Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 17

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Habían atacado dos plantaciones y cuatro granjas, de forma coordinada, armados con espadas, hachas, rastrillos, azadas y algún que otro arma de proyectiles. Rommel había estado en el centro de la acción desde las cuatro y media de la madrugada, cuando acudió a la granja Dreider, el único lugar en el que los amos habían sido asesinados. Envió hombres a investigar al resto de lugares, pero supuso que tanto la granja Dreider como la plantación Wellington pertenecían a personajes lo bastante ilustres y relevantes como para tener que ser él mismo quien asistiera en persona.

El amanecer se le estaba echando encima y aún no había terminado de realizar sus pesquisas en la granja Dreider. Al igual que en el resto, los anirios habían atacado los puestos de los guardias y capataces al sonar las tres campanadas, pero Rommel estaba convencido de que los señores habían sido asesinados antes de esa hora. Ambos habían muerto en la cama, de un corte recto, profundo y habilidoso en el cuello. Los anirios supervivientes interrogados habían declarado que al llegar a la casa los amos ya estaban muertos. Además, sus hombres habían encontrado otra cosa bajo la cama. El grueso eslabón de una cadena de hierro. Algo con lo que ya se habían topado otras dos docenas de veces, siempre junto a los cadáveres que dejaba a su paso el Inferus.

Una vez todos los anirios hubieron sido interrogados y la casa registrada, Rommel dio instrucciones a sus hombres de marchar. Mantuvo una breve conversación con un alguacil de la ciudad y puso rumbo al este.

Montaba un semental tordo de pura raza, una bella y veloz bestia de las tierras del sur. Los hombres que lo seguían iban a pie, por lo que debía mantener el caballo a paso lento. Era deseo de Rommel que los soldados a su cargo pudieran verlo como un oficial afín a ellos, por lo que, en un gesto de deferencia, había abandonado su habitual uniforme blanco y dorado de la república para lucir los colores característicos del Estado del Oeste. Se componía de una casaca de telas nobles teñidas de morado con una solapa vuelta de color cobalto, guarnecida por ambas caras con un galón de oro de una pulgada, con dos hileras de siete botones dorados repartidos a igual distancia en el pecho. En los hombros se localizaban dos charreteras de oro y del derecho descendía un cordón que simbolizaba su grado de comandante. Debajo de la casaca, Rommel vestía un ajustado chaleco de cuero, más propio de un soldado raso, y era esa piel sobre la que había decidido colocar la única insignia que alguna vez se permitía lucir: un tridente que Aleyn le había dado tras la pacífica rendición de las tropas lideradas por el maestro Izan.

Conforme avanzaba, el pelotón se cruzó con una joven sentada en el borde del camino, las rodillas abrazadas y la cabeza escondida. Al acercarse, Rommel se percató de que estaba llorando. Acercó su caballo y se inclinó sobre él.

—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó.

Mara levantó la cabeza, se enjugó las lágrimas y miró a Rommel con la cara ahogada en tristeza.

—Eres la hija de Deian Wellington, ¿verdad?

El mismo Deian se la había presentado poco antes durante la velada en un encuentro algo atropellado y fugaz. Sin embargo, su aspecto actual parecía ser el de poco más que una mendiga, con ropa gastada y el pelo enredado. Nada que ver con el bonito vestido y el cuidado peinado que lucía la noche anterior.

—Ya no —respondió Mara.

—¿Cómo dices? —cuestionó Rommel creyendo haber oído mal—. Te llamas Mara.

—Sí.

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

Rommel permaneció en silencio al sentir la hostilidad que emanaba de aquella mujercita.

—Nos dirigimos a la plantación Wellington. ¿Quieres acompañarnos?

—No —respondió.

Mara se puso en pie, terminó de limpiarse la cara y se echó la bolsa al hombro.

—Puedo ordenar a uno de mis hombres que te acompañe a algún otro lugar, si quieres.

