Читать книгу Ylandra. Tiempo de osadía - Roberto Navarro Montes - Страница 21

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El gran maestro Andiles Sydenvile, máxima autoridad de La Escuela, golpeó un mazo de madera tres veces haciendo que el ruido de decenas de conversaciones se extinguiera en la Cámara de los Maestros. Siara, que no había hablado aún con ninguno de sus compañeros, se recostó en su asiento y se preparó para horas de insulso debate.

La cámara, situada en Villa Adahy, era el órgano donde descansaban los tres poderes fundamentales de toda democracia. La cámara legislaba, juzgaba y ejecutaba en todo el territorio cedido a La Escuela. Estaba compuesto por ciento ocho maestros; treinta y seis profesores, uno por cada disciplina y villa de La Escuela, treinta y seis consejeros territoriales elegidos por los ciudadanos de La Escuela y treinta y seis consejeros de asuntos exteriores nombrados por los gobernadores de los seis estados de la república.

La cámara tenía forma de semicírculo con gradas que escalaban hacia el perímetro en curva. Todo en aquella sala le recordaba a Siara, sentada junto a los otros cinco profesores alquimistas, todo lo que aborrecía de La Escuela. La ineficiente burocracia, los juegos de poder y el uso indebido de sus conocimientos para construir burdos utensilios destinados a impresionar a las mentes más débiles.

Colgando del alto techo de la cámara, una lámpara en forma de araña, similar a las dos que podían encontrarse en el gran salón del palacio de Valar, proyectaba una luz blanca y resplandeciente. Había quienes pensaban que era una obra de vidriería y alquimia, pero Siara sabía que eso no era cierto. Allí no había alquimia por ninguna parte, aunque la intención fuera que lo pareciera. No era más que un brebaje líquido que se iluminaba al contacto con el cristal. Una pequeña pera suministraba el brebaje en cada pata de la araña cuando este comenzaba a extinguirse. Si hubiera habido alquimia en aquel invento, ese último detalle no habría existido. La alquimia representaba la eternidad y la sabiduría. Aquella lámpara habría tenido un líquido en su interior, es posible, pero este jamás se habría extinguido y solo habría lucido cuando la situación así lo requiriera. Lo que Siara tenía sobre su cabeza era una burda imitación que ocultaba una gran mentira, al igual que el gobierno de la cámara. Una burda imitación de la República de Ylandra que albergaba una gran mentira en su interior.

Las únicas piezas que tenían algún valor real por la calidad de su acabado eran las placas doradas que cada miembro de la cámara tenía frente a sí. Se trataba de una lámina rectangular, de veinte centímetros de largo por cinco de ancho clavada sobre el respaldo del asiento delantero de cada miembro. Brillaban tanto como el oro, pues, aunque no eran de oro, las runas inscritas en todas ellas la conectaban a la del gran maestro, la pieza original, fabricada en ese material. La precisión con la que las complejas runas estaban talladas en las láminas suponía un trabajo admirable, pero para Siara aquello no era más que la punta de la genialidad. Lo mejor de aquellas láminas era la función que cumplían. Cada maestro contaba con un tiempo predeterminado en cada reunión de la cámara para intervenir en el debate. Conforme un maestro gastaba su tiempo, la placa perdía su color dorado, hasta quedar completamente cubierta de óxido, momento en el que a ese maestro no se le permitía volver a intervenir. Cuando terminaba la reunión, las placas volvían a su estado inicial y permanecían así hasta la siguiente. Aquello sí impresionaba a Siara. Era bello, sencillo y útil. Era alquimia.

El gran maestro Andiles dedicó toda una hora al gran discurso trimestral, enumerando los logros conseguidos por La Escuela durante los últimos tres meses. Hizo un repaso del extraordinario balance económico y de las actividades políticas y sociales en las que los maestros se habían visto involucrados en toda Ylandra. Después pasó a hablar de la situación general en los territorios de La Escuela, centrando su atención en la capital, Lanti’s Cloe, y finalmente comentó algunos aspectos referidos a las villas, pequeños núcleos de población repartidos por La Escuela y encargados de la enseñanza.

Siara trató de ocultar un bostezo, maldiciendo que la placa del gran maestro Andiles fuera la única que no se oxidaba. Siara recordaba esas reuniones mucho más enérgicas e, incluso, violentas. Aunque, por supuesto, eran otros tiempos. El mundo estaba en guerra, La Escuela a un paso del desastre y Aleyn ocupaba el puesto de gran maestro. Con Aleyn era difícil que nada fuera aburrido.

