Claro que sí, Viktor —dijo en un tono sarcástico—. Claro que sí.

—¿Qué? ¿Crees que no?

—Sé que no —respondió—. Ese buen hombre al que tanto respetas, hermano, no era más que un torturador y un violador.

—¡Eso no es cierto!

—Trabajo en la oficina de asuntos raciales, Viktor. Algunos de los esclavos de la ciudad vienen de estas granjas. Son baratos y lo son porque a menudo los venden en estados deplorables. Palizas, latigazos, violaciones.

—¡Eso no tiene nada que ver! —discutió—. Son anirios. No son como tú o como yo.

—Ya, claro. No lo son. Pero cuando ves a una aniria de ocho años con moretones por todo el cuerpo y los órganos sexuales destrozados te cuestionas algunas cosas.

Viktor sintió un fogonazo de culpa que se extinguió casi al instante.

—Son bestias. No son otra cosa diferente que perros o burros de carga.

Jules estalló.

—¿Y por qué los humilláis, eh? ¿Por qué los torturáis? ¿Acaso los amos se follan a sus burros? —gritó—. Lo que les hacéis… lo que todos les hacemos es horroroso. Lo de esta noche es solo una tímida respuesta a un infierno constante.

Viktor se quedó perplejo ante tal afirmación y miró a su hermano como si fuera un perfecto extraño.

—¡Maldita sea, Jules! No puedes hablar en serio. —Su hermano permaneció callado, con la mirada fija en el horizonte—. ¿Cómo puedes defenderlos? ¡Han tratado de matar a padre! ¡A Mara!

Jules dio un respingo, como si hasta entonces no se hubiera acordado de su hermana.

—Y me alegro de que no lo hicieran —dijo—. Pero eso da igual. No les quita razones para haberlo intentado.

Viktor dejó de intentar encontrar en esa persona a quien una vez fuera su hermano. Estaba traspasando los límites, ya no de la decencia o el respeto, sino de la ley. Defender a un grupo de anirios rebeldes estaba a un paso de ser un intencionado acto de traición.

—¿Tanto le odias? —preguntó Viktor y ante el silencio de su hermano, añadió—. ¿Tanto nos odias? ¿A mí? ¿A Neire? ¿A tu sobrina?

—¿Qué dices ahora?

—¿Cuánto hace que no las ves? Vivimos a ocho manzanas el uno del otro y ¿cuánto hace? ¿Dos meses? ¿Tres?

—He visto a tu mujer hace un rato, Viktor.

—Sí, y ni siquiera te has molestado en saludar.

Jules enmudeció ante la acusación y la seguridad de sus argumentos y convicciones empezó a difuminarse.

—Te callas. Como siempre —le acusó.

Jules, esta vez sin perder los estribos, aparentemente calmado y racional, dijo:

—Si hace meses que no estoy con tu familia es porque no soporto ver cómo te conviertes en una persona tan horrible como padre.

—Eres un bastardo.

Jules le miró y sonrió, satisfecho.

—Démonos prisa —dijo iniciando el galope.

Alcanzaron la plantación en apenas unos minutos, encontrándose a un par de guardias en la entrada de los terrenos que los saludaron con un cabeceo. Viktor les devolvió el saludo y se apresuró a cabalgar hasta la casa. Jules se quedó atrás, en la linde de la propiedad. Suspiró, negó con la cabeza y espoleó su caballo.

Conforme se acercaban vieron varias hileras de anirios formando frente a la casa, con guardias paseándose entre las filas mientras los gritaban e insultaban. Dejaron los caballos al cuidado de un par de hombres y entraron.

Al ver la puerta hecha añicos y sangre por el suelo y las paredes, Viktor palideció. Se obligó a respirar.

—Hijo —dijo el juez al verle.

—Padre, ¿se encuentra bien?

El juez tenía el brazo entablillado y se le veía, ahí sentado en una butaca, cansado y abatido. Al ver la preocupación en el rostro de su hijo se puso en pie, recuperando su habitual porte viril.

—Estoy bien. Gracias por venir —manifestó antes de fijarse en la figura que le acompañaba—. ¡Qué sorpresa!

—¿Mara está bien? —preguntó Jules.

—Sí, Danea y tu hermana están bien —respondió—. Están en las cocinas.

—Voy a verlas.

—¿Qué ha pasado, padre? —interrogó Viktor.

El juez asintió e invitó a su hijo a sentarse en una de las butacas. Entonces se lo explicó todo, sin entrar en demasiados detalles y plagando su relato de maldades, insultos y denuestos contra los anirios. Hizo un recuento de los hombres que habían muerto y despotricó contra los esclavos que él mismo había matado.

—Empieza a amanecer —advirtió el juez, incorporándose—. Es hora de terminar con esto.

Llamó a uno de los guardias y le dio unas instrucciones que Viktor no pudo oír. Luego se giró hacia él.

—Avisa a los demás. Esto nos afecta a todos.

Fuera, las primeras luces del alba bañaban el rostro de decenas de anirios agotados, confusos y aterrorizados. Un centenar de almas en pena perfectamente formadas. La mayoría vestían ropa de cama, salvo dieciséis de ellos, que lucían ropa de trabajo, aunque estaba tan ajada y manchada de sangre que apenas se distinguía. El juez, con el resto de la familia a su lado, se aclaró la garganta y elevó la voz.

—Los sucesos de esta noche son imperdonables. Habéis demostrado ser las bestias que decís no ser. Esos hombres —proclamó señalando a los dieciséis anirios que habían participado activamente en el levantamiento— han atacado a sus amos, han intentado matarnos y, por ello, serán colgados. ¡Ron! —gritó.

Un guardia empujó, uno tras otro, a cuatro esclavos, colocándoles bajo una viga de madera construida sobre un cadalso improvisado de la que colgaban cuatro sogas. Les obligó a subirse a un taburete y colocó la cuerda alrededor de sus cuellos. Viktor observó cómo los anirios se revolvían en su sitio, sin elevar una mínima queja o protesta.

El juez asintió y Ron fue tumbando los taburetes con una patada. Los anirios empezaron a ahogarse. Los ruidos de sus inútiles intentos por coger aire y su pataleo constante revolvieron las tripas de Viktor, que apartó la mirada. A su derecha, se encontró con Jules agarrando el brazo de una Mara de gesto furioso y contraído. Jules le decía cosas al oído, tratando de calmarla.

Cuando los cuatro anirios murieron, Ron y otros dos hombres bajaron los cuerpos y los lanzaron al suelo. Se acercaron a otros cuatro y les obligaron a avanzar.

—Suéltame —oyó decir a Mara.

—No puedes hacer nada —le susurró Jules.

—¡No puedo no hacer nada!

Casi con suavidad, Mara se soltó del agarre de su hermano y comenzó a avanzar en dirección a su padre. Un ligero brote de ansiedad se extendió por el pecho de Viktor.

—¡No deberíamos ahorcarlos! —gritó de pronto Jules. El juez se volvió hacia él, con un gesto contrito de ira—. La ciudad necesita esclavos. Sería una lástima desperdiciar trabajadores de esta forma.

El juez sonrió e hizo un gesto a Ron para que se detuviera.

—Te escucho, hijo.

—En el estado en el que están, mi oficina podría abonarte dos o tres platas por todos ellos. Es mejor que no obtener nada —explicó tras valorar que para su padre dos piezas de plata significaban bien poco—. Y sería un gesto que la ciudad agradecería, estoy seguro.

—¿No quieres que los colguemos? —preguntó.

—Solo digo que quizá podamos sacar algún provecho de esta situación.

—La ley condena con la pena capital a todo hombre culpable de asesinato.

—Lo sé, padre. Pero no son hombres. Solo son anirios —dijo Jules.

Deian sonrió, casi orgulloso por la agudeza de su hijo. Le susurró unas palabras a uno de los guardias y este se giró hacia los anirios condenados.

—Tenéis mucha suerte, pobres diablos. Hoy no os colgaremos. A partir de este momento pertenecéis a la respetable ciudad de Viendavales.

Los doce anirios levantaron la mirada incrédulos, temiendo que aquello no fuera más que una absurda broma que hiciera aún más humillante los momentos previos a su muerte.

—Sacadlos de aquí —dispuso el juez—. Llevadlos a la ciudad y deshaceros de ellos. Y quedaos con el dinero que os den.

Esta vez sí, alguno de los doce anirios esbozó sonrisas de alivio. La misma cara puso Mara, quien volvió al lado de Jules y le susurró un enorme «muchas gracias». Jules le guiñó un ojo y le revolvió el pelo.

—En cuanto al resto —dijo el juez elevando la voz—, sabed que me habéis traicionado. No importa que anoche no salieseis de vuestras casetas. Sabíais lo que iba a pasar y no dijisteis nada. Debería colgaros a todos, pero mi hijo Jules tiene razón. Como bestias sois útiles y sería una estupidez no utilizaros. —Se alejó de su familia y comenzó a deambular entre las líneas de esclavos—. Dieciséis anirios merecían colgar de una viga hoy y sabed que dieciséis colgarán.

En la sexta fila tocó el hombro de dos anirios ancianos y los guardias se los llevaron a rastras, ante la atenta y horrorizada mirada del resto de esclavos. En la tercera fila seleccionó a otro y en la primera a otro más.

—Mara, si le cabreas será peor, en serio. Deja que termine —le aconsejó Jules.

Viktor, por primera vez esa noche, estuvo de acuerdo con su hermano. El juez tenía intención de cambiar la vida de doce chicos jóvenes que ya no le servían para las labores de la plantación por doce ancianos que, desde hacía tiempo, habían dejado de ser útiles. A su forma, el juez siempre ganaba. No solo había conseguido deshacerse de los esclavos más rebeldes, sino que había encontrado la forma de sacrificar a las bestias más improductivas.

Los cuatro ancianos colgaron del cuello y fallecieron, sin que nadie pronunciara queja alguna. Entonces el juez continuó su paseo. Tocó a un par de ancianas de la segunda fila, a un hombre en la tercera y se detuvo frente a la espalda de Cazi. Le puso la mano en el hombro. Temblorosa, la pobre mujer se dio la vuelta, de forma lenta y pausada, aterrorizada ante lo que se avecinaba.

—¿Se… señor? —consiguió balbucear.

—Ha llegado el momento, Cazi. Camina —ordenó el juez, sin mostrar un mínimo de compasión.

—Pero, señor, yo no sabía nada. ¡Se lo juro! —se agarró a los brazos del juez, llorando desesperada—. Le he servido bien. Toda la vida. ¡No puede, no puede!

Güido se arrodilló frente al juez y le agarró las piernas mientras suplicaba por la vida de su madre.

—Lléveme a mí, señor, por favor. Ella no tiene la culpa.

El juez se sacudió los agarres de Güido y señaló a Ron.

—¡Lleve a esta aniria a la palestra!

—¡No! ¡Ya basta!

El desgarrador grito desesperado de Mara retumbó en toda la plantación. Viktor jamás había oído tanta rabia ni tanta determinación en boca de nadie.

—Mara… —dijo Jules.

—¡Cállate, Jules! —le gritó—. ¡Se acabó! ¡Esta locura se termina ahora!

Mara se arrancó a andar y se plantó frente al juez, retándole a desafiar sus palabras.

—Mara, apártate —le advirtió su padre.

—¡Déjala en paz, miserable! —masculló con algo más que odio.

El juez abrió muchísimo los ojos, sorprendido por el insulto, y envío un fuerte bofetón contra la cara de su hija. Mara, como si fuese un movimiento habitual en ella, se agachó, dejó pasar el golpe y lanzó un derechazo directo al estómago de su padre. El juez escupió todo el aire acumulado en los pulmones y cayó de rodillas, frente a su hija.

Tres guardias se apresuraron a agarrar a Mara, pero el juez les disuadió con aspavientos.

—¿Sabes, hija? —dijo levantándose y escupiendo—. No puedes hacer nada para evitarlo. Cazi es mi propiedad. Las leyes de este estado me permiten hacer con mi propiedad lo que yo quiera. ¿Entiendes eso o los años en La Escuela también te han hecho olvidarlo?

Mara cerró los ojos, capturando un par de lágrimas furtivas.

—No dejaré que lo hagas, te lo juro —amenazó.

—Señores, si mi hija intenta evitar que esta mujer sea colgada haced lo necesario para apresarla. Será juzgada y condenada.

—Tú, tú… —balbució ella deshaciéndose en lágrimas y luego, masticando cada palabra que emitía, concluyó—: Si lo haces… si la matas, me iré y jamás volverás a verme.

El juez se acarició el lugar donde Mara le había golpeado y asintió en su dirección.

—Bien —resolvió—. Colgad a esta mujer.

—¡No! —gritó Mara, cayendo arrodillada, la cara anegada en lágrimas, mocos y babas.

A pesar de ello, nadie se detuvo. Los guardias, ignorando los gritos y los llantos, llevaron a Cazi y a los otros tres anirios hasta el cadalso, les colocaron las sogas y golpearon los taburetes. Viktor pudo ver el rostro roto de su hermana cuando la cuerda se tensó y Cazi se ahogó.

Mara se puso en pie, con la espalda erguida, la cabeza levantada y los puños cerrados. Se secó las lágrimas de la cara y comenzó a caminar hacia la casa, hasta perderse en su interior.

—Traigan otros cuatro ancianos —ordenó el juez—. ¡Deprisa! Quiero terminar con esto pronto.

Viktor apartó la mirada cuando los taburetes de los últimos cuatro anirios cedieron. Estaban pasando tantísimas cosas, todas al mismo tiempo, que se sentía incapaz de procesar ninguna de ellas. Únicamente una esquiva emoción de culpa y pesar se iba agarrando a su pecho.

Apenas cinco minutos después de su entrada, Mara volvió a salir, portando una bolsa con ropa arrugada. Se dirigió directamente hacia su hermano Jules, dejó la bolsa en el suelo y le abrazó. Se enganchó a su cuello como si se agarrara a la vida y le dijo algo al oído que Viktor no pudo escuchar. Se separó de él.

—Te echaré de menos.

—Yo también, pequeñaja.

Mara recogió su bolsa y se giró hacia Viktor.

—Tienes una familia estupenda, hermano, y no eres una mala persona. No seas como él. No es más que un asesino.

—¡Mara, ya basta! —dijo el juez a su espalda.

Mara se acercó a su padre. Le clavó una mirada asesina:

—Debí dejar que lo mataran, padre. Ahora apártese de mi camino.

Algo en el tono de su voz hizo que su padre obedeciera sin oposición y Mara se alejó, abandonó la plantación y se perdió en la distancia.

Ylandra. Tiempo de osadía

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