Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 18

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El viaje estaba siendo duro y aburrido. Su única compañía era un buen soldado, de esos que apenas hablan y nunca se distraen. Después de ocho años sin contacto humano, a Aleyn le hubiera gustado una compañía con la que, al menos, pudiera compartir alguna broma o anécdota. Dudaba de que su acompañante entendiera el significado de esas palabras.

Kevyn era un chico rubio y alto, de facciones masculinas y mirada profunda. Por cómo se movía y cabalgaba, Aleyn tenía claro que tenía buena mano para el combate, aunque su mejor arma era la lealtad. Seguía las órdenes de sus superiores sin dudas ni cuestionamientos. Era todo lo que un general podía desear de sus subordinados y eso a Aleyn le sacaba de quicio, más aún cuando iba directamente en contra de sus intereses y su propia vida.

La conversación con Nuza había sido breve e intensa y decenas de cuestiones relevantes habían quedado en el aire. Aleyn había acudido a Kevyn para que le informara de algunas de ellas. Le había preguntado acerca de la supuesta verdadera historia de los Tres, de la profecía que anunciaba su regreso y de todos los demás cuentos de los que Nuza había hablado, y todas las preguntas se habían estrellado contra la misma pared:

—El consejo le hablará de ello cuando lleguemos, maestro.

Así pues, habían descendido desde el bosque de Odris, cruzado el río Tíjer y puesto rumbo al extremo oeste de la Cordillera Quebrada evitando cualquier núcleo de población y sin apenas nada de conversación.

Aleyn recordaba las campañas militares, cuando, después de una larga jornada de marcha, montaban el campamento, cocinaban, repartían la pitanza entre los soldados y bebían, cantaban y peleaban hasta caer rendidos frente a un camastro improvisado. Aun cuando la muerte viniera a visitarte al día siguiente, aquello merecía la pena.

Durante los nueve días que tardaron en llegar a la fortaleza, Aleyn solo consiguió atravesar la barrera de aquel chico una vez. Después de darse por vencido en la tarea de sustraer algo de información útil de aquel muchacho, de probar con anécdotas y bromas con idénticos resultados y de que ni siquiera una reflexión filosófica despertara en lo más mínimo la curiosidad de Kevyn, casi se había dado por vencido. Sin embargo, una pregunta despertó su interés, para regocijo de Aleyn.

—¿Cómo pasaste a formar parte de la orden? —preguntó, y Kevyn suspiró—. ¿Se lo pregunto también al Consejo de Ancianos?

—Jemy y yo entramos en la orden debido a nuestro padre. Él era un addai y quiso que nosotros continuáramos con la labor.

—¿Así que es una especie de título nobiliario? —curioseó Aleyn—. ¿Algo que se hereda?

—No —respondió Kevyn—. Tengo más hermanos, aparte de Jemy. Mi padre no vio en ellos lo necesario para pertenecer a la orden.

—Entiendo. ¿Y tus hermanos saben quiénes sois realmente?

—No —dijo Kevyn y dejó una explicación muerta en sus labios.

—Pero sí colaboran con la orden, ¿verdad? —continuó Aleyn—. Así es como funcionáis. Hay muy pocos addais. Si hubiera muchos, Ylandra os descubriría y os destruiría. Sois un número muy reducido, pero tenéis cientos de colaboradores por todo el país que, sin saberlo, contribuyen a vuestros propósitos. ¿Me equivoco?

Kevyn detuvo su montura y Aleyn le vio mudar de expresión por primera vez. Por fin mostraba alguna emoción, aunque fuera ira.

—Una guerra no la gana el más fuerte ni el más preparado. Una guerra siempre la gana el que mejor se adapta a sus circunstancias. Si eres el fuerte puedes aplastar a tu oponente. Si tu enemigo se equipara a ti aún puedes guerrear y ganar. Pero si eres el débil y combates, solo puedes perder. Por otro lado, si eres el débil puedes ser invisible, puedes desaparecer o morir y continuar luchando sin que ni siquiera tu enemigo lo sepa. Hace miles de años la orden comandaba un ejército de un millón de hombres. Hoy en día no somos más de cincuenta y, a pesar de ello, según en qué situaciones, tenemos más poder que antes.