—¿A Lanti’s Cloe? —preguntó Mara sarcástica.

—Entiendo —dijo Rommel—. Le deseo buen viaje, señorita.

—Gracias. Ojalá pudiera decirle lo mismo. Buenos días.

Cuando llegaban a la entrada de la plantación vieron salir tres carros tirados por burros. El primero de ellos llevaba una carga tapada con mantas, pero los otros dos la portaban al descubierto. Decenas de anirios muertos, con los ojos abiertos para que todo el mundo supiera cómo tratar esos cuerpos, temblaban con el traqueteo de las ruedas, unos encima de otros. Rommel se extrañó al ver una cantidad demasiado grande de ancianos entre los cadáveres. Detuvo su caballo y observó su lento avanzar, con las mandíbulas apretadas y apenas un cabeceo horizontal de su cabeza. Cuando los carros se hubieron alejado, Rommel reanudó la marcha.

—¡Eh, eh! ¡Alto ahí! —ordenó un corpulento hombre que custiodaba la entrada de la plantación.

—Soy el comandante Rommel Edvard, señor. Me encargo de investigar el levantamiento.

—¿Investigar? —El hombre escupió al suelo—. ¿Qué hay que investigar? ¡Esos perros se han vuelto rabiosos! Unos cuantos latigazos y solucionado. No son más que animales.

—Preferiría discutirlo con el señor Wellington, señor.

—El patrón está ocupado.

Rommel saltó de su caballo y se acercó al hombre. Era más alto, esbelto y fuerte que su interlocutor.

—Discúlpeme, señor —dijo Rommel—. Soy el comandante Rommel Edvard, al cargo de la investigación de los sucesos de esta noche. Si no se aparta de mi camino, yo mismo lo prenderé por obstrucción a la justicia. Pasará la noche en el calabozo y yo, personalmente, elegiré a sus compañeros de celda.

El hombre ni lo dudó. Se apartó, disculpándose con Rommel, y le indicó el camino hasta la casa.

—¡Soldados, desplegaos por la granja e interrogad a los anirios! Ya conocéis la información que estamos buscando. Yo hablaré con el patrón y le diré que ordene a sus trabajadores que os den el apoyo que necesitéis. ¡Vamos!

Los soldados se dispersaron en grupos de tres personas y Rommel se quedó a solas con un oficial de grado medio.

—Conozco al señor Wellington, Gael. Es un hombre serio y un tanto irascible. Ante todo, deja que sea yo quien hable.

—Por supuesto, señor.

A pesar de lo que había ocurrido durante la noche, Rommel percibió cierta normalidad cínica en el ambiente. Los anirios trabajaban en el campo mientras los guardias y capataces les vigilaban, gritaban y humillaban. Frente a la casa había un anirio de no más de dieciocho años amarrado a un poste, con la mirada perdida y la ropa hecha jirones.

Rommel y el capitán Gael dejaron los caballos amarrados y se dirigieron hacia la entrada de la casa, en la que un par de hombres se esforzaban por colocar una pesada puerta mientras otro les observaba.

—¡Señores! Soy el comandante Rommel Edvard. ¿Podría hablar con el señor Wellington?

—El señor está descansando ahora mismo, comandante. Ha sido una noche larga y no quiere ser molestado.

Aquel hombre, a diferencia del guardia de la entrada, parecía educado y respetuoso. Solo un empleado obedeciendo las órdenes de su patrón. Rommel rehusó sacar a lucir sus galones y se decantó por la persuasión.

—¿Qué hace ese anirio atado al poste? ¿Es uno de los atacantes?

—¿Ese? No, no. Ese es un mierdecilla sin valor para hacer una cosa así. Trabaja en la casa, bajo el servicio directo del señor Wellington, pero hoy se ha negado a trabajar.

—¿Se ha negado?