Un instante después de haber dejado a su mente vagar por el pasado, los recuerdos de la última vez que Siara había estado allí se filtraron en sus pensamientos. Ocurrió durante una reunión convocada de forma urgente, con solo un tema para tratar, debatir y votar: la condena y ejecución del gran maestro Aleyn Somerset por los cargos de conspiración, traición y genocidio. Aquel día la placa de Siara fue la primera en verse invadida por el óxido. Protestó y maldijo. Amenazó e insultó el honor de La Escuela y, cuando quisieron echarla, se enfrentó a sus compañeros, hasta que golpeó al hombre que ahora se sentaba en el sillón del gran maestro, rompiéndole la nariz y un diente. Horas después supo que el resultado de la votación había sido la de condenar a su marido a morir ahorcado. No había vuelto a entrar desde entonces.

Cuando el gran maestro Andiles concluyó su discurso, dio paso al primero de los siete temas que se discutirían durante aquella sesión. Dos de ellos eran elegidos por los profesores, dos por los consejeros territoriales, dos más por los consejeros de asuntos exteriores y el último por el gran maestro.

La intención de Siara durante el desarrollo del debate era permanecer sentada y en silencio, evitando que nadie se fijara en ella. Era consciente de que su regreso a la cámara había dado mucho que hablar desde que el director Kremy la nombrara profesora de Alquimia en Villa Lumeni, pero estaba convencida de que los molestos cuchicheos se extinguirían en el momento en el que vieran a Siara tal cual se veía ella misma. Como una persona solitaria y aburrida.

Se trataron temas de diversa índole académica, se discutió en profundidad un aspecto de sus relaciones con Isla Ka’andra, se habló de impuestos, inversiones y tratados y, por último, el gran maestro Andiles se puso en pie y presentó el tema que él había elegido tratar: la recuperación del valle de Caldaso como territorio de La Escuela. A Siara se le heló el corazón y al mirar a su alrededor supo que cada uno de los maestros de la cámara sentía lo mismo.

La recuperación del valle de Caldaso era un tema controvertido y peligroso. Durante catorce años solo se había tratado una vez y había sido uno de los debates más acalorados desde la condena a Aleyn. Había llegado a generar tal cantidad de conflicto que los maestros decidieron olvidar todo el asunto, sacrificando justicia por paz.

El conflicto se remontaba a los años más duros de la contienda, cuando el enemigo avanzaba por el norte, en dirección a La Escuela. Gracias a la cadena montañosa que rodeaba sus territorios, los maestros solo debían preocuparse por defender dos puntos en los que las montañas daban paso a extensos valles por donde introducir un ejército. Uno de ellos era el valle de Cloe, sobre el que se había edificado una de las ciudades más grandes de Ylandra; Lanti’s Cloe. Las murallas de la ciudad convertían cualquier intento de ataque en un disparate. El segundo era el valle de Caldaso, mucho más vulnerable. Caldaso era una ciudad mucho menor que Lanti’s y su cultura, aunque muy influenciada por La Escuela, se había mezclado con la del norte. La Escuela siempre había tratado a ese valle desde una postura altiva, desoyendo sus anhelos e intereses, y cuando aquel ejército amenazó la integridad del territorio, la cámara decidió ceder el valle al norte, permitir que el ejército del estado lo defendiera y centrar todos los recursos de La Escuela en la defensa de Lanti’s Cloe. La medida tuvo éxito. Los ejércitos enemigos perdieron y se retiraron y La Escuela decidió mantener el acuerdo con el norte hasta el fin de la guerra, momento en que el valle sería devuelto.

Al terminar la guerra y tras la visceral polémica por la decisión unilateral del gran maestro Aleyn de ignorar los tratados de paz y tomar Ciudad Gloria, el norte rompió el acuerdo relativo a Caldaso y mantuvo su ejército en el valle. La Escuela podría haberlo recuperado, pero su reputación había sufrido un golpe muy duro y temía las represalias del Gobierno de Ylandra si lo intentaba. Decidió ceder o, más bien, decidió no hacer nada. Ignorar el conflicto hasta que desapareciera por sí solo. Durante años así había sido, pero ahora el gran maestro Andiles parecía querer desenterrarlo.

