Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 12
ОглавлениеEl único que entre el escándalo vio a Jules marcharse fue Viktor. En silencio negó con la cabeza y le juzgó. Aún sufría cuando escuchaba a su padre despotricar por la conducta de su hermano, pero cuanto más tiempo transcurría más de acuerdo estaba con las palabras del juez. Esa noche ni siquiera se había dignado a saludar, ya no a él, sino a su mujer y a Danea. La única persona de la familia con la que parecía seguir manteniendo una buena relación era Mara, y únicamente porque había estado fuera los últimos siete años. Solo era cuestión de tiempo que también se distanciara de ella. Su hermano estaba empeñado en quedarse solo y a Viktor le costaba comprender sus motivos.
Su padre le hizo un gesto para que se aproximara y Viktor obedeció al instante, dejando atrás a Neire y a Danea.
—Señoras, caballeros —dijo Viktor incluyéndose en el grupo—. Un discurso fantástico, si me permite el cumplido, comandante.
—Gracias, señor…
—Wellington —respondió Viktor.
—Mi hijo, comandante —intervino su padre.
—Un placer conocer al hijo de un oficial tan respetado.
—¿Se conocían? —preguntó Viktor extrañado.
Su padre tenía cincuenta y dos años y el comandante no debía sobrepasar los cuarenta.
—Por supuesto. Estuve a las órdenes del comandante Wellington en el asedio de Cienaguas.
—Pero se perdió la batalla —dijo el juez.
—Sí, me reclamaron en otro lugar, señor. Me hubiese gustado participar. Oí que fue digna de una canción.
Viktor se sintió inseguro al no ver la oportunidad de intervenir en la conversación. Deseaba destacar, pero era difícil hacerlo cuando dos hombres comenzaban a hablar de sus glorias pasadas. Por suerte, en ese momento, otro nutrido grupo de personalidades se aproximó, abriéndose un hueco. Entre ellos se encontraban el gobernador, el alcalde, la representante de La Escuela en el oeste, la señorita Annelyn Vyvas y el señor Dreider, un importante terrateniente vecino de su padre con aspiraciones políticas. Hubo un momento de saludos y presentaciones y luego todos ellos alabaron el discurso del comandante, para regocijo suyo.
—¿Entonces ha venido usted a Viendavales solo para el Día de la Liberación, comandante? —preguntó el señor Dreider.
—En realidad hace un mes que estoy destinado en la ciudad, señor.
—¿Destinado? —se sorprendió el juez.
—Así es. Corren rumores de un hombre que está envalentonando a los anirios. Hasta la fecha creemos que ha asesinado a diecisiete tratantes de esclavos, casi todos en poblaciones de la costa. Incluso hay quien dice que está formando un ejército.
—Yo no le daría tanto crédito —intervino el gobernador—. Solo es un asesino con la cara cubierta. El resto no son más que rumores, comandante.
—Y a pesar de ello, aquí estoy.
—Me gusta atajar los rumores antes de que se conviertan en algo más serio.
—Una sabia estrategia.
—He oído hablar de ese hombre —dijo la señorita Vyvas con el encanto propio de una belleza casi dolorosa.
Annelyn Vyvas era una mujer influyente y poderosa, gracias en parte a sus espléndidas habilidades para desenvolverse en sociedad y en parte a la fortuna heredada de sus padres, unos acaudalados mercaderes fallecidos durante la guerra. Era, por lo demás, rubia, de piel clara, lisa y perfecta, ojos azules, nariz fina y con una sonrisa capaz de calmar a cualquier bestia. Viktor no sabía qué más era lo que poseía, pero cuando Annelyn hablaba el resto callaba y escuchaba.
—Oí que se referían a él como «Inferus» —comentó Annelyn—. Me pareció un nombre muy dramático. Si me permite, gobernador, debo decirle que no estoy del todo de acuerdo con usted. Ese hombre, sea quien sea, está adquiriendo demasiada notoriedad. Los anirios podrían envalentonarse, como bien ha dicho el comandante. Quizá incluso podrían hacer estallar una revolución.
—Tonterías, señorita —intervino el juez—. Eso no ocurrirá nunca. Esos anirios no tienen la capacidad de hacer algo así. No poseen ni el valor, ni la inteligencia, ni la habilidad.
—¿Qué piensa usted, comandante? —preguntó la maestra Lumeni.
—Para serles sincero, y dado que nací en el sur y crecí en el centro, no estoy muy familiarizado con la esclavitud y no sé qué esperar de los anirios. Tiendo a esperar lo mejor, mientras me preparo para lo peor. De momento, ese hombre, el tal Inferus, no supone riesgo alguno para el oeste, pero conviene no subestimar a un enemigo solo porque juzguemos débiles sus inicios.
—Bien dicho —dijo el señor Dreider.
—¿Entonces ha comprado ya a su primer esclavo, comandante? —preguntó Viktor.
—Esclava, joven —respondió—. Resulta una experiencia muy interesante la de ser el propietario de una persona.
—De un anirio —le corrigió el juez.
—¿La ha traído? —se interesó el señor Dreider.
—Así es.
—¿Podría verla? —pidió, ante el asombro del comandante—. Verá, uno de mis negocios es la trata de anirios y conozco las fraudulentas tácticas que utilizan los mercaderes de esclavos cuando vienen compradores de fuera. Solo deseo estar seguro de que ha obtenido justo lo que ha pagado.
El comandante asintió, levantó el brazo y chasqueó los dedos. Al cabo de unos segundos, una aniria apareció a su lado.
—¿Deseaba algo, señor? —se ofreció mirando al comandante a los ojos.
—El señor Dreider quiere examinarte, Niara. Teme que haya podido ser víctima de una estafa.
—Yo no diría tanto —dijo el señor Dreider mientras escrutaba a la aniria.
El comandante miró a su esclava y frunció el ceño, como si le estuvieran faltando al respeto. El resto, incluso la maestra Lumeni, actuaban con total naturalidad, como si auscultar a una persona en público fuera algo rutinario.
El señor Dreider agarró las muñecas de Niara, les dio la vuelta y repasó los brazos con la yema de los dedos índice y corazón.
—Buenos músculos —opinó.
Niara era una aniria de no más de dieciocho años, estatura baja y cuerpo enjuto. Tenía los ojos rasgados y, además de las pupilas, en el ojo derecho aparecían dispersas unas motas de negro iris.
—Mestiza —observó el señor Dreider mirándole los ojos.
—¿Supone algún problema? —preguntó el comandante.
—Ninguno.
Continuó explorándola, agarró su cara y la giró de un lado a otro, deteniéndose en las orejas y en el cuello. Luego descendió y le agarró los pechos, como si los pesara. Continuó bajando hasta las caderas y las apretó. Durante todo el proceso, Viktor vio sorprendido cómo la esclava iba poniéndose cada vez más tensa. Era la primera vez en su vida que veía a un esclavo alarmarse ante un examen físico.
—¿Cuánto pagó por esta aniria? —quiso saber el señor Dreider.
—Treinta y dos piezas de plata.
—Es una locura de precio, pero no temo equivocarme al asegurar que nadie le ha estafado, comandante. Es un magnífico ejemplar.
—Gracias, señor.
El señor Dreider asintió y volvió a girarse hacia la aniria, que le miraba amenazante.
—¿Qué demonios estás mirando? —cuestionó en un tono completamente contrario al que había utilizado hasta entonces.
Sin saber de dónde había salido, Viktor vio el dorso de una mano golpear la cara de aquella aniria. Niara se tambaleó y se llevó la mano al labio, de donde comenzaban a emanar gotas de sangre.
—Ve fuera y espérame en la berlina —ordenó el comandante, serio y furioso. Niara le miró con odio en los ojos—. ¡Ya!
Niara, temerosa de recibir un segundo golpe, obedeció.
—¿De dónde demonios ha sacado a esa aniria? —preguntó el juez—. ¡Qué carácter!
—Discúlpenme todos, por favor —dijo el comandante—. Como usted ha dicho, señor Dreider, es un magnífico ejemplar, pero necesita disciplina.
—Ya lo creo —intervino el juez.
Viktor estaba impresionado, no por la escena que acababa de vivir, sino por la velocidad con la que el comandante había lanzado aquel golpe. El movimiento parecía no haber siquiera existido.
—Pero, por favor, caballeros, no desearía continuar acaparando la atención —añadió el comandante—. Cuéntenos, gobernador, el año que viene es año electoral. ¿Tiene ya preparada su estrategia para la campaña?
El gobernador se sonrojo y sonrió. Un hombre de aspecto afable y saludable, a pesar de su avanzada edad.
—Lo cierto es que sí —confesó—. Pienso retirarme.
A Viktor se le paró el corazón y supuso que lo mismo le habría ocurrido a su padre. Sin embargo, el resto del grupo acogió la noticia sin sorpresa.
—Es un buen gobernador, señor —dijo el juez—. Me apena oír que se retira.
—Se lo agradezco, Deian. De veras. No ha sido una decisión sencilla, pero creo que es la correcta. He gobernado durante tres legislaturas seguidas. Diecisiete años. He visto la guerra, la transición y la paz, y he tratado de aportar todo lo que he podido.
—Lo ha hecho bien. Siempre tendrá mi apoyo, señor —comentó Shanti Roshan, alcalde de Viendavales.
—¿Apoyará a algún sucesor, gobernador? —preguntó la señorita Vyvas.
—Así es. —El gobernador miró hacia el alcalde—. No creo que exista una persona mejor que el señor Roshan para dar continuidad a este gobierno.
—¡Felicidades! —exclamó Viktor.
La elección de un sucesor era una antigua tradición practicada a lo largo y ancho de toda Ylandra. El elegido solía disfrutar de las influencias y los apoyos de su antecesor, con lo que en la mayoría de las ocasiones terminaba ganando las elecciones.
—Espero que el señor Roshan pueda contar con el mismo apoyo que ustedes me han brindado durante estos años —sugirió el gobernador.
El grupo asintió, felicitó al alcalde y se perdió en alabanzas algo desmesuradas. Salvo el comandante, que en ese momento parecía estar fuera de lugar, el resto demostraron poseer unas habilidades políticas sutiles y extraordinarias. Todos los comentarios que se hicieron sobre la elección del gobernador quedaron suspendidos en un mar de ambivalencia, donde cualquier interpretación pudiera ser bien encajada.
La conversación sobre estrategia política se prolongó durante la siguiente media hora y Viktor, incapaz de captar las sutilezas de aquel enrevesado juego, comenzó a perder el hilo y a aburrirse. Aprovechó un momento de silencio para, previa disculpa, alejarse de ese grupo. De camino al lugar en el que Neire y Danea compartían chismes con otras señoras, se encontró con algunos jóvenes a los que conocía desde la infancia. Se detuvo a su lado y saludó.
Habían sido buenos amigos y compartido algarabías durante más de una década, pero todo había sido antes del enlace matrimonial de Viktor. Desde entonces, se habían distanciado. A pesar de ello, recibieron a Viktor con el buen humor acostumbrado y le permitieron participar en una conversación destinada a categorizar a las jóvenes del resto de la sala. Disfrutó de la charla hasta que una aniria se acercó portando una bandeja con copas de vino y otros licores. Declinó el ofrecimiento, pero eso no evitó que su mente vagara por los sinsabores de un placer prohibido. Cuando empezó a notar el sudor frío escalando su espalda, decidió que era suficiente.
—Creo que deberíamos irnos —le dijo Neire en cuanto llegó a su altura.
La mirada de Viktor cruzó el salón hasta dar con su padre.
—Marchaos vosotras. Ford está fuera con la berlina. Danea, si quieres podemos llevarte a la plantación.
—¿Y tú?
—Esperaré a padre. Tal vez me necesite.
Durante el resto de la velada, mientras los invitados iban marchándose, el juez ni siquiera percibió su presencia. Estaba a punto de irse por fin cuando sus ojos se cruzaron con el cuerpo repantingado y la mirada perdida en brumas de hastío y aburrimiento de Mara. Se acercó a ella.
—Pensaba que te habías marchado.
—No estoy segura de si mi marcha infringiría algún tipo de inútil norma protocolaria, pero no me apetece averigüarlo. ¿Crees que padre tardará mucho en querer irse?
—Apenas quedan unos pocos grupos de invitados. Imagino que nos iremos pronto. ¿En La Escuela no hay protocolos?
Mara levantó la cabeza y se encogió de hombros.
—Hay normas, por supuesto. Pero son… diferentes.
La atención de Viktor se diluyó cuando vio que el gobernador Barbrow y el alcalde Roshan abandonaban el salón. Interrumpió la explicación de Mara y empezó a avanzar hacia su padre. Se detuvo al ver que la señorita Vyvas invitaba a este y al señor Dreider a acompañarla. Avanzaron por el salón y se perdieron a través de una puerta que se confundía con los tapices que decoraban las paredes.
—¡Perfecto! —masculló Viktor.
Para cuando su padre volvió a salir, apenas sí quedaba nadie en la fiesta. Los anirios habían ocupado el salón y se afanaban en recoger las copas de cristal, las bandejas con los tentempiés, los adornos florales y demás. Viktor percibió la preocupación en el rostro de su padre, esperó a que se hubiera despedido del señor Dreider y se acercó a él.
—¿Todo bien, padre?
—¿Solo quedas tú?
—Creo que Mara nos está esperando fuera.
Deian esbozó un ligero gesto de disgusto y se acercó a su hijo. Le puso la mano en el hombro.
—Voy a necesitar tu ayuda, hijo —dijo el juez—. He tolerado la actitud impertinente, infantil e irrespetuosa de tus dos hermanos, pero debo conseguir que cambien. Muy pronto todos los ciudadanos de Viendavales se fijaran en mí y, por extensión, en toda nuestra familia, y no me puedo permitir sus desmanes ni su incorrección.
—¿Ocurre algo, padre?
—Con la retirada del gobernador Barbrow, las piezas de la política se están moviendo. Se avecinan cambios. —El juez fijó su mirada en la de su hijo y asintió—. Hay mucha gente que no desea que Roshan se convierta en el nuevo gobernador de este estado.
—Creí que le caía bien.
—Voté a Roshan en las últimas elecciones, sí, pero la señorita Vyvas tiene razón en una cosa. Las políticas del oeste, desde que terminó la guerra, han estado dirigidas a cerrar heridas y construir estabilidad. La labor de Barbrow en lo que respecta a estos objetivos ha sido intachable, pero la guerra empieza a verse como algo lejano. Es el momento de que el oeste deje de hacer concesiones a la república. Es el momento de que dejemos de ceder competencias y de que este estado se sitúe en el lugar que le corresponde. Si Roshan se convierte en gobernador tendremos otros seis años de políticas continuistas y no conseguiremos nada. Es el momento de cambiar.
—¿Va a presentarse a gobernador? —preguntó Viktor incrédulo.
—El señor Dreider se presentará al cargo de gobernador. Yo trataré de ocupar el puesto de Roshan, aquí, en Viendavales. Y necesito que toda mi familia lo apoye y se comporte como es debido. Por eso necesito tu ayuda.