—Sí. Pero ya se le pasará. En cuanto le entre hambre o sed. ¿Me oyes, Güido? ¡No vas a comer ni a beber hasta que vuelvas al trabajo! —dijo alzando la voz. El esclavo ni siquiera hizo mención de oírle—. Tiene una rabieta, nada más.

—¿Y eso?

—Su madre. La hemos colgado hace un rato.

—¿A su madre? ¿Participó en el ataque? —preguntó Rommel extrañado.

—No. A esos hijos de mil padres los hemos vendido al gobierno de Viendavales. Son buena mano de obra y no creo que la ciudad les trate muy bien. A los ancianos los colgamos para compensar. Así sus hijos aprenden a no rebelarse.

—Una estrategia interesante —comentó Rommel.

—Además, esos viejos ya no valen para el trabajo. Se pasan todo el día fingiendo que hacen algo. Con tanto tiempo libre no me extrañaría que fueran ellos los que han montado esto.

—Siento disentir, señor. Sabemos muy bien quién ha planeado esto.

—¿Sí? ¿Quién?

—Es una de las cosas que desearía comentar con el señor. ¿Está seguro de que no preferiría interrumpir su descanso y dedicarme unos minutos?

El hombre dudó un momento y después sonrió a Rommel.

—Sí, creo que el juez estará dispuesto a escucharlo. Iré a llamarle. Ustedes pasen y esperen en el salón.

Rommel y el capitán Gael entraron y avanzaron, fijándose en los restos de sangre seca y en el hachazo sobre la pared.

—Comandante Edvard —saludó Deian—. Capitán.

—Disculpe que hayamos interrumpido su descanso, señor.

—No se disculpe, comandante. A decir verdad, me preguntaba cuándo llegaría.

—Nos han tenido ocupados en la granja Dreider —se excusó Rommel—. He oído que acabó usted personalmente con tres de ellos.

—Sí. Aquí mismo.

—Me alegra ver que aún puede luchar tan bien como hace años.

—No tan bien, me temo —dijo señalándose el brazo entablillado—. ¿Qué noticias trae, comandante?

El juez les invitó a él y al capitán a tomar asiento e hizo lo propio. Se sirvió un vaso de whisky y ofreció uno a ambos hombres, quienes lo rechazaron con educación.

—¿Qué sabe? —insistió.

—No mucho, aún —admitió Rommel—. Han atacado cuatro granjas y dos plantaciones y han asesinado a los Dreider.

—Lo sé. Esos annos

—Creemos que no han sido ellos, la verdad.

El juez frunció el ceño y tomó un sorbo de whisky.

—¿Quién, si no?

—El Inferus —respondió Rommel—. Encontramos un eslabón de hierro junto a los cuerpos. Deja siempre uno en sus escenas. Lo que no sabemos es cómo ha conseguido organizar todo esto ni de dónde ha sacado las armas. Estamos interrogando a todos los anirios. Esperamos que alguno de ellos nos diga cualquier cosa que nos ayude a llegar hasta él.

—¿Han conseguido algo ya? —preguntó el juez.

—Aún no. En la granja Dreider todos los esclavos apuntaban a uno de los anirios abatidos. Ninguno sabía nada de ningún Inferus. Tengo hombres en otras cuatro granjas y he ordenado a los soldados que me acompañaban interrogar a sus esclavos. Espero que no le importe.

—Desde luego que no, comandante. Pero no le servirá de mucho. Colgamos a cuatro de los atacantes que sobrevivieron y vendimos el resto a la ciudad. Imagino que podrá localizarlos e interrogarlos.

—Lo haremos. Gracias —dijo Rommel—. También ejecutó a otros doce anirios ajenos al levantamiento.

—Así es —afirmó Deian con firmeza—. ¿Ocurre algo?

—No, señor. ¿Le importaría que interrogara al esclavo atado al poste?

—¿Güido? ¿Cree que podría saber algo?

—No lo sabré hasta que le interrogue. Necesitaría que le quitarán las cadenas.

—Mis hombres le ayudarán —aseguró el juez poniéndose en pie—. ¿Me mantendrá informado de sus avances?

—Por supuesto, señor. Espero que se recupere pronto —dijo al tiempo que se despedía con un respetuoso apretón de manos.

Afuera, los hombres del juez, bajo el mando de Rommel, soltaron las cadenas de Güido y lo llevaron a un lateral de la casa. Lo dejaron sentado en un taburete improvisado y llevaron una silla para que Rommel pudiera sentarse frente a él.

—¿Revisaron el chamizo donde dormía? —preguntó, y uno de los guardias asintió—. ¿Y bien?

—Encontramos un libro y una especie de esfera de cristal.

—¿Una esfera de cristal?

—Sí, algo muy raro. Seguro que lo encontró por ahí tirado y decidió cogerlo.

—¿Sabe leer? —interrogó entonces Rommel, señalando al esclavo.

—¿Ese pobre diablo? Dudo mucho que sepa limpiarse el culo. No, ¡qué va! Roban los libros y luego intentan venderlos. Algunos aún creen que algún día podrán comprar la libertad.

—Ya veo. ¿Podría enseñarme la esfera?

—Claro, señor.

El hombre se marchó y Rommel se fijó en el anirio al que estaba a punto de interrogar. Parecía completamente deshecho, como si la vida, la muerte, el dolor o el sufrimiento le fueran ajenos. Era un cascarón roto que se había vaciado.

El hombre regresó y colocó la esfera de cristal en la mano de Rommel.

—Gracias. Puede irse.

Rommel observó la esfera, de color negro, la giró a ambos lados y se encogió de hombros, guardándosela en el bolsillo. Se sentó frente al esclavo.

—Necesito hacerte unas preguntas, chico —dijo Rommel—. ¿Sabías algo de lo que iba a pasar esta noche?

Güido permaneció en silencio, sin apenas ser consciente de lo que ocurría.

—¿Sabes quién ha organizado el levantamiento?

Güido continuó inmutable.

—¿De dónde sacaron las armas?

Rommel aplaudió frente a la cara del esclavo, airado, pero sin conseguir la menor reacción. No le importaba ser azotado, ni golpeado, ni asesinado. No tenía miedo. No era la primera vez que Rommel presenciaba ese estado.

Decidió probar otra estrategia. Rebuscó en uno de los bolsillos, sacó una manzana y le dio un mordisco. Aquello provocó que Güido levantara la cabeza un segundo y Rommel le lanzó la pieza de fruta. Güido la cogió al vuelo y permaneció a la espera, con una pregunta plasmada en sus ojos.

—¡Adelante, come! —le animó Rommel—. No tienes de qué preocuparte.

Güido le dio un mordisco, masticó y tragó. Luego le dio otro y otro.

—Oye, chico, necesito información sobre lo que pasó anoche.

Güido le miró y negó con la cabeza, cerrando los ojos.

—No oíste a ningún otro esclavo hablar de ello.

—No. Yo trabajo en la casa. No hablo mucho con los demás esclavos.

—Ya… ¿Has oído alguna vez hablar del Inferus?

Güido entrecerró los ojos, le dio un último mordisco a la manzana y la dejó caer al suelo. Volvió a su estado anterior de ausentismo.

—¿No quieres trabajar? —preguntó entonces Rommel—. Si no trabajas, tarde o temprano a ti también te matarán.

Güido se encogió ligeramente de hombros. Rommel asintió y se levantó.

—Bien —dijo antes de marcharse.

Ordenó a uno de los guardias que volvieran a prender al esclavo y les pidió que le indicaran cómo llegar al chamizo donde vivía. Una vez allí, se sentó sobre el camastro de aquel pobre diablo, sacó la esfera que le habían encontrado y la escondió bajo la cama.

Ylandra. Tiempo de osadía

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