—La recuperación del valle de Caldaso, maestros —anunció el gran maestro—. Es una reclamación legítima que olvidamos por unas circunstancias de las que ninguno de los aquí presentes es responsable. Propongo desarrollar un plan de actuación para terminar con esta situación.

La cámara se removió y por unos momentos apenas se escuchó la respiración de los ciento ocho integrantes. Uno de los consejeros de asuntos exteriores nombrado por el gobernador del norte se puso en pie, se aclaró la voz y comenzó a hablar, viendo cómo su placa dorada se oxidaba a una velocidad alarmante.

—Con el debido respeto a todos los integrantes de esta cámara, creo que no es el momento adecuado para debatir este tema. Todos sabemos la repercusión que lo dicho aquí puede tener en nuestras relaciones con uno de nuestros aliados. Me gustaría impugnar la decisión del gran maestro sobre la elección del tema a debatir.

—Eso no ocurrirá, maestro Dilan —dijo Andiles.

—Entonces no tengo más remedio que exigir la decisión de la cámara, gran maestro.

Andiles se revolvió iracundo en su asiento.

—¿Una votación ahora? —preguntó—. No, maestro, la recuperación del valle de Caldaso se debatirá.

—¡Usted no tiene derecho a negarme una votación!

Siara olvidó sus intenciones, su pasado y enterró sus recuerdos. Antes de darse cuenta estaba en pie y su voz inundaba la sala.

—¡Somos La Escuela, Dilan! ¡Maldita sea! ¿También permitiremos que los gobiernos extranjeros, esos que tanto nos deben, coarten nuestra libertad para debatir y elegir nuestro propio futuro?

La cámara volvió a quedarse en silencio. La tensión era tan espesa que un hombre podría haberse alimentado de ella. Al sentir lo que había provocado, Siara suspiró y volvió a sentarse.

—Maestra Siara Roscharch, a todos nos alegra volver a oír su voz en esta cámara —dijo el gran maestro Andiles—. Y me sorprende estar de acuerdo con usted. Maestro Dilan, como ha dicho la maestra Siara, no podemos dejar que gobiernos extranjeros censuren esta cámara. La propuesta se debatirá. Las votaciones se producirán más tarde.

Un rumor sordo se extendió por la sala y el maestro Dilan se sentó, hecho una furia, mientras comentaba algo con sus compañeros.

A continuación se produjo un agitado debate. Salvo algunas intervenciones realizadas al inicio del mismo, el resto no consiguieron aportar nada a su conclusión. Con el calor de una conflictiva idea, los maestros dejaron de lado el respeto y comenzaron a lanzarse pequeñas blasfemias hirientes que caldeaban más y más el debate.

Llegó un momento en el que los turnos dejaron de respetarse y varios maestros comenzaron a gritar al mismo tiempo, haciendo ininteligibles sus palabras. El gran maestro Andiles agarró el mazo de madera y golpeó con él sobre la base. Los ruidos se extinguieron y la vergüenza asomó al rostro de algunos maestros. Rara era la ocasión en la que el gran maestro debía mandar callar a sus colegas.

Una vez recuperada la calma, el maestro Dilan se puso en pie.

—Si estamos dispuestos a debatir un tema tan frágil, deberíamos poder estar a la altura. Utilizar la lógica y el raciocinio —aconsejó con un tono conciliador—. Gran maestro, ha dicho que deseaba desarrollar un plan de actuación para recuperar el valle. ¿A qué tipo de plan se está refiriendo?

—Gracias, maestro Dilan —dijo Andiles—. La respuesta es sencilla. Aquel plan que nos lleve a la recuperación de aquello que nos pertenece.

—¿Eso incluye acciones militares? —preguntó Dilan.

La cámara se agitó ante tal perspectiva. El gran maestro pidió silencio.

—El norte es nuestro aliado más antiguo. Ninguno de los aquí presentes desea iniciar un conflicto militar con ellos. Propongo comenzar por acciones diplomáticas. En caso de no funcionar, probaremos con acciones judiciales.

—Será juzgado por un juez de la Alta Corte —decretó Dilan.

—Lo que asegurará la legitimidad del proceso.

—No gustará a nuestros aliados. No gustará en Ylandra.

—Es momento de dejar de temer lo que la república opine de nosotros. El hecho es el siguiente, maestros: ese valle pertenece a La Escuela. La República de Ylandra nos ha castigado por los delirios de un loco, sin asumir que fueron ellos y solo ellos los que le proporcionaron todo su poder. Es hora de dejar de pagar por los errores de un traidor genocida.

A Siara le habían temblado las mandíbulas al escuchar la palabra «loco». «Traidor» le había desbocado el corazón y «genocida» le había disparado la lengua. Se puso en pie y golpeó con fuerza el asiento.

—¡No permitiré que la memoria de Aleyn sea pisoteada de esta forma!

—Maestra, por favor —dijo Andiles.

—¡No! No dejaré que tilden a Aleyn de loco, traidor y mucho menos genocida. Aleyn salvó esta escuela. Salvó Ylandra. La única razón por la que hoy no es venerado como un héroe es la cobardía de esta cámara. Prefirieron arrodillarse en lugar de ser leales. —Recorrió la sala con la mirada y se detuvo ante los ojos de Enara, que negaba abatida. Algo parecido a la culpa se agarró a las vísceras de Siara—. El valle de Caldaso representa el último insulto que le hicieron. Creo que debemos recuperarlo, de forma pacífica, pero también inmediata. Es hora de votar —demandó Siara.

Nadie en la cámara se puso en pie, ni dijo nada.

—Si es todo, votemos —propuso Andiles—. Nombraré a cada uno de los maestros y estos levantarán la mano para designar su acuerdo con la propuesta de recuperar el valle de Caldaso. Dejarán la mano abajo para designar rechazo.

Andiles fue nombrando a los maestros uno a uno. La mayoría levantó la mano al oír su nombre. Siara lo hizo y Enara también. Finalmente dos tercios de la cámara votaron a favor y el resto, la mayoría consejeros de asuntos exteriores, votaron en contra. La propuesta de recuperar el valle de Caldaso fue aprobada y la resolución se incluyó en el acta oficial. Después el gran maestro dio por terminada la sesión y el óxido de las placas desapareció, descubriendo el reluciente dorado de su superficie.

Cuando los maestros volvieron a salir al exterior el sol estaba comenzando a ocultarse tras las montañas. Enara se reunió con Siara y le propuso regresar a Villa Lumeni juntas. Suponía un viaje de tres horas ir de la una a la otra, principalmente porque la primera parte del camino implicaba bajar una montaña por caminos tortuosos. Siara aceptó el ofrecimiento, subieron a sus caballos y se marcharon.

Ya en campo abierto, las dos amigas pasaron a hablar sobre el inicio del nuevo curso. En apenas unos días, los aprendices que desearan continuar en La Escuela iniciarían su aprendizaje para convertirse en maestros y los aspirantes que ya llevaban un tiempo continuarían perfeccionando sus habilidades.

—El día se va acercando —advirtió Enara—. ¿Nerviosa?

—¿Quieres dejar de preguntarme lo mismo? ¡Pareces una cría!

—¿Eso es que sí? —dijo Enara sonriendo—. Sí. Lo veo en tus ojos. Te asusta.

—Mira, profesora, hace falta mucho más que una pandilla de ignorantes para asustarme.

—De acuerdo, profesora —repitió Enara con un tono de burla—. También escogerás pupilos, ¿no?

—Dudo mucho que ninguno de esos críos esté a la altura de lo que espero en un pupilo. Así que supongo que la respuesta más prudente es que no. No tendré pupilo.

—Quizá alguno te sorprenda.

—Lo dudo mucho. La única persona cuyas habilidades consiguieron sorprenderme fue… —dejó la frase en el aire. No quería pronunciar otra vez su nombre.

—Bueno, pero si aparece otro hombre así, por favor, no te cases con él —dijo Enara.

Siara giró la cabeza y, al ver a su amiga sonreír, la furia que tenía dentro se disipó. Solo había sido una inocente broma. No podía cabrearse cada vez que alguien bromeara con ella. Menos aún la última amiga que le quedaba.

—¿Una carrera? —retó a Enara, mientras se recogía el pelo.

Enara frunció el ceño y esbozó una sonrisa traviesa.

—Eres una pésima amazona, Siara.

—Lo sé. Pero tengo ventaja.

Antes de que Enara pudiera reaccionar, Siara espoleó su caballo y este se lanzó al galope por el camino. Enara sonrió impotente y echó a galopar, viendo cómo la distancia entre ambas se acrecentaba rápidamente.

A pesar de ello, a mitad de camino Enara alcanzó el caballo de Siara y para cuando entraron en Villa Lumeni había dejado de escuchar los pasos de su perseguidora. Siara maldijo para sí. Cuando llegó a la altura de Enara, la vio discutiendo con un hombre. No llevaba capa, ni parecía de La Escuela. Tenía aspecto de mercader y eso era raro. Por lo general, los foráneos nunca se adentraban tanto en los territorios de La Escuela. Lo normal era que los productos se vendieran en Lanti’s Cloe y que, desde ahí, se trasladaran tierra adentro.

—¿Ocurre algo, Enara?

—Este caballero dice que tiene un paquete para mí. Pero dice que el hombre que se lo dio le prometió dos platas en el momento de su entrega.

—Lo tenía escrito en una carta, señora —dijo el hombre.

—Maestra, señor —le corrigió Enara—. Debe dirigirse a mí como maestra, no como señora.

—Por supuesto, señora, maestra.

Enara levantó las cejas, desesperada. Siara sabía que la relación de su amiga con el dinero era tan buena que le costaba demasiado desprenderse de él y aquel hombre no parecía poseer ninguna habilidad intelectual capaz de vencer eso. Decidió echarle una mano.

—¿Dónde está la carta? —le preguntó.

—Eso quería decirle a la señora, maestra. Me pilló una tormenta viniendo hacia aquí y la carta se mojó. La tinta se corrió y ya no se puede leer na.

—¿Y quién le dio la carta y el paquete? —preguntó Enara.

—Un hombre en El Paso. En una taberna. Me dio el paquete y me dio la carta. Me dijo que no abriera el paquete bajo ningún concepto hasta habérselo dado a la maestra Enara Stapel de Villa Lumeni. He llegado aquí y me han dicho que no llegaría hasta la noche, así que la he esperao. He hecho un desvío muy grande en mi viaje y tendrá que darme las dos platas, señora.

Enara suspiró, entre cabreada y desconfiada.

—Vamos, Enara, dale las dos platas al caballero.

—Oye, dáselas tú si quieres —le respondió.

—¿En serio? ¿Dos platas?

Enara rezongó, rebuscó en sus bolsillos y le dio el dinero al mercader. Este le tendió un paquete bien envuelto con una tela de seda. Enara lo cogió, le quitó el envoltorio y descubrió un libro.

—¿Qué tenemos aquí? —dijo.

Siara vio que su amiga ya no estaba molesta ni enfadada. Parecía encantada con la compra.

—Y bien, ¿qué es?

—Es un libro escrito en antiguo irylio. Es una rareza encontrar algo así tan bien conservado. Debe tener más de dos mil años —dedujo y se giró hacia el mercader—. ¿Qué le dijo la persona que se lo entregó? ¿Qué ponía en la carta?

—Me dijo que no abriera el paquete bajo ningún concepto hasta habérselo dao a la maestra Enara Stapel de Villa Lumeni.

—Eso es lo que me ha dicho antes —protestó Enara, concentrándose en parecer calmada—. ¿Le dijo algo más? ¿Le habló del paquete? ¿Le dijeron dónde lo había conseguido?

El hombre pensó unos instantes y luego negó con la cabeza.

—¿Cómo era el hombre? —preguntó de pronto Siara.

—Un tipo normal, señora.

—¿Alto, bajo, gordo, delgado, blanco, negro, anirio, irio? ¿Cómo era?

El hombre frunció el ceño y se mojó los labios con la lengua.

—Pues veamos, era más bien bajo y delgao. Castaño y blanco. Irio. —Enara miró a Siara y esta negó con la cabeza mientras se encogía de hombros—. Aunque no creo yo que ese hombre fuera el que quería enviar el paquete, señoras.

—¿Por qué?

—Parecía que no sabía mucho del tema. Como si le hubieran dao unas instrucciones a seguir. Sí, seguro que es eso. —El mercader asintió convencido—. Y ahora, si me disculpan, señoras, es tarde y tengo camino que recorrer. Buenas noches.

Una vez se hubo ido, Siara se bajó del caballo y se acercó a Enara, que ojeaba las páginas centrales del libro, repletas de extraños símbolos.

—¿Sabes leerlo?

—No estoy ni cerca de saber. Pero en la portada pone Libro de Rótalo.

—¿El Libro de Rótalo? ¿Quién te mandaría algo así? —preguntó Siara.

—No tengo ni idea. Si ese estúpido mercader no hubiera destrozado la carta… —dijo Enara—. Es igual. Esto va directo a mi estantería.

Siara miró el libro, se encogió de hombros y echó a caminar.

Ylandra. Tiempo de osadía

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