—Y sin embargo aquí estáis, pidiendo ayuda a vuestros enemigos.

—Sí, aquí estamos —repitió Kevyn—. El resto de las preguntas que tengas se las puedes hacer al consejo.

Ahí terminó la conversación y siguieron horas interminables de un silencio incómodo y tenso. Era el precio de la verdad. Para más inri, conforme se adentraban en las montañas el camino se iba haciendo más incómodo, rodeados de un paisaje escarpado y arduo de transitar.

A unas cuatro horas de su destino, decidieron hacer un alto y pasar la noche. Sin madrugar demasiado podrían llegar al torreón al mediodía, una buena hora para almorzar mientras le respondían preguntas. Además, Aleyn prefería llegar cuando el sol estuviera en lo alto y ninguna presencia oscura pudiera dispararle una flecha invisible desde cualquier lugar apartado. Durante el camino había confiado en que Kevyn, un solo hombre, no intentaría matarlo, pero en cuanto a confiarles su vida a los addai que le esperaban tenía ciertas reservas.

—Última oportunidad, muchacho. ¿Esto es algún tipo de treta para matarme?

—¿Sigue sin confiar en nosotros? —preguntó Kevyn.

—¿Esperabas otra cosa? —respondió Aleyn—. Lo que te quiero decir es que si esto no es lo que me habéis dicho serás el primero en morir. Lo sabes, ¿no? —Kevyn negó con la cabeza al tiempo que esgrimía una sonrisa irónica y condescendiente—. ¿Oír cómo hablo de tu muerte te divierte?

—Continúa sin creernos —alegó Kevyn—. Escúcheme, maestro. No estamos interesados en su vida. La orden conoce su paradero desde que decidió instalarse allí y nunca nos planteamos hacerle ningún mal. Esto es serio. La amenaza es real. Usted no me cae bien y aun así propuse que le buscáramos y le pidiéramos ayuda. No lo habría hecho si no…

—¡Calla! —dijo Aleyn, levantando una mano. Se concentró y realizó una lenta y larga inspiración. Luego expulsó el aire con fuerza—. Algo se está quemando. ¿A cuánto dices que estamos?

Apuraron sus monturas y se lanzaron al galope campo a través. Más allá de una colina vieron la fortaleza de la orden, o lo que quedaba de ella. Apenas unos días antes, era una robusta estructura rodeada por una muralla de seis varas de altura que alternaba hileras de ladrillos rojos con bloques de arenisca, delineando un perímetro en forma de pentágono. En cada uno de los ángulos de unión entre los lienzos sobresalía un baluarte que hacía las veces de atalaya para los oteadores. En el exterior de la muralla se repartían de forma desordenada algunos chamizos de adobe y los establos, mientras que el interior se reservaba para las estancias de los miembros más reconocidos de la orden, la antigua biblioteca, la herrería, la cocina, la enfermería y el gran torreón donde tenían lugar las reuniones del Consejo de Ancianos. Cuando Kevyn y Aleyn llegaron a ella, sus muros estaban ennegrecidos por la acción de las llamas ya extintas y algunas de sus estructuras más débiles aparecían derruidas.

—¡No! —masculló Kevyn.

Cargó su peso sobre las patas delanteras del caballo y lo instó a galopar colina abajo.

—¡Kevyn! —gritó Aleyn, parado a su espalda.

Maldijo para sí e imitó a su acompañante. Dada la situación, le hubiera gustado acercarse poco a poco, evaluando la situación e identificando las amenazas. En lugar de eso corrían como dos locos hacía una situación desconocida y peligrosa. Aleyn había sobrevivido toda su vida evitando hacer disparates como esos.

Cuando llegó a la entrada de la fortaleza se bajó del caballo y desenvainó su yatagán, un sable recurvado, cóncavo en sus primeros dos tercios y convexo en la punta, la cual contaba con un contrafilo que le confería la polivalencia suficiente para asestar tajos y estocadas. Dos maderas opuestas se unían en la empuñadura metálica y terminaba con sendas protuberancias redondeadas que evitaban que la mano se deslizase. La hoja se había forjado con acero extraído de Isla Dante, si bien el material que componía su lomo era principalmente hierro, lo que le otorgaba una mayor flexibilidad y durabilidad.

Al acercarse a la fortaleza, Aleyn vio la puerta de madera destrozada, como si un ariete la hubiese atravesado y machacado. Más allá la situación empeoraba. Sangre, cadáveres y humo. Al menos treinta cuerpos dispersos por el suelo, la mayoría con sus armas cerca de ellos. Aleyn vio que ninguna de esas espadas caídas estaba manchada de sangre. Entonces se fijó en Kevyn, arrodillado sobre un cuerpo ensangrentado. Tenía la cabeza caída y los ojos cerrados.

Aleyn se acercó a Kevyn por su espalda y le puso la mano en el hombro.

—¿Tu hermano? —preguntó.

Kevyn asintió y se secó los ojos.

—Sí.

—Lo siento.

—Seguro que sí.

Kevyn le atravesó con la mirada. A continuación se levantó, se secó una lágrima y se puso a revisar y contar los cadáveres, con gesto sombrío, pero realizando su labor con diligencia y atención. Aleyn no se había equivocado con él. Era un buen soldado.

—Falta el anciano Mendeleo —advirtió Kevyn.

—¿Cómo dices?

—El consejo está compuesto por siete ancianos. Los cuerpos de seis de ellos están aquí, pero no el de Mendeleo.

—¿Es posible que no estuviera aquí cuando atacaron? —cuestionó Aleyn.

—No. Iban a votar. Debían estar los siete.

Aleyn asintió y se puso a deambular por el patio, mirando los cuerpos, el suelo, los destrozos y tratando de componer una escena de lo sucedido. Sus pasos le llevaron hasta el patio grande y de ahí a la entrada de la biblioteca, completamente chamuscada y derruida. Vio la cabeza abrasada de un hombre yacer entre escombros y ceniza.

—Ahí está —dijo Aleyn.

Kevyn se acercó y apretó los puños al ver el cadáver.

—¡Es horrible! ¿Por qué quemarle vivo? —preguntó Kevyn.

—No lo hicieron.

—¿Quemaron su cadáver? ¿Por qué?

—No quemaron su cadáver. Se quemó vivo. Pero se lo hizo él mismo.

—¿Qué demonios está diciendo?

Aleyn frunció el ceño y clavó sus ojos en Kevyn. Aquella situación le estaba desbordando y necesitaba la voz de un general para relajarse.

—Escúchame. Necesito que mantengas la calma y te comportes como un buen soldado —le ordenó Aleyn—. Fíjate en las huellas. Alguien vino corriendo desde el patio pequeño hasta aquí mientras otra persona le seguía. No se ven marcas de arrastre y, si le hubieran cargado hasta aquí, no habría dos juegos de pisadas.

—Huía de él. Quiso esconderse en la biblioteca y le prendieron fuego, junto a todos los libros —supuso Kevyn.

Aleyn negó con la cabeza y se dio media vuelta, en dirección al centro del patio. Por suerte para él, las lluvias otoñales habían dejado el suelo embarrado. Era como un lienzo donde estuviera dibujada una historia. En este caso, la historia de unos crueles y extraños asesinatos.

—No fue así como ocurrió. Fíjate en todas estas pisadas. Están aquí, en el patio, mirando hacia la biblioteca. Luego todas ellas se dirigen hacia la entrada de la fortaleza y solo dos vuelven hasta aquí.

—¿Qué significa eso?

—Es obvio —dijo Aleyn—. Lo primero que se originó fue el fuego en la biblioteca. Estuvo ardiendo minutos hasta que todos tus compañeros bajaron a verlo. Pero sabían que ya era tarde. Entonces alguien atacó la puerta y todos fueron hacia allí. Se prepararon para luchar y murieron. El único superviviente vino corriendo hasta la biblioteca y saltó hacia las llamas.

—¿Por qué haría nadie algo así?

Aleyn se encogió de hombros.

—Quizá quería esconder algo.

—¿En las llamas?

—Tal vez. Quizá quería esconder algo que su verdugo no sabía que tenía y que no se perdería en las llamas.

Aleyn se introdujo en la biblioteca, donde el incendio había devorado cada libro, legajo, pergamino o escrito y se acercó al cuerpo tiznado. Con cuidado, agarró los lados de una estantería y la apartó. La madera ennegrecida se partió en pedazos al chocar contra el suelo y un estruendo alertó a un par de cuervos.

Entre los brazos quemados del anciano Mendeleo descansaba un trozo de tela gris que envolvía alguna cosa. Aleyn frunció el ceño y pasó la yema de sus dedos por aquel tejido.

—Para odiar a los maestros, Kevyn, tu orden aprecia demasiado nuestros inventos.

—¿Cómo es posible que no se quemara?

—Es una tela ignífuga. Cualquier brebajista podría hacerte una, aunque se estropearía con el uso. El alquimista adecuado… —explicó Aleyn. Se detuvo al recordar aquellos ojos negros—. Bueno, veamos qué esconde aquí.

Aleyn estiró el brazo y apartó el trozo de tela de la superficie de un libro. Aparte de unos grabados de oro y plata preciosos, lo que más destacaba era el título en antiguo irylio. La llamada lengua de los Tres. Como Aleyn bien sabía, era una lengua muerta, que solo algunos estudiosos sabían empezar a interpretar. Aun así, cualquier documento escrito en ese idioma era una rareza digna de ser admirada. Aleyn alargó el brazo con la intención de tocar sus grabados, pero Kevyn interrumpió su movimiento.

—¡No lo toque! —dijo Kevyn.

—¿Cómo dices?

—No debe tocarlo. Es peligroso.

—Es un libro —señaló Aleyn.

—Es el Libro de Rótalo.

—Así que el Libro de Rótalo. ¿Y si lo toco aparecerá y nos matará? —se mofó Aleyn.

—¿Quiere probarlo?

Aleyn se encogió de hombros, volvió a tapar el libro, lo cogió con una mano y se lo arrebató al cadáver. Al levantarlo, unos pliegues de la tela se deshicieron y un pequeño trozo de pergamino cayó al suelo. Ambos se quedaron mirándolo, sin saber qué hacer.

—¿Eso también es peligroso? —preguntó Aleyn.

—No lo sé. Podría serlo.

—Ya —bufó agachándose—. Nos arriesgaremos.

Lo cogió entre los dedos, esperó cinco segundos en actitud vigilante, generando tensión, y luego sonrió y se levantó.

—Aleyn uno, Rótalo cero —dijo.

—¿Cómo puede mofarse de una cosa así? ¡Esto es real! ¡Los Tres son reales y son una gran amenaza!

—Sinceramente, chico, ni siquiera creo que los Tres existieran realmente. Creo que es un cuento. Una mentira que ha servido para darle una identidad a Ylandra, nada más.

—¡Pero ha venido hasta aquí! Si no nos creía… —protestó Kevyn.

—Sí, he venido hasta aquí. A revisar unos documentos y a escuchar unas historias —respondió Aleyn—. Y no hay ni documentos ni historias.

—¡Los había!

—Sí, pero ya no los hay —dijo elevando las cejas y chasqueando la lengua. A continuación, se centró en el trozo de pergamino que había recogido del suelo. Lo desenrolló y leyó en voz alta su contenido—: Samael Río. Última ubicación conocida: Orfanato de Detry, paseo de Gracia, Cienaguas. Anirio mestizo con el iris marrón en forma de medialuna en el ojo derecho. Siete a cero. —Aleyn se giró hacia Kevyn—. ¿Tiene algún sentido para ti?

—Es uno de los anirios. La profecía habla de tres destinados a albergar el alma de cada uno de los Tres. Localizaron a uno de ellos —aclaró Kevyn, se incorporó y salió de la biblioteca, ensimismado en sus deducciones—. Eso es lo que han votado. Siete a cero.

—Chico, me estás sacando de quicio. ¿Qué ocurre?

—Ese anirio alojará el alma de Daxal. El maestro Azael albergó la de Rótalo y debe ser una mujer la que albergue la de Dyara. Por lo tanto, ese tal Samael Río se convertirá en Daxal, a menos que lo impidamos. Si Daxal no regresa, los hombres tendremos una oportunidad para vencerlos. Rótalo y Dyara pueden ser muy poderosos, pero necesitan a Daxal para estar completos. Por lo tanto, debemos evitarlo. —Kevyn se detuvo, cogió aire y lo soltó, casi esperanzado—. Eso es lo que han votado. Siete a cero. Debemos matar a ese anirio.

—¡Alto ahí! —dijo Aleyn invadido de incredulidad.

—¡Debe hacerse! Es nuestra única opción. Ha venido aquí a por respuestas. ¡Esta es la respuesta!

Aleyn levantó la mano y retrocedió dos pasos.

—Tienes razón, Kevyn. He venido aquí a por respuestas y no las he encontrado, ¿recuerdas? Lo único que veo delante de mí es una situación muy extraña adecentada con un montón de estupideces. Y no tengo por costumbre matar a una persona inocente por una estupidez.

—¿No se da cuenta? Esto debe hacerse y, tanto si es junto a usted como si no, se hará —anunció Kevyn.

Aleyn percibió la hostilidad en la voz de Kevyn y notó cómo todos sus sistemas se preparaban para el combate.

—No solo no voy a ayudarte, Kevyn. De hecho, voy a impedirte que mates a una persona inocente.

—No lo comprende.

—Comprendo que crees que tienes que hacerlo. Te pido que, antes de que decidas hacer una estupidez, comprendas que yo no puedo permitírtelo. Lo mejor será que mantengas la calma.

La duda barrió el rostro de Kevyn, pero al instante siguiente sacó su espada y atacó a Aleyn, que esquivó la estocada, agarró la muñeca de su oponente, la partió con un movimiento rápido y preciso y le asestó un puñetazo en la cara. Kevyn soltó la espada y cayó al suelo, tan mareado que era incapaz de volver a ponerse en pie.

Aleyn desenfundó su yatagán y se acercó a Kevyn. Le pisó el pecho y le colocó el filo del sable en el cuello.

—Nos condenarás a todos —aseguró Kevyn con sangre en la boca.

Algo fugaz atravesó el corazón de Aleyn, haciéndole meditar sobre sus actos.

—Has intentado matarme, Kevyn —dijo—. Y aun así no quiero matarte, así que te haré una promesa. Enviaré este libro a La Escuela. Conozco a una persona que podría interpretar su contenido. Si lo que dices es cierto, eso les alertará. En segundo lugar, buscaré a ese anirio, pero no lo mataré. Al menos no en un comienzo. Veré quién es, qué hace y le mantendré cerca de mí. Si en algún momento sospecho que la vida de ese chico destruirá Ylandra, lo mataré. A cambio, tú no harás ni intentarás hacer nada. Nunca te acercarás a ese anirio, ni tampoco a mí.

Kevyn arrugó la frente y tosió, escupiendo sangre.

—¿Y debo creer en tu palabra?

—Haz lo que quieras, pero puedes creer esto. Si vuelves a cruzarte en mi camino, aunque solo sea una coincidencia, te cortaré la cabeza. —Apartó el sable del cuello de Kevyn y lo guardó en su vaina—. Siento la muerte de tu hermano —dijo antes de marcharse.

Ylandra. Tiempo de osadía

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