Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 7
ОглавлениеLa plantación Wellington se extendía a lo largo de una decena de hectáreas y se situaba a unas cinco leguas al noroeste del centro de Viendavales. Mara podría haber llegado la noche anterior, pero no le pareció adecuado reaparecer ante su familia desaliñada, con aroma acre a sudor y a punto de caer extenuada. En lugar de eso, y tras su obligado paso por el humilladero para encenderle una vela a los Tres, decidió buscar una habitación en alguna de las posadas de la ciudad, tomar un baño, lavar la ropa, comer y dormir bien y aclarar las ideas antes de ver a su padre.
Gracias a las cartas recibidas, escritas la mayoría por su hermano Jules en representación de toda la familia, Mara sabía que su madre había sido asesinada por un grupo fugado de anirios; que su hermana mayor, Eyra, se había casado con un político local de Porterris, ciudad en la que residía en la actualidad; que su padre, el juez Wellington, se había vuelto a casar con la tercera hija de un importante terrateniente del condado de Helia; que Viktor había sido padre y que Jules era, en resumen, feliz, aunque ni se había casado, ni había engendrado hijos. En sus cartas Mara les hablaba de su vida en La Escuela, de la dureza de los estudios y de la casi crueldad del entrenamiento físico.
Conforme se aproximaba a la plantación, fue reconociendo los alrededores y los recuerdos acudieron en tropel a su mente, hasta el punto de que la felicidad que ya sentía se fusionó con una nostalgia lacrimógena reflejo de unos sentimientos que hacía tiempo había aprendido a obviar. Verse obligada a irse a un lugar desconocido a la tierna edad de once años le había arrebatado no solo a su familia y amigos, sino también su infancia y el futuro que siempre había imaginado. Había llegado el momento de recuperarlo y Mara se sentía expectante.
Llegó a la entrada de la plantación y apuró el paso de su caballo. A lo lejos, divisó la gran casa de blanca fachada, la escalinata con sus columnas y capiteles ornamentados con motivos florales y sus enormes ventanales. Rodeándola se extendían decenas de pobres chamizos de adobe destinados al descanso de los esclavos anirios y un enorme pabellón para los guardias. Un atisbo de insatisfacción relampagueó en su mente al sentir que el tamaño de la casa no era tan imponente como el que guardaba en sus recuerdos. Incluso el parterre, que recordaba bañado de las más variadas y preciosas flores y fragancias, se le antojaba ahora pequeño, gris e insípido. Mara había crecido y, al parecer, el mundo había empequeñecido.
Ató el caballo a un poste y se dirigió a la entrada de la casa. Tiró de una pequeña cuerda y una campanita tintineó en el interior. Una aniria de piel blanca, baja y regordeta, apenas a un paso de la ancianidad, le dio la bienvenida con gesto sumiso y mirada confusa.
—¿Deseaba algo, señorita?
La cara de Mara se ensanchó en una enorme sonrisa.
—¡Cazi! —exclamó—. Soy yo. ¡He vuelto!
—¡Bendito Daxal! —respondió con los ojos iluminados como dos farolillos—. ¿Mara?
Mara se abalanzó sobre ella y la abrazó mientras reía. A Cazi, por el contrario, unas lágrimas empezaron a surcarle las mejillas. Cuando por fin se apartaron, Cazi se secó los ojos con un pequeño pañuelo blanco y se fijó en la persona que tenía frente a ella.
—Por la gracia de los Tres, ¡te has convertido en una mujercita, niña!
La vieja Cazi tenía mucha razón. La niña que se había marchado poco tenía que ver con la persona que ahora regresaba. Su pelo seguía siendo de ese castaño cobrizo, sus ojos continuaban siendo verdes y las pecas de sus pómulos se mantenían firmes en sus posiciones, pero el resto de su cuerpo había madurado. Se había convertido en una muchacha dulce y bonita, igual que antaño hicieran su madre y su hermana.
—Pero entra, cariño. No te quedes ahí en la puerta —dijo Cazi—. ¿Dónde tienes tu equipaje?
—Es solo una bolsa con un par de prendas. No te preocupes, luego lo meto yo.
—¡Tonterías! —desdeñó—. ¡Güido!
Al cabo de unos segundos un chico anirio apareció en la estancia.
—¿Me llamaba, madre?
—Ve fuera y recoge el equipaje de la señorita Wellington, ¿quieres?
—¿La señorita qué?
Güido miró alrededor y se cruzó con la sonrisa de Mara. En sus ojos, una profunda emoción de sorpresa, alegría y lo que parecía ser miedo estalló en apenas un segundo. Mara, al igual que había hecho con Cazi, se abalanzó sobre él y lo abrazó.
—Te he echado de menos —dijo apoyando la cabeza sobre su pecho.
Güido no devolvió el abrazo. Permaneció quieto y tenso, con su mirada de anirio viajando por el infinito.
—¡Qué alto estás! —observó Mara separándose de él, pero sin dejar de agarrarle los hombros.
Al sentir la frialdad de aquel encuentro, que había imaginado de mil y una formas diferentes y nunca como aquella, Mara frunció el ceño y se encogió de hombros.
—Te acuerdas de mí, ¿verdad?
Güido asintió y esbozó una sonrisa triste.
—Sí, señorita Wellington.
¿Señorita Wellington? Güido jamás se había referido a ella de esa forma. Siempre había sido Mara para él. Ni Mara le había tratado nunca como su esclavo, ni Güido se había referido a ella como su dueña. Al parecer, siete años cambiaban muchas cosas.
—El equipaje, hijo.
Güido miró a su madre, asintió y echó a andar, evitando en lo posible la presencia de Mara.
—¿Ocurre algo? —preguntó Mara.
—Sí, que tiene dieciocho años y que cada día está más tonto. No le hagas caso, niña. Ya se le pasará —dijo Cazi—. ¿Quieres comer algo o darte un baño? Mandaré que preparen tu habitación y podrás descansar.
Mara sonrió.
La casa podía ser más pequeña de lo que recordaba y Güido podía haberse olvidado de ella, pero Cazi seguía siendo la misma Cazi, tierna y cariñosa, de siempre. Era imposible no quererla.
—Muchas gracias, Cazi, pero me encuentro bien —dijo Mara—. Estoy bien alimentada y descansada. Me gustaría ver a padre y a los chicos.
—¡Oh, claro, claro! ¡Qué tonta!
—¿Están aquí?
Cazi torció el gesto e hizo un mohín con los labios.
—El señor y la señora salieron temprano. Tenían concertado un desayuno con un amigo de la familia.
—¡Vaya! —se desilusionó Mara—. ¿Y mis hermanos?
Cazi negó con la cabeza.
—Ambos viven en la ciudad ahora. Puede que Viktor venga a comer después con su mujer y la niña.
—¿Y Jules?
—No creo que Jules venga, pero una vez sepa que estás aquí…
—Bueno, no importa.
—Lo siento, niña.
—Da igual. Debería haber enviado una carta, pero quería daros una sorpresa. Creo que sí iré a mi habitación. ¿Podrías avisarme cuando padre llegue?
Mara subió las escaleras, anduvo por el pasillo, entró en la que había sido su habitación y se dejó caer sobre la cama. Abrió los brazos y sonrió al notar que el tamaño del colchón seguía siendo capaz de acoger toda su envergadura. En comparación con el camastro que tenía en La Escuela, apenas lo bastante grande como para no caerse al girar el cuerpo, aquella cama suponía un mundo entero. El dormitorio ni siquiera podía compararlo con el de La Escuela, ya que allí no había podido disfrutar de una estancia individual, reservadas en exclusiva a los aspirantes veteranos y a los maestros.
Al cabo de un rato, Mara se levantó de la cama y paseó por la pieza. Tocó todos los objetos a la vista: peines, tiaras, adornos y complementos. Luego abrió los cajones y finalmente el enorme vestidor. Todos aquellos vestidos, signo inconfundible de la alta sociedad a la que su familia pertenecía, le parecieron recuerdos de una realidad lejana.
El tiempo pasaba y Mara cada vez estaba más aburrida. De no ser porque quería estar en la casa cuando su padre regresara, ya se habría ido a recorrer los terrenos de la plantación como hacía de niña. En lugar de eso, salió de la habitación y fue directa al despacho de su padre. Con cautela, repasó los muebles, fijó su atención en la rodela colgada sobre la pared, recuerdo de los tiempos en los que su padre había comandado las tropas del oeste sobre Cienaguas y, finalmente, se detuvo ante los volúmenes que plagaban los anaqueles, casi todos ellos manuales jurídicos. No tocó nada. Únicamente se permitió leer los títulos impresos sobre los tejuelos y se detuvo cuando uno de ellos captó su atención: Ascenso y caída del gran maestro Aleyn Somerset. Crónica de un traidor. Estaba a punto de cogerlo cuando la puerta se abrió.
—Mara —dijo una voz grave y masculina.
Giró de golpe y sonrió al ver a su padre. Alto, fuerte, con una rala barba blanca, los ojos grises y hundidos; una mata de pelo castaño cada vez menos poblada.
—He vuelto, padre —anunció conteniendo el impulso de abrazarle.
El juez Wellington nunca había destacado por su ternura y Mara no quería incomodarle con un comportamiento inadecuado. En su presencia, la más absoluta deferencia era la única conducta permitida y aceptada.
—Me alegra tenerte de vuelta, hija —afirmó en un tono frío y respetuoso—. No estaba seguro de si volverías durante la Deliberación Bimestral.
La Deliberación Bimestral era el período de dos meses que se les concedía a los aprendices de La Escuela para que pudieran tomar una decisión sobre su futuro. También era la primera vez que los alumnos tenían permitido abandonar los terrenos de La Escuela y volver a su casa o ir allí donde quisieran. Antaño esos dos meses estaban empapados de meditación, simbología y consejo, pero en la actualidad dicho proceso se había desvirtuado.
La deliberación era, en esencia, sencilla. El hasta entonces alumno obligado de La Escuela debía decantarse entre convertirse en aspirante, camino que concluiría con la obtención de la maestría, o abandonar por completo su adhesión a La Escuela y retornar a la vida civil.
—¿Sabes qué es lo que vas a hacer? —se interesó el juez.
—Creo que sí, pero me gustaría escuchar su consejo primero.
El juez asintió y avanzó a través de la sala. Rodeó su imponente mesa de nogal y se sentó en una silla que casi podría confundirse con el trono de uno de los antiguos grandes reyes.
—Tienes dos opciones. Cada camino supone diferentes ganancias y sacrificios. Eso es lo que debes valorar.
—Así es —respondió Mara.
—¿Qué obtendrás si decides volver?
Mara suspiró, se acercó a la mesa de su padre y se sentó frente a él, sobre una silla mucho más humilde.
—La mayor ventaja de continuar como aspirante es la oportunidad de adquirir unos conocimientos y habilidades que no se encuentran en ningún otro lugar. Tendría en mi mano la oportunidad de convertirme en maestra de alguna de las artes más esquivas de toda Ylandra. Mi futuro estaría resuelto y formaría parte de una de las instituciones más poderosas de este país.
—Exageras —dijo el juez—. Es posible que antes de la guerra eso fuera cierto, pero hoy en día, y después de lo ocurrido en Ciudad Gloria, yo no afirmaría tal cosa. La decisión de Aleyn de atacar fue francamente decadente para La Escuela, como imagino sabrás.
Mara podría haber discutido tal afirmación. Su padre tenía razón en que los hechos ocurridos hacía más de una década habían arrebatado un número importante de privilegios a La Escuela, pero no por ello dejaba de ser cierto que el poder de esa institución no descansaba en las concesiones de este u otro gobierno. El verdadero poder residía en el conocimiento de cada uno de sus maestros. No obstante, no deseaba una discusión al respecto con su padre, más aún conociendo su pasado como oficial de los ejércitos comandados por Aleyn.
—De cualquier forma, La Escuela continúa siendo una de las instituciones más respetadas, y pertenecer a ella sería, sin duda alguna, un gran honor —alegó Mara, esquivando el conflicto.
—¿Cuáles son los sacrificios? —preguntó el juez.
—A todos los efectos dejaría de ser miembro de esta familia. Abandonaría el apellido Wellington y lo sustituiría por el de mi mentor, en caso de conseguir alguno. No podría engendrar hijos y mi vida estaría dedicada a los designios de La Escuela. Podría casarme, siempre y cuando el gran maestro otorgara sus bendiciones, pero el matrimonio estaría supeditado a los intereses de La Escuela. Elegir la senda del mesías equivale a entregar tu vida al servicio de algo más grande que uno mismo.
—¿Crees que eso es malo? —cuestionó el juez.
—Creo que es un sacrificio enorme. No soy yo quien debe juzgar la bondad de ese acto.
El juez asintió, satisfecho.
—Tienes razón —refrendó, tamborileando la madera con los dedos—. ¿Qué ventajas tendría quedarte?
—Muchas, creo —respondió—. Por un lado, recuperaría la vida que me arrebataron. Volvería a formar parte de esta familia y podría estar presente en los momentos más importantes. —Se detuvo y en un instante los ojos se le anegaron de lágrimas—. Sentí mucho no poder estar cuando madre…
—… fue asesinada —concluyó el juez—. No tuviste opción, hija. Es uno de los sacrificios de los que hablabas. La Escuela no deja lugar para la familia. A todos nos hubiera gustado tenerte aquí, pero entendimos que era imposible.
—Aun así, lo siento.
—Gracias por decirlo. Esos asquerosos anirios no tienen rastro de conciencia o humanidad. Jamás entenderé las sociedades abolicionistas. Son solo un reflejo de la cobardía que yace en los corazones de los hombres —expresó antes de caer en la cuenta de la persona que tenía frente a él—. Espero que La Escuela no te haya convertido en uno de ellos, Mara.
El tono en el que pronunció ese último indicio de acusación hizo que Mara meditara cuidadosamente su respuesta.
—En La Escuela no existen esclavos, padre —explicó, consciente de que ni apoyaba ni desmentía su acusación.
—Sí, lo sé. Incluso hay maestros annos.
El vello de Mara se erizó al escuchar aquella palabra. Dicha en un contexto inadecuado, lejos del oeste, por supuesto, podría convertirse en motivo de lucha e incluso de muerte. No se trataba solo de unas cuantas letras colocadas en un orden determinado, era el término que mayor odio y repugnancia transmitía. Resultaba ofensivo como ningún otro y, a pesar de estar en la casa de un esclavista convencido, en el estado más restrictivo en cuanto a los derechos de los anirios se refería, a Mara le pareció una completa falta de educación y respeto decir aquello.
—No debería utilizar esa palabra, padre —se atrevió a reprenderle.
—¿Por qué? —replicó él, envalentonándose.
—Es demasiado dañina.
El juez se levantó de su asiento, rodeó la mesa y se plantó frente a su hija.
—Son peores que animales, Mara. Tú no viste el cadáver de tu madre. Ella siempre les trató bien, les alimentó y redujo los castigos a algo casi irrisorio y, a pesar de ello… —dijo, rememorando un recuerdo doloroso—. Dos asquerosos annos la raptaron por miedo a que les delatase. La golpearon repetidas veces y la violaron antes de ser encontrados y ejecutados. —Escupía odio en cada palabra—. Fue torturada y violada. Son bestias, y la única forma de convivir con las bestias es domarlas. Así que no vuelvas a recriminarme el uso de ninguna palabra, y menos aún en mi casa, en mi despacho, sentada en una de mis sillas. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, padre —concedió Mara con la cabeza inclinada.
—De acuerdo, entonces. Bien, estabas hablándome de las ventajas de no regresar a La Escuela.
—Sí —retomó Mara entre susurros—. Con la educación que he recibido me aceptarán en cualquier universidad de Ylandra. Podré estudiar lo que quiera y no tendré que preocuparme por el dinero. Todo el mundo sabe que a los aprendices que abandonan la senda les financian los estudios.
—¿Desventajas?
—Ninguna. No tendré ataduras. Seré libre. Podré hacer lo que quiera.
El juez juntó las manos y las apoyó sobre su barbilla.
—¿Y bien? ¿Sigues necesitando mi consejo?
Mara se encogió de hombros y luego asintió.
—Quédate —demandó el juez, tajante—. Te hemos echado de menos y a todos nos gustaría que te quedaras. Verte marchar fue una de las cosas más duras que esta familia se ha visto obligada a soportar y, como bien dices, aquí te espera un buen futuro.
Mara asintió. Lo cierto es que había decidido quedarse o, para ser más exactos, no había tenido que decidir nada, porque la opción de no regresar ni se la había planteado. Pero en ese momento, tras las palabras racistas de su padre, se sentía desesperanzada.
—Antes me has dicho que ya tenías tomada tu decisión —apuntó el juez. Mara le miró, apretó los labios con fuerza y dijo:
—Me quedo, padre. Creo que es la mejor opción para mí.
—Yo también lo creo. —El juez se puso en pie—. Acompáñame, quiero presentarte a tu madrastra. Creo que os llevaréis